Los U-Boot y los primeros convoyes
Los éxitos contra los buques de la Marina Real, fueron espectaculares. Pero casi de, la misma importancia en el amplio contexto de la guerra, fueron las operaciones contra los buques mercantes aliados, donde los comandantes de los submarinos llevaban a cabo su tarea sin la publicidad, favorable o no, unida a los hechos de Prien, Schuhardt y Lemp. En lugar del clamor popular y de aureola de héroes, su único premio era el saber que cada buque que hundían era una contribución a la lenta y larga tarea de reducir a la sumisión a los enemigos de Alemania.
Y en aquellos primeros meses, después de la relativa paz y seguridad del periodo de entrenamiento, las dotaciones de los submarinos gustaban el primer sabor de lo que significaba estar en guerra, de lo que era encontrarse en el extremo receptor de un ataque con cargas de profundidad procedentes de un destructor de escolta británico.
El capitán de corbeta Schultze en el U-48 fue el primero en obtener la Cruz de Caballero. En su viaje de vuelta al hogar, la jubilosa tripulación forjó una cruz simulada para imponérsela a su comandante.
El capitán de corbeta Schultze, que en el U-48 obtuvo la Cruz de Caballero por ser el primero en hundir 100.000 toneladas de buques, estuvo entre los primeros que soportaron todo el peso de un ataque.
En una operación contra un par de transportes que navegaban con escolta, torpedeó y hundió a uno, para luego hacer una inmersión urgente al venírsele encima un destructor que le buscaba. Tras yacer silenciosamente durante media hora, y haber eludido, aparentemente, al destructor, subió a cota periscópica y luego a superficie; esta vez vio el blanco perfecto; un convoy.
En cuestión de minutos, calculó su rumbo y estaba a punto de sumergirse cuando un avión Sunderland apareció volando hacia él.
Schultze, como comandante siempre el último en abandonar el puente, se lanzó por la escotilla, dio la orden de sumergirse, y mientras el agua del mar entraba en los tanques de lastre y el aire silbaba al salir de ellos, el submarino comenzó a hundirse.
La proa se inclinó hacia abajo y para ayudar al barco en su camino hacia el fondo, todos los marineros disponibles corrieron hacia delante por el estrecho corredor central y se concentraron en la proa, contra los tubos de torpedos, donde su peso aumentó el trimado a bajar del barco.
Al cerrar las olas sobre la parte más alta de la superestructura, la primera de cuatro explosiones azotó sus oídos. La proa del barco se hundió aun más y la dotación, amontonada en la proa, no tenía miedo de saber si las bombas del Sunderland les habían dejado sin control.
Pero el buque fue adrizado. No existía ningún daño serio y parecía que el submarino había escapado también a este ataque. Entonces se oyó otro ruido: el bramido de las máquinas de un destructor al pasar por encima seguido del sonido que llenaba de temor los corazones incluso de las más bravas dotaciones de submarinos, —el «ping» contra el costado, lo que significaba que el destructor los había descubierto con su asdic.
No tardó mucho en llegar la primera carga de profundidad, y el submarino se estremeció bajo el impacto. Una segunda carga cayó aun más cerca que la primera, y de nuevo el submarino se vio sometido a la onda de presión submarina.
Schultze llevó su barco a una mayor profundidad, alteró ligeramente el rumbo y siguió dando avante con los motores eléctricos, utilizados con tiento para conservar el mayor silencio posible.
Durante veinte minutos no sucedió nada, y ya se preguntaban si no habrían escapado de sus enemigos, cuando tres nuevas cargas hicieron explosión alrededor del barco, más cerca si cabe que las anteriores, inutilizando el aparato medidor de profundidad y el telégrafo.
Pero el casco resistente soportó el esfuerzo. Schultze decidió bajar aún más, hasta el fondo, donde el submarino rebotó y se mantuvo posado con los motores apagados, incluso casi todos los equipos auxiliares, para producir la menor cantidad de ruido posible.
Parecía que los escuchas de arriba no habían perdido su pista, y la dotación del submarino podía oír el ruido de las máquinas de los destructores que se esforzaban el localizarlos, arriba y abajo, arriba y abajo, hasta que otro grupo de cargas de profundidad descendió sobre ellos.
Los lavabos de porcelana y urinarios fueron reducidos a polvo, las bombillas saltaron en pedazos por efecto de las explosiones, y en el puente de gobierno el indicador de revoluciones fue aplastado. Luego, de nuevo se produjo el silencio.
Schultze esperó en el fondo hasta que tuvo certeza de que la obscuridad había llegado, llevó su buque a 60 metros y a esa profundidad navegó pulgada a pulgada hasta dos millas, esperando contra toda esperanza salir a superficie en un mar claro.
Su
«mar claro» resultó ser un hormiguero de barcos de escolta, veinticuatro barcos, y él había salido a superficie precisamente en su centro. Aun buscándole, los destructores avanzaban unos metros y luego paraban para escuchar con sus asdics; luego volvían a avanzar.
Schultze se hizo por el hueco más grande que pudo descubrir entre los destructores, hueco no mayor de mil metros y aun utilizando sus motores eléctricos de inmersión en lugar de los ruidosos diesel de superficie y con el timón gobernado a mano en vez de eléctricamente, Schultze sacó su barco del embotellamiento.
«En superficie sin contacto con el enemigo», anotó con gran reserva en su diario de operaciones, luego añadió triunfalmente «
¡Hemos escapado indemnes!».Hechos como el del U-48, aunque algunos terminaron menos felizmente, eran típicos en los primeros meses de la guerra, pero los intereses cobrados al enemigo en buques hundidos valía por todos los temores y todos los daños sufridos, incluso valía por todos los submarinos perdidos.
En septiembre de 1939 hundieron 41 buques con un total de 153.000 toneladas; en octubre 27 barcos con 135.000 toneladas; en noviembre los tantos que se apuntan los submarinos caen verticalmente hasta 21, buques con 52.000 toneladas, y en diciembre permaneció estacionario y bajo con 25 barcos que totalizaron 81.000 toneladas.
La razón de la caída después del primer mes era bien simple: Como Doenitz había predicho, sólo podría disponer, a la vez, de un tercio de sus submarinos en la zona de operaciones, pero esto no fue así al comienzo de la guerra, cuando tenía en el mar un total de 23 barcos, dispuestos a entrar en acción simultáneamente.
Fue inevitable que todos consumiesen sus torpedos y sus suministros, más o menos, al mismo tiempo, y transcurrieron algunos meses antes de que pudieran establecer un ciclo que dejase un número constante de submarinos en operaciones activas.
En enero, los hundimientos comenzaron a crecer de nuevo con 40 barcos que totalizaban 111.000 toneladas, y en febrero hundieron 45 barcos con 170.000 toneladas.
El 4 de marzo, cuando los submarinos parecían estar de nuevo en plena forma, fue publicada una orden inexplicable que prohibía nuevas salidas de los submarinos y restringía las actividades de los que operaban en las cercanías de las costas noruegas.
Hasta el día siguiente no fue informado Doenitz de las razones de esta orden: se iban a llevar a cabo desembarcos simultáneos en Noruega y Dinamarca y se requería que los submarinos dieran cobertura a los desembarcos contra posibles medidas de los aliados.
Retirando submarinos de su centro de adiestramiento y deteniendo las pruebas de dos nuevas unidades, Doenitz fue capaz de reunir una fuerza de 31 buques con la que comenzar las operaciones.
Fuentes e imágenes de La guerra naval en el Atlántico, Editorial Juventud, por Luis de la Sierra, Submarinos, la amenaza secreta, Editorial San Martin, por David Mason.