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 Recordando al Dr. Sans, Médico Inspector de Trasmediterránea 
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Sargento
Sargento

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Nuevo mensaje Recordando al Dr. Sans, Médico Inspector de Trasmediterránea
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Tendría dieciséis o diecisiete años cuando conocí al Dr. Sans. Me lo presentó mi padre una mañana de invierno, diciéndome que había coincidido con él unos meses atrás, en la recepción de una pensión de la Boquería, y acababa de encontrarlo de nuevo esta mañana, cuando ambos bajaban por la pasarela del barco correo procedente de Barcelona.

El personaje rondaba los sesenta y cinco, y era, por decirlo de alguna forma, alguien que emanaba buenas vibraciones a su alrededor; con una forma de vestir discreta pero elegante, don de gentes, labia extremadamente fácil y unos ojillos inteligentes que no habían apagado su chispa con el paso de los años.

Recuerdo que preguntó cuatro cosas sobre mis estudios, me puso una mano sobre el hombro y asentía con una sonrisa al expresarle mis proyectos de estudiar electrónica en Barcelona. Me dijo que se alegraba de conocer a alguien tan joven y con las ideas tan claras (ahora, con el paso de los años, ya no estoy tan seguro de ello). Nos recomendó un excelente colegio universitario de la Bonanova, añadiendo que llegada la ocasión me presentaría personalmente al director, pariente lejano de su difunta esposa.

El doctor Sans hablaba por los codos. En aquel entonces era el Médico Jefe Inspector de Trasmediterránea, y su función consistía en recorrer constantemente todas las líneas de la compañía y velar por el aspecto sanitario de buques, tripulación y pasajeros.
Quedamos en invitarlo a comer. Mi padre, que siempre ha sido buen comerciante, creyó de interés cultivar aquella amistad tan prometedora. A parte de todo lo dicho, el doctor Sans era una persona increíblemente culta que había viajado por casi todo el mundo. De su boca salían apasionantes referencias de la costa de África, del puerto de Dakar, de Malasia, de la Pampa Argentina o de la zona escocesa de Inverness, con una pícara expresión al referirse al monstruo que dicen ronda su profundo lago.

La conversación prosiguió poco después en el excelente restaurante del Club Marítimo. Sobre la mesa iban acumulándose los caparazones de langosta, y sus palabras apagaban el tintinear de botellas de vino de marca que el doctor vaciaba con pasmosa rapidez.

Su vida era de cada vez más apasionante. Fue durante muchos años el médico personal de la acaudalada familia March, y nos describió con pelos y señales a cada uno de sus miembros. Sus descripciones era precisas e indulgentes, como corresponde a alguien que conoce a fondo la naturaleza humana. El viejo Juan March era su ídolo, y admiraba en vida su carácter fuerte y decidido... aunque no pudo ocultar su contrariedad por ciertos rocambolescos episodios ocurridos durante la Segunda Guerra Mundial.

El doctor arqueaba las cejas hacia arriba y se pasaba una mano por su calva brillante y bronceada, bajando después la voz para contarnos algún secreto íntimo que afectaba a aquella importante familia mallorquina... “Y yo le dije al hijo... .. Mira, Juanito... yo te saqué del vientre de tu madre y te di los primeros azotes para que empezaras a llorar... así que no me vengas ahora conque no puedes hacerme este favor... Tú me colocas a zutano en el puesto de director de sucursal de Ibiza, y te dejas de historias...

Boquiabiertos seguíamos todos tras el postre, siguiendo las volutas de humo de su Farias, mientras él levantaba la enésima copa de Martel con la mano derecha y brindaba con generosidad para todos los presentes.

Puestos en materia, mi padre le comentó unas molestias que solía tener en el estómago. Él le miró con profesionalidad el blanco de los ojos y dijo con un gesto: “Tranquilo, Sebastián... que esto no es nada importante... Mira, después nos acercamos al barco, y del botiquín de a bordo te daré unas pastillas... hacen milagros... No te preocupes... ¿Queréis más coñac...?... ¡Camarero...!”

La comida costó un pastón, claro... pero no era cuestión de ir haciéndose el rácano con tan ilustre invitado. Después, fuimos al buque correo, saludamos al capitán (que se dobló como una bisagra ante la presencia del Inspector Jefe), y tras desaparecer ambos por un pasillo lateral del puente de mando, regresaron al poco con el medicamento prometido.

Las últimas palabras del doctor Sans para el marino fueron ordenarle que avisara al capitán de otro buque de la Tras, también amarrado en Mahón, que le preparara un camarote de primera especial, puesto que esta misma noche debería salir para Mallorca.
Después de esto pasaron un par de meses sin saber nada de nuestro amigo. Pero un día llamó por teléfono para informarnos de una interesante oferta. Sabiendo que yo iría pronto a Barcelona para comenzar mis estudios y en agradecimiento a la hospitalidad recibida, nos brindaba la oportunidad de comprar un piso de una Caja de Ahorros, bien situado y casi a precio de saldo. La misma oferta, añadió, la había hecho extensible al capitán del buque correo y al Jefe de Máquinas del mismo, ambos con hijos en la misma situación.

Creo recordar que llegamos a ver dichos pisos; amplios y soleados, en la barriada de Gracia. Después de ello era necesario depositar una fianza de 400.000 pesetas en una cuenta del Banco, que una vez firmados los contratos, se convertiría en el pago definitivo.

Tras cuarenta años de profesión comercial alguna lucecita de alerta se encendió en la mente de mi padre. Llamó a un número de Barcelona que le había facilitado el doctor al conocerle, y entre algunas vacilaciones y extraños silencios, una asustada voz femenina le preguntó finalmente “si llamaban de la policía”. Días más tarde, el dueño de un conocido hotel de Mahón le paró por la calle para decirle que lo había visto en el muelle junto al aludido, y que tuviera cuidado con él. Puesto que solía venir periódicamente a Menorca acompañado por un chico de color, con el que compartía habitación y cama (eso suelen notarlo en los hoteles), y se dedicaba a recorrer los consultorios de la isla diciendo que era médico de una misión en Somalia, y pidiendo medicinas caducadas o aquellas que los facultativos hubieran recibido como muestras de promoción.

Con claras sospechas en la mano nos dirigimos raudos al buque correo y pedimos ser recibidos por el capitán. Éste se indignó al escuchar nuestras palabras, diciendo que éramos unos pueblerinos desconfiados. El Dr. Sans era el Médico Inspector Jefe desde hacía cinco años, amigo personal de muchos capitanes de la naviera. Conocía además a todos los peces gordos, a sus familias, e incluso muchas interioridades de las altas esferas y del Consejo de Administración.
Con su leve acento gallego, casi no nos dejó ni hablar, y después nos despidió a cajas destempladas llamando a un camarero para que nos condujera a la pasarela de salida.

La historia acabó como era de prever. Tanto al capitán como al maquinista el viejo les estafó un buen pellizco por los pisos de Gracia, que en realidad eran sólo de alquiler. El gerente de la pensión de la Boquería desveló un poco más del entramado: tal vez fuera médico, o lo hubiera sido alguna vez, pero lo seguro era que antes de desaparecer debía pequeñas sumas de dinero a todo el personal del establecimiento. Averiguamos que en Menorca y Mallorca también se había largado de varias pensiones sin pagar. Naturalmente, nunca tuvo contacto con los March, ni ocupó cargo alguno en Trasmediterránea, a la que al parecer estafó durante un tiempo viajando a cuerpo de rey, haciéndose pasar por Inspector Jefe... Un detalle que nadie, a causa de su don de gentes, simpatía y desenvueltos ademanes de autoridad, se atrevió nunca a comprobar.

El Dr. Sans, o cómo en realidad se llamase el curioso personaje, seguramente ya ha muerto. Era un superviviente nato, un vividor que se aprovechaba con su verbo de la ilusión o la codicia de los demás, a igual que hacen cada día desde mítines y tribunas otros muchos y respetados personajes.
A nosotros sólo nos pilló una caldereta de langosta. Aderezada, eso sí, por su brillante conversación y el recuerdo de todos los extraños e inalcanzables mundos que pudimos visitar a través de sus palabras. Además, en honor a la verdad, las pastillas que recetó a mi padre resultaron milagrosas para su persistente acidez.

En memoria, si no de la persona, al menos del ingenio de alguien que pasó una vez por este mundo.

Llorens


03 Jun 2010 13:34
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Traducción al español por Huan Manwë para phpbb-es.com