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 Trazando rumbos en Cerdeña - Partes I a VIII (Completo) 
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Sargento
Sargento

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Nuevo mensaje Trazando rumbos en Cerdeña - Partes I a VIII (Completo)
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Este título genérico está formado por ocho escritos que publiqué en la Revista del Club Marítimo de Mahón a partir del invierno de 1998, y que relata la vuelta que con nuestro barco, el Bon Vent (un Daimio 23), acompañados de nuestros amigos del Mar Pla (un Puma 26) dimos a la isla hermana de Cerdeña un par de años atrás.

La idea es ir publicando en el foro cada una de las partes dejando un intervalo entre ellas, para que quienes quieran leerlo no se cansen con la longitud que alcanza el texto completo.





Trazando rumbos en Cerdeña, parte I


Principios de Julio, Cala Teulera, a las 06.00 A.M. E1 sol ha asomado hace poco por detrás de la línea del horizonte, aunque la ligera neblina que flota sobre el mar no nos. permite aún contemplar su difuminada circunferencia.
A estas horas todo está húmedo; el rocío de la noche ha vestido nuestras cubiertas con un manto de diminutos reflejos que tardarán unas horas en secarse. Estibamos un par de objetos sueltos y arrancamos el motor. Mientras, en proa, la cadena del ancla es izada por mi esposa va cayendo lentamente en el foso. A nuestra derecha, vemos cómo un Puma 26 tripulado por una pareja de amigos que van a acompañarnos en este viaje está efectuando la misma maniobra.
Instantes después ambas embarcaciones comienzan a crear una tenue estela que apunta hacia el extremo más oriental del Lazareto, a lo sumo tres nudos de andar. A estas horas nos sentimos adormilados y perezosos; hasta nuestro motor, un pequeño Yanmar diésel, parece querer continuar su descanso interrumpido con brusquedad.
En la bocana del puerto, junto a las boyas que se mueven como enormes tentetiesos, comenzamos a balancearnos rítmicamente. No hay viento pero sabemos que la incómoda mar de fondo, herencia del vendaval de los días pasados, aún permanecerá una jornada sacudiéndonos de lo lindo.

El Bon Vent fondeado en Cala Teulera, junto a la bocana del puerto de Mahón

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Por fin, después de tres días de espera, despedimos la fortaleza de la Mola por nuestra popa. Dos embarcaciones mahonesas se alejan lentamente de Menorca. Por tres semanas dejaremos atrás nuestra isla, nuestro país y nuestra casa, rumbo a otra tierra mayor pero igualmente seductora y hospitalaria, la vecina y desconocida isla de Cerdeña.
Ciento noventa millas marinas nos separan de sus costas. Un día y medio de Mediterráneo. Este pequeño y caprichoso charco que de momento nos ha brindado tres buenas jornadas de su más escogida tramontana veraniega; con crujir de amarras, los coros aullantes de las cuarenta jarcias internacionales fondeadas en cala Teulera y una carta marina arrancada violentamente de mis manos, y que, a estas horas, calculo debe andar volando por los alrededores de Argel. Tres días sufriendo por la incógnita del tiempo, por unos sistemas de información meteorológica que, de forma suave, calificaría como poco conscientes de su responsabilidad: Dos días atrás, cierta cadena de televisión nos dijo que el viento era de gregal de fuerza cinco, pero que calmaría en doce horas. Diferente sentencia emitía el parte telefónico; después de un montón de "piiiips..." y de preguntas formuladas por impersonales voces digitalizadas, añadía: "norte de fuerza siete que virará a gregal moderado en la madrugada". E incluso una emisora de FM local anunciaba ayer al mediodía, en lo más jugoso del vendaval, "nos comunican que en estos momentos está soplando una brisa flojita de poniente". Me pregunto por qué algunos meteorólogos que vegetan sepultados entre la más moderna parafernalia electrónica, no se dignan a abrir las ventanas y observar la realidad.
Nosotros preferimos seguir los consejos de otros patrones y fiamos de la "méteo" francesa, y este hecho no es en absoluto por falta de patriotismo. Dejando a un lado la teoría, los navegantes debemos ser eminentemente prácticos y realistas, nos va la vida en ello; en el mar, lo que sirve, sirve... y lo que no... bueno... mejor arriesgarnos a que nos fastidie únicamente un día de excursión campestre.

Delfines junto a nuestra proa

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Sobre las diez se levanta algo de viento, sigue siendo tramontana pero es mucho más suave y más cálida que en los días pasados. Los dos veleros andan sus buenos seis nudos con un rizo tomado en la mayor y tres cuartos de génova desplegado. Aunque ya es conocido que en esta zona del Mediterráneo y aún con viento moderado, las olas del norte siempre arbolan más de lo razonable, adoptando la forma de enormes moles azules coronadas por penachos de espuma que hacen incómoda la navegación.
A media tarde, el G.P.S. (sistema de navegación por satélite), nos da la situación, que una vez comparada con la estima, marcaremos sobre la carta. Seguimos el camino correcto con un promedio de velocidad de cinco nudos y medio. No está mal para dos veleros con esloras comprendidas entre los veintitrés y veintiséis pies. En este instante suena la radio: nuestros acompañantes acaban de capturar un atún de dos kilos de peso. Se nos hace la boca agua; a la plancha, con salsa verde y aceite de oliva estaría delicioso, ¡qué buen plato para degustar con un vino blanco del Penedes! Lástima que al atardecer no podamos detenernos, abarloar las embarcaciones y disfrutar de una agradable cena en compañía.
A nuestra proa veo tintinear la luz blanca de alcance del Mar Pla. La noche es tranquila. Ha cesado el viento y las olas se han convertido en pequeñas ondulaciones que deshacen en miles de fragmentos la imagen de la luna.
Esta es la segunda guardia, para mí la más cómoda, desde las doce hasta las dos de la madrugada. Y mientras mi mujer duerme en la litera de proa, yo permanezco en la bañera, dando un vistazo de vez en cuando a la negrura impenetrable del horizonte e intentando no perder el hilo de las primeras páginas de una apasionante novela marinera de Patrick O'Brien, ambientada en el puerto de Mahón a principios del siglo pasado.

Trayecto del Bon Vent y el Mar Pla desde Menorca a Cerdeña

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El motor ronronea suavemente en su cubil, bien aislado por tres capas de insonorización construidas a conciencia. Y a mi lado, Guillermo, nuestro incansable piloto automático, dedica su monótona existencia a corregir con pequeños lamentos mecánicos las mínimas desviaciones de la caña. Pienso que se ha ganado con creces el premio al "más abnegado tripulante del Bon Vent", puesto que nunca discute, no bebe ni come, no pide dinero en las escalas ni se queja de las horas extras pasadas al timón.
Un gigantesco carguero ha cruzado nuestra estela a un cuarto de milla por la popa, esparciendo por el aire calmado de la madrugada el sordo latido de sus máquinas. Viene del sur y se dirige a más de quince nudos hacia Marsella o Tolón, habiendo maniobrado claramente para separarse de nuestra derrota. Su visión nos recuerda un enorme castillo encantado en medio del mar. Los barcos de carga actuales han perdido sus antiguas formas, han ganado funcionalidad y arqueo, pero, con el caos de potentes focos que equipan y nuestro propio movimiento con mala mar, hay instantes en que llega a ser difícil distinguir sus luces de navegación, calcular su rumbo aproximado, o adivinar si se acercan peligrosamente a nuestras bordas.

Preferimos andar más despacio, a paso de vela. No tenemos prisa. Las vacaciones han comenzado hace poco y el último parte meteorológico recibido de la estación Navtex de Cros La Garde, no predice ningún temporal en los días venideros
Un nuevo día nace por nuestra proa. Seguimos a motor, con el génova enrollado y la vela mayor cazada al centro. Dos horas después, justo acabado el desayuno, nos alcanza por la aleta una débil brisa de mistral, a lo sumo fuerza tres, que nos permite izar el spinaker y acortar distancias con nuestros compañeros, que en la noche anterior nos han adelantado un par de millas de camino hacia levante.
El tiempo es realmente espléndido, una buena temperatura invita a tomar el sol en cubierta y contemplar con deleite las evoluciones de una gran manada de delfines efectuando increíbles piruetas en el aire y jugando al escondite con el casco de nuestra embarcación.
El viento creciente nos permite rebasar al velero perseguido, que sin balón anda un nudo y medio menos que nosotros, sin embargo, a las tres de la tarde debemos moderar.

Poco viento y navegación con el spy. En proa, Charo, mi mujer.

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En algunos momentos, el piloto automático no puede controlar el rumbo y emite alarmantes pitidos de auxilio. Vamos a un paso casi constante de siete nudos y dando planeos que alcanzan los nueve en las bajadas de ola, y a pesar de que la jarcia del Bon Vent está muy dimensionada para el plano velico que soporta, siempre es bueno hacer nuestra la vieja máxima de: "arriar la vela, la primera vez en que se te ocurre pensarlo". El viento está rolando hacia en norte y reforzándose con el virazón de la tierra próxima. Notamos en la piel la cercanía de la costa. El aire cálido del interior de la isla remonta la atmósfera por su menor densidad, y la brisa marina se dirige hacia tierra para ocupar su lugar. Este fenómeno tira de nosotros hacia Cerdeña en una clara invitación a recalar en sus tranquilas bahías, a navegar otra vez por sus costas casi desiertas, a bañarnos en inmensas playas sin aglomeraciones, sin chiringuitos ni construcciones de aberrante tamaño. Nos invita a encontrar de nuevo a buenos amigos de este lado del mar.

Sobre las cinco de la tarde aparecen tenues sombras en la lejanía. En un principio pensamos que pueden ser solamente nubes engendradas en las altas montañas del centro de la isla. Pero, poco después se concretan sus detalles y aparece ante nuestros ojos la inconfundible silueta de Cabo Caccia, con su faro y sus dos enormes jorobas rocosas que coronan la cima del imponente acantilado.

Aproximándonos a la costa sarda. Enfrente, la punta de Cabo Caccia

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A seis millas de la costa vamos navegando entre boyas de redes de pesca, y cruzamos la derrota de un pescador tripulando un "llaut", que levanta la mano con simpatía al observar nuestra bandera.
Una hora después estamos al pie del sobrecogedor acantilado, junto a la entrada de las cuevas de Neptuno, que abren su boca al mar en este paraje. Arriamos la mayor y ponemos rumbo hacia la antigua torre de defensa de la punta "del Dentol", buscando la segunda calita del denominado Porto Conte, el escenario que el 27 de agosto de 1353 vio librar una cruenta batalla naval entre la flota catalanoaragonesa de Bernat de Cabrera y la genovesa de Grimaldi, y que dio lugar al pleno dominio del reino aragonés sobre la isla de Cerdeña.

El faro de Cabo Caccia, a 183 metros sobre el mar

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Con las últimas luces del día el motor detiene su marcha y el ancla toca fondo en un círculo arenoso circundado por praderas de posidonia. A igual que en nuestra última escala en Menorca, estamos rodeados de embarcaciones a vela de todas las banderas. Nuestros amigos nos reciben con una sonrisa, ellos hace media hora que han llegado y contemplan por primera vez el precioso anfiteatro montañoso que rodea la cala. Esta noche sí cenaremos en compañía.
Mañana, una vez descansados de la travesía, pensamos darnos un buen baño y, si el tiempo lo permite, navegaremos el último tramo de ocho millas que aún nos separan de la evocadora e interesante villa de Alguero.




** Debo hacer notar que el texto se publicó en su día sin fotografías, y por este motivo, las que he usado en esta ocasión corresponden en realidad a distintos viajes realizados a Cerdeña en otros años y por tanto es posible ver entre ellas diferencias por cambios de velas y accesorios que en este tiempo introdujimos en la embarcación. Otras fotografías, principalmente de panorámicas generales son procedentes de distintas fuentes públicas de la red

Un saludo a todos


12 May 2010 20:45
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Nuevo mensaje Re: Trazando rumbos en Cerceña
Maravilloso relato Llorens, no puedo dejar de envidiarte el navegar por el Mediterraneo, a la vista de esos paisajes. vº-bº-


Un saludo

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Secretario Construcciones del Foro.
Insignia en el crucero acorazado: Infanta María Teresa R. O. del 28 de febrero de 2011.
...AL FUEGO !!! Brigadier don Cayetano Valdés


13 May 2010 02:44
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Nuevo mensaje Re: Trazando rumbos en Cerdeña - Partes I a VIII (Completo)
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Trazando Rumbos en Cerdeña - Parte II -

Amigos del otro lado del mar


La mañana está recién estrenada y promete un día típico de verano, con viento en calma y cielo azul. El interior de la cabina eleva su temperatura por momentos, y decido olvidar la pereza que aún me retiene en la litera; sin pensarlo dos veces salgo a través de la escotilla y me lanzo al agua. Al emerger, ya más despejado, contemplo con extrañeza el paisaje que se divisa desde la superficie del mar: no estoy en Menorca, las colinas no son las que bordean el puerto de Addaya, sino las tierras sardas de Porto Conte. Charo, mi mujer, ha salido de la cabina sorprendida por la rapidez de mi acción, y mueve la cabeza con asombro. Me sonríe y dirige después un gesto de interrogación a nuestros amigos del Mar Pla, el Puma 26 que permanece fondeado a nuestro lado. Ellos siempre son más madrugadores, ya se han bañado hace un rato y están tomando el sol: Paula tendida sobre la cubierta de proa, con una revista en la mano, y Ernesto haciendo gala de su hiperactividad habitual, aprovechando el tiempo para engrasar un winche, adujar los cabos o repasar los nudos de la jarcia de labor.

Cala Tramariglio, el segundo entrante de Porto Conte, con la mole de Cabo Caccia al fondo

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La bahía de Porto Conte tiene una longitud de más de tres millas y una anchura de una y media, cerrándose en su parte norte en una colársega de poca sonda y gran extensión. En su ribera oeste hay dos entradas más pequeñas, Cala Bollo, que está urbanizada en su totalidad, y el lugar en donde nos encontramos, Cala Tramariglio, mucho más virgen y tranquila que la anterior. Tomando como referencia nuestra posición, hacia el sur-oeste, podemos contemplar la mole rocosa de Cabo Caccia, de 186 metros de altura, desde cuyo borde cortado a cuchillo, las lentes del faro lanzan cada noche sus destellos a más de treinta millas de las costas de Cerdeña. La gigantesca roca proyecta en estos instantes su sombra sobre el mar azul oscuro, salpicado de pequeñas embarcaciones multicolores que pescan con volantín.

Nuestro fondeadero está abierto hacia el este, y forma un buen refugio contra el fuerte mistral que azota periódicamente estas costas. Por ello es fácil encontrar numerosos veleros de las más diversas procedencias; en esta ocasión la mayoría son franceses, pero también hay algunos italianos, tres ingleses, y el Bon Vent y el Mar Pla como únicos representantes de la flota española. Hacia el fondo de la cala, a unos doscientos metros, hay un pantalán de madera con un cartel que reza “Club Nautico di Cabo Caccia”, al que están amarradas una treintena de embarcaciones locales de pequeña eslora.
En estos instantes una zodiac tripulada por una familia italiana está pasando a nuestro lado, y el patrón, al reconocer nuestra bandera, se levanta bruscamente del asiento para lanzarnos un espontaneo saludo. En Italia es difícil sentirse extraño, la gente es amable y solícita, existe una natural corriente de simpatía entre nuestros pueblos que, a poco de cultivarse, acaba fácilmente en una amistad franca y desinteresada.

La torre aragonesa de Cala Tramariglio

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Al socaire de la paz que reina en este lugar, nos reunimos los cuatro en la bañera del Bon Vent para planificar nuestro próximo paso: la ciudad de Alguero, a ocho millas hacia el sur-este. Pero decidimos tomar las cosas con calma, de momento, nos quedaremos aquí el resto de la mañana y bajaremos con el chinchorro hasta la playa, después, pensamos comer tranquilamente y tras un corto descanso, partiremos con el tiempo necesario para arribar a puerto a buena hora.

A las cuatro y media navegamos a cinco nudos y a poca distancia de la costa, con viento escaso, porque el “embat”, el viento térmico, no ha hecho hoy su aparición. Charo está sentada en el balcón de proa, intentando mirar por debajo de la fluctuante tela del espinaker para distinguir las boyas de entrada. Y la tarde va haciéndose más y más cálida, serenándose con una ligera calima que desdibuja los contornos de los montes lejanos, creando espejismos en las recalentadas rocas de la costa, tiñendo de amarillos y ocres los contrafuertes que formaban antaño las viejas murallas de la ciudad.

El Bon Vent navegando hacia el puerto de Alguero

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Casi en la bocana del puerto, nos recibe un encargado del amarre para guiarnos hasta el lugar asignado. El muelle público ha perdido la gratuidad que ofrecía en años pasados, pero en contrapartida, por poco dinero dispone ahora de guías seguras, agua potable y tomas de electricidad; pensamos que frente al insignificante quebranto económico todo tiene sus ventajas.
Antes de saltar al muelle ya nos espera la primera sorpresa. Veo la cara redonda y sonriente de Mario Galasso. Que levanta los dos brazos y se dirige a grandes zancadas hacia nosotros. Momentos después, nos estrecha las manos con fuerza trituradora. Desde su respetable humanidad se alegra visiblemente de nuestra llegada.

Mario es de Florencia, y lo conocimos cuatro años atrás en Carloforte, un puerto del sur de Cerdeña. Desde el principio congeniamos. Mario tiene un motovelero de diez metros y es experto en arqueología submarina; nos cuenta que está asistiendo a una convención internacional y que, esta mañana, acaba de pronunciar una conferencia sobre un pecio romano que descubrió hace dos años. Saludamos también a Fiorella, su mujer, y debemos alternar la conversación con ellos y con varios transeúntes que al ver nuestra bandera se han parado sobre el muelle. Sin cortarse en lo más mínimo, nos preguntan de donde somos. Uno de ellos contempla los siete metros escasos del Bon Vent y dice con una mueca de desconfianza: “¿Di dove venite con questa piccola barca… di Barcelona?” y su compañero le replica en un explícito alguerés: “No home, no… no veus que son de Balears…” (No hombre, no... no ves que son de Baleares). Pese a la facilidad de comunicación con el italiano, nos hace gracia que también podamos entendernos hablando en nuestra lengua habitual.
El alguerés, a igual que el menorquín, es una variante dialectal del catalán antiguo, y se remonta a la dominación que el reino aragonés ejerció sobre Cerdeña a partir de mediados del siglo trece. Y no solamente nos identificamos con la manera de hablar, sino que hasta las semblanzas físicas son coincidentes con Menorca, puesto que al ser conquistada la ciudad fueron expulsados sus primitivos habitantes pisanos y genoveses, y repoblada íntegramente con gentes procedentes de Cataluña.

Puerto de Alguero, el Puma 26, Mar Pla y su tripulante Paula en el centro de la foto

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El muelle público está situado en la parte vieja, lindando con el bastión Garibaldi. Atravesamos una de las puertas medievales y desembocamos de golpe en la Piazza Civica; es una plaza en forma de trapecio a partir de la cual parten radialmente estrechas callejuelas plagadas de tiendas y restaurantes. El ambiente de verano es muy animado. La ciudad, de unos cuarenta y cinco mil habitantes, es esencialmente turística, famosa por su proximidad a las playas de Fertilia y del conocido Port del Compte. Hay que destacar la gran cantidad de pequeñas joyerías que venden objetos de coral rojo, entre los cuales hay verdaderas obras de arte creadas a partir de trabajos de increíble filigrana.

Tomando la bulliciosa calle Carlo Alberto atravesamos la parte vieja. Entreteniéndonos de vez en cuando ante las nobles fachadas adornadas con escudos medievales que pertenecieron a apellidos como Carcassona, Ferret, Boyl, Olives o Amat. Más tarde llegamos a la plaza de San Franchesco, y allí nos sentamos en una terraza para disfrutar de una cerveza bien fría y una sabrosa pizza “al taglio”. Al rato aparece una cara conocida, la de Toni Martinelli, y poco después Rafael Caria, un conocido escritor y político alguerés. Pasamos un rato muy agradable, nos cuentan sus cosas, les contamos las nuestras; Toni me comunica afectado que Mosén Menunta murió hace unos meses.

Al día siguiente, sentados en un bar de la Piazza del Comune, con nuestro amigo Peppe Collu

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Recuerdo su estampa beatífica, la amabilidad con la que nos recibió en nuestra primera visita a este puerto, cuatro años atrás. Este religioso era premio Sant Jordi de la Generalitat, autor de importantes trabajos sobre historia y lírica algueresa; recuerdo que en mi biblioteca guardo tres ejemplares de sus obras.
Dedicamos el día siguiente al turismo, a conocer un poco esta maravillosa tierra. Comemos en casa de Mario, que ha venido a buscarnos expresamente, y por la tarde visitamos a Pepe Collu, un joyero, viejo conocido de muchos menorquines que han recalado en este puerto. Nos da recuerdos para Kim Pardo, para LLuís Barca, y para los tripulantes del Nexus, a quienes confía volver a ver.

Charo en las murallas de poniente de Alguero, al oeste de la parte Vieja

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Se agotan los días de estancia en Alguero. Cerdeña es una isla inmensa, y nuestra intención es circunnavegarla en su totalidad. Mañana a primera hora pensamos partir, y por ello, esta noche debemos despedirnos de nuestros amigos y del agradable ambiente que aquí se respira.

La torre del Lungomare por la noche, zona de gran animación por sus bares y restaurantes

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A media mañana estamos navegando rumbo norte. Por estribor se destacan los imponentes acantilados calizos que cercan la isla Foradada, muy semejantes a los de la zona de Fornells.
Cerdeña es una tierra montañosa, y buena parte de su costa llega con fuertes pendientes hasta la línea del mar. Alternamos vela y motor, el virazón es bastante irregular y tan pronto nos empuja por la aleta, como debemos cazar las escotas para aprovechar fugaces ceñidas. En varias ocasiones nos gira a fil de roda, obligándonos a plegar completamente el génova y proseguir a motor.
A bordo pocas cosas urgentes quedan por hacer. El piloto automático mantiene el rumbo prefijado, mientras en popa el hilo de un curricán serpentea entre las olas; pero son aguas pobres en pesca; a igual que en nuestra tierra, la sobreexplotación causada por embarcaciones de arrastre, redes de fondo y palangres ha acabado con la abundancia de peces. Las posibles víctimas de nuestros señuelos, los rápidos y voraces túnidos, pasan aquí lejos de la costa y la marcha que llevamos no es adecuada para capturar otras especies de más lento andar.
Más cerca de la costa contemplamos embelesados como una preciosa barca de aparejo latino, de cubierta barnizada y elegantes lanzamientos, inicia a nuestro lado las maniobras de partida: tras saludarnos con una sonrisa, sus tripulantes izan la larga antena, cazan velas y se alejan lentamente hacia el sur.

Una preciosa "espagnoletta" de vela latina, navegando hacia el sur

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Junto a un cabo muy saliente, divisamos una extraña playa de arenas negras. Con los prismáticos, vemos que es en realidad una explotación minera, identificada por el nombre que aparece en la carta, “La Argentiera”, una mina de plomo y plata explotada desde tiempos históricos por todas las culturas que han habitado esta tierra.
A partir de aquí, la costa se aleja de nosotros hacia levante y va haciéndose más y más baja. Las montañas quedan parcialmente a nuestra popa y las puntas alternan una sucesión de playas vírgenes y abiertas, de gran extensión.
A las seis de la tarde, después de navegar treinta y dos millas, alcanzamos el cabo Falcone, situado al final de un istmo en el extremo más nor-occidental de Cerdeña. A partir de este punto tenemos dos opciones: Rodear la isla de Asinara, situada a nuestra amura de babor, o pasar entre ésta y tierra firme, a través de un angosto canal plagado de escollos, conocido como el Paso de Fornelli. No se permite fondear en la isla, convertida desde hace más de un siglo en penal de alta seguridad, y si la volteamos, nos obligará a navegar veinticinco millas adicionales y llegaremos a puerto de noche, lo cual no nos apetece demasiado. Decidimos armarnos de prudencia y atrevernos a cruzar.

Espectacular paso de Fornelli, entre la playa de la Pelousa y la isla de Asinara

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Bajamos las velas y tomamos los prismáticos. Hacia proa, en la costa de la isla, se divisan dos monolitos de cemento encalados. Según las instrucciones del derrotero Waters Pilot, hay que seguir su enfilación con rumbo 71º, y a la vez ir vigilando dos marcas similares que tenemos a un través. En el instante en que estas últimas estén en línea, ya por nuestra aleta, abandonaremos el rumbo inicial y viraremos a este-sur-este, compás a 121º, para alcanzar aguas de más profundidad.

Segunda etapa, entre Alguero y Stintino


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La tarde es tranquila. Ya hemos dejado atrás las peligrosas rocas y ante nosotros se abre una zona de extraordinaria belleza. El ancla desciende hacia un extenso fondo de arena que se trasparenta a través de las cálidas aguas de color turquesa. La llaman La Pelousa, y me recuerda s’Illa den Colóm. Entre nosotros y Asinara hay otro pequeño islote de escasa elevación, con una torre de defensa similar a las de Menorca; y por la parte de tierra firme, una playa larga y estrecha cierra el refugio. Hay poca vegetación y pueden divisarse algunas construcciones rematadas por un hotel que no destaca demasiado sobre el contorno del paisaje. La estampa nos es familiar, y también la tranquilidad. El bullicio de la playa queda lejos de nosotros, y en las riberas de Isola Piana seguimos borneando con el vaivén de las corrientes, disfrutando el resto de la tarde en compañía de otras embarcaciones deportivas.

El Bon Vent y el Mar Pla fondeados a la gira en la Isola Piana, junto al Paso de Fornelli

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Más tarde, con la puesta del sol, doblamos el rompeolas exterior del puerto de Stintino y decidimos fondear a la gira en cuatro metros de agua. El lecho es de roca, y por lo tanto muy seguro, aunque hay que tomar la precaución de hacer firme un orinque en el extremo del ancla, para poder liberarla en caso de enrocar.

La sorpresa es mayúscula… en este pequeño rincón del norte de Cerdeña acabamos de distinguir la silueta de una embarcación conocida: es el velero Ida, el Alisio 9.40 de Biel Seguí, experto navegante y regatista de la flota del Club Marítimo de Mahón. Su mujer, Celi, nos saluda desde la popa con un amplio movimiento de su mano.

Esta noche hemos pasado una estupenda velada en compañía de estos amigos. La barbacoa de los anfitriones ha sido estupenda, y la abundante provisión de vino extraída de los cofres del Mar Pla ha acabado de alegrar el cálido ambiente de risas y amistad. Biel y Celi nos dicen que este año disponen de pocos días de vacaciones, y piensan aprovecharlos para costear la parte sur y sur-este de la isla de Córcega, desde el cabo Feno hasta las cercanías de Porto Vecchio.

Cena a bordo del velero Ida, de nuestros amigos Celi y Biel, que encontramos con gran sorpresa en Stintino

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Más tarde, al regresar a nuestra embarcación, nos topamos con otra sorpresa menos agradable. El sistema receptor Navtex, conectado a la estación meteorológica francesa de Cros La Garde, anuncia para mañana por la tarde vientos de componente norte de fuerza seis a siete, arreciando en las proximidades de las Bocas del Bonifacio. Informa también que cesarán en veinticuatro horas. Sin embargo, está claro que la previsión nos obligará a posponer nuestra salida para Castelsardo y quedar resguardados tras la buena protección que ofrece este lugar.

Sabemos que en verano esta zona es castigada con frecuencia por golpes de mistral, nacidos de la influencia del anticiclón de las Azores sobre el norte de España, y de una profunda depresión casi estacionaria que se forma repentinamente en el golfo de Génova. El temporal puede ser entonces violento y afectar al golfo de León, Menorca, Provenza, Córcega y el norte de Cerdeña. La costa del golfo de Asinara, en cuyo extremo occidental estamos ahora, queda muy abierta y a sotavento, con escasos puertos de refugio, y en estas circunstancias pensamos que no es demasiado prudente arriesgar.

A mal tiempo, buena cara. El viento silba en las jarcias de todas las embarcaciones amarradas en el puerto mientras desembarcamos en tierra. Hemos tenido que utilizar la zodiac de Ernesto, equipada con un pequeño motor fueraborda, puesto que remando no había manera de avanzar contra el fuerte vendaval. Lo malo es que dicho motor es un verdadero engendro del diablo; en primer lugar, nunca sabes si arrancará, y si tras desollarte las manos tirando de la cuerda, por pura compasión llega a hacerlo, aún puede ser peor, porque entonces te fías de él y te olvidas los remos. Poco después ocurrirá lo inevitable, el cabreo y los gritos de cuatro personas subidas a una diminuta balsa inchable, a la deriva a medio trayecto, justo cuando se ha puesto a llover a cántaros o va hacia ellos pitando un enorme yate a motor.

El Porto Vecchio de Stintino, donde aún existen astilleros artesanales

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La villa de Stintino está situada sobre un suave promontorio entre dos pequeños entrantes de mar, y cumple con la típica imagen que podamos tener sobre un pueblo pescador mediterráneo; con casas bajas que forman tres calles límpias y ordenadas, una ermita humilde y cuidada, y la pacífica estampa de muchas personas mayores sentadas en los bancos de la plaza. El puerto viejo, a su izquierda, tiene poco calado y guarda intacto todo el sabor de antaño, de los "llaüts", "spagnoletas" y "gozzos" de vela latina, de un pequeño astillero artesanal que bulle de actividad. Aún huele a brea y madera. Las riberas son suaves, de alga y guijarros entre los que serpentean pequeños mújoles; no tiene muelles, pero a igual que en muchas calas menorquinas, cada pescador ha ido construyendo con esmero su propio pantalán.

El puerto nuevo es más extenso y dispone de estación de combustible y una pequeña marina con servicios, aunque los precios que cobran simplemente por “dejarte flotar” no están al alcance de cualquier economía.
El pueblo fue antaño un importante centro dedicado a la "tonnara", la pesca del atún, pero al ir disminuyendo las capturas, la factoría de conservas tuvo que cerrar y sus habitantes se vieron abocados a las ventajas e inconvenientes que aporta la economía del turismo. Se da la curiosa anécdota que muchos de ellos son descendientes de antiguos presos del penal de Asinara; lo cual no fue óbice para que todas las personas que allí conocimos hicieran gala con nosotros de la mejor cortesía y simpático proceder.
Un día y medio después la mar sigue estando muy movida pero el viento ha virado a norte y amainado considerablemente. El Ida decide partir. Biel piensa exprimir al máximo sus cortas vacaciones. Se despiden con un poco de tristeza y salen de ceñida iniciando un largo bordo hacia Asinara. Desde un promontorio contemplamos la elegante silueta del velero cabeceando entre las olas y perdiéndose hacia el norte. El resto nos lo tomamos con más calma, esperaremos a mañana; con suerte virará a poniente y nos permitirá una buena travesía, aunque no sabemos aún si dirigirnos a Castelsardo, a veintidós millas bordeando la costa de Cerdeña, o navegar directamente las cincuenta y una que nos separan de las aguas francesas del puerto de Bonifacio.

Continuará...


20 May 2010 20:18
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Nuevo mensaje Re: Trazando rumbos en Cerdeña - Partes I a VIII (Completo)
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Trazando Rumbos en Cerceña - Parte III-

Las Bocas del Viento


Las señales de la tierra próxima hace ya rato que se han perfilado en un horizonte difuminado por la bruma. Poco a poco, han ido concretándose en una línea teñida de verde que se separa del gris del mar y va creciendo a medida que las millas caen en la corredera. A estribor distinguimos las sombras del Golfo de Asinara, cuyo extremo occidental hemos abandonado esta mañana. En estos momentos estamos a la altura de Cabo Testa, pero nuestra proa deja de lado la costa sarda y apunta más al norte, hacia el acantilado calizo que disimula la entrada del puerto corso de Bonifacio.
Ha sido una travesía agradable. El viento de poniente de fuerza tres a cuatro nos ha llevado en volandas, permitiéndonos unos buenos andares empujados por los colores listados del spinaker. Desde nuestra salida de la pequeña población italiana de Stintino, el Bon Vent ha efectuado una plácida singladura de cincuenta millas, navegando en conserva con el velero Mar Pla, tripulado por nuestros amigos Ernesto y Paula, que nos acompañan en esta apasionante circunnavegación a la isla de Cerdeña.

Tercer trayecto, entre Stintino y el puerto francés de Bonifacio

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Son casi las siete de la tarde cuando arriamos velas y enfilamos la bocana, debiendo maniobrar para intercalarnos entre dos enormes yates a motor que reducen su marcha para no apurarnos demasiado con sus olas.
La entrada del puerto de Bonifacio es impresionante, aparece de repente tallada en el acantilado, disimulada por la estrechez del paso y señalada únicamente por un pequeño faro nos ha guiado hasta este punto. A partir de aquí, el entrante gira en ángulo recto hacia levante y desvela un refugio natural largo y estrecho que ocupa el final de un escarpado barranco. Por un momento las altas paredes de piedra caliza me recuerdan una imagen de Algendar, en donde el camino y los hortales hubieran sido invadidos de repente por el agua del mar.

Farola de acceso al puerto de Bonifacio

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Entrada del puerto de Bonifacio

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La ciudad de Bonifacio está situada junto al estrecho al que da nombre, en el punto más meridional de Córcega, y constituye una parada obligada al costear la isla hermana de Cerdeña. El estrecho tiene una anchura de ocho millas y es atravesado diariamente por multitud de embarcaciones, incluyendo los ferris que unen este puerto con la villa de Santa Teresa di Galura, en el lado italiano, aunque, según tengo entendido, por motivos ecológicos y de seguridad está prohibida la navegación de petroleros y barcos de gran tonelaje.

Consultamos el derrotero Waters Pilot y decidimos amarrar en La Catena, una pequeña cala situada en el interior del puerto, a poca distancia hacia el norte del muelle destinado a los buques de pasajeros. En esta entrada existe un viejo pantalán flotante que antaño perteneció a una empresa de charter, pero que ahora permanece abandonado. Es un buen lugar para descansar un par de días; es tranquilo, tiene cerca una pequeña playa con un bosquecillo, y la ventaja adicional de que es totalmente gratis, lo cual viene de perlas a unos navegantes deseosos de conocer mundo, pero que sienten no formar parte del llamado “turismo de alto poder adquisitivo”.

Puerto y ciudad de Bonifacio

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Al poco de haber llegado, vemos entrar un barco de figura bastante familiar. Reconocemos al Ida, del que nos separamos hace dos días cuando estábamos fondeados en Stintino. Es una grata sorpresa encontrarnos de nuevo con Biel Seguí y su esposa Celi. Ellos han seguido nuestro mismo camino después de haber visitado la bonita villa costera de Castelsardo, situada en centro del Golfo de Asinara.
Esta tarde, el tranquilo punto de amarre es casi un festival español. Hay tres barcos de esta bandera, cuyos tripulantes inician el turno de duchas al aire libre; se puede contemplar incluso un improvisado corte de pelo por obra de la experta mano de Charo, que nos deja a mí y a Celi, a punto de revista, y hace sonreír a los demás navegantes presentes de este rincón.
Biel se sumerge con una careta de buceo y sale poco después portando un manojo de enormes mejillones. Nos informa que los flotadores del pantalán están llenos de estos sabrosos bivalvos.

Puerto de Bonifacio, con las murallas de la ciudad vieja sobre el promontorio

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Una hora más tarde cenamos todos juntos en la bañera del Mar Pla, saboreando una apetitosa cazuela de mejillones al horno, con pan rayado, ajo finamente cortado y hojas de perejil. El imprevisto ágape realza su sabor con las risas de seis personas en ambiente de vacaciones y por la magia añadida de una botella de excelente vino blanco rescatada de la bodega del Bon Vent.
Sin pretenderlo, somos el centro de todas las miradas, unos belgas que contemplaron la recogida con cara de escepticismo, nos preguntan a qué saben los mejillones preparados de esta forma. Les ofrecemos una muestra y quedan encantados. La mujer regresa a su barco y sale portando una espátula y un cubo de plástico que pone en manos de su marido. Pese al extraño francés que utilizan para expresarse, entendemos que le aconseja permanecer en el agua hasta que no haya conseguido llenarlo hasta el borde.

Biel y Celi nos cuentan cuatro cosas sobre Castelsardo, villa que no tenemos la suerte de conocer.
Este pequeño pueblo de pescadores está situado hacia la mitad del Golfo de Asinara, en una zona en que son escasos los puertos o calas de refugio. La villa fue edificada en la falda de un promontorio rocoso protegido por un castillo genovés. Por este motivo, antiguamente se conocía como Castelgenovese, y representó durante mucho tiempo el principal punto fortificado de las guarniciones de esta ciudad-estado en el norte de Cerdeña.
Nos dicen que es agradable pasear por sus empinadas calles, visitar la catedral que data del siglo once y sentarse a la sombra de una buena pizzería a la hora de comer.
El puerto está abierto a tramontana, pero es un buen refugio contra el viento predominante del nor-oeste. Nos informan también que en la parte nueva hay un largo rompeolas donde es posible amarrar sin cargo alguno.


Adecentándonos un poco después de la travesía. El autor, dando la nota al afeitarse sobre el pantalán con la ayuda de un generador

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Antes de despedirnos para dormir comentamos el estado del tiempo, que es estable y tranquilo, con unos atardeceres dignos de figurar en una postal caribeña. Pero es solamente una sensación engañosa, poco después de entrar en mi cabina puedo leer la última predicción de la méteo francesa, recibida a través del sistema Navtex de teletipo digital: nos alerta de la próxima reactivación de la borrasca del golfo de Génova y del desplazamiento del potente anticiclón de las Azores sobre el oeste de Francia. Las palabras “strong norwesterly flow” y “severe gale” aparecen amenazadoras en la pequeña pantalla del instrumento y nos ponen en guardia para los próximos días. Hoy es martes, y según la previsión, el temporal aparecerá el jueves por la noche, tenemos por lo tanto tiempo suficiente para decidir nuestros movimientos. Después de discutirlo largamente, los patrones del Bon Vent y del Mar Pla pensamos que es más seguro quedarnos en este lugar, a buen resguardo del mistral, que arriesgarnos a proseguir hacia los puertos italianos de la Costa Esmeralda, cuyas bocas están en su mayoría abiertas a vientos del primer y cuarto cuadrante.
El Ida, en cambio, decide partir mañana al mediodía. A Biel le quedan muy pocos días de vacaciones y, si espera en Bonifacio a que pase la tormenta, es muy posible que llegue tarde a Menorca para reincorporarse al trabajo.

Comienza una nueva jornada, nos damos una ducha matinal y todos juntos montamos en la zodiac de Biel para visitar la ciudad de Bonifacio.
El interior del puerto está atestado de embarcaciones de todos los tamaños y banderas, yates de vela y motor cuyos tripulantes inundan las terrazas de los numerosos bares y restaurantes. En el muelle hay mucho tráfico rodado, principalmente coches y motos con matrículas de la Francia continental, llegados seguramente en los ferris de Toulon y Niza a los puertos de Ajaccio y Calvi. Paseando por la zona, es fácil encontrar caras conocidas: una actriz que creo haber visto en alguna teleserie americana, y al famoso roquero inglés Rod Steward, bajando por la pasarela de uno de los enormes yates que casi nos “emparedaron” al entrar.
Bonifacio se extiende ante el visitante en dos niveles distintos: junto al mar, como un seguido de construcciones modernas que bordean los muelles en la zona baja del acantilado, y la parte vieja, la ciudadela fortificada que edificó un rey aragonés sobre el peñasco que cierra el puerto por el lado sur.

Subida a la Ciudad Vieja de Bonifacio por la cuesta que da acceso a la puerta principal

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En una pequeña plaza se inicia una larga escalinata que conduce a la parte alta. Subimos bajo un sol de justicia, atravesando poco después las puertas abovedadas de la ciudad. Las murallas son impresionantes vistas desde cerca, aunque, al parecer, ello no fue suficiente para evitar el asalto del turco Pi-Alí, el mismo personaje que poco después asedió y destruyó la población menorquina de Ciudadela.
El interior ofrece la imagen de una típica población medieval, con callejuelas estrechas que forman un intrincado laberinto de corredores y desembocan el plazuelas y miradores. Hoy es un lugar eminentemente turístico, disfrutado por una legión de veraneantes que buscan una pequeña pausa entre sus largos días de playa y baños de mar.

Calle de Bonifacio, no muy distinta a como era en el siglo XVI

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Al regresar a La Catena, leemos las últimas informaciones del tiempo. Ya se concretan las intensidades previstas del viento, que variará desde fuerza nueve en el cabo Bearn y el Golfo de León, fuerza ocho en Menorca, diez en Córcega y norte de Cerdeña, y localmente once en las Bocas del Bonifacio, a una milla escasa de nuestro refugio actual.
El Ida larga amarras entre despedidas de aquellos que han decidido quedarse. Biel y Celi intentarán llegar hasta Alguero, punto más próximo para saltar después las 185 millas que les separan de casa. Les recomendamos extremar la precaución y quedamos en encontrarnos en Mahón a mediados de Agosto.

Los cañones de la ciudad vieja vigilan las Bocas del Bonifacio, importante ruta de paso de escuadras y corsarios

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Se suceden los partes y los avisos de tormenta, seis el miércoles y nueve el jueves. La pantalla derrama constantemente su texto alertando a todas las embarcaciones. El tiempo actual, en cambio, sigue soleado, dominando las ligeras brisas que no parecen corroborar las predicciones de los meteorólogos. La estación española de Cabo la Nao, de momento no dice nada sobre el temporal en el Golfo de León, anuncia para mañana vientos variables al sur de Baleares y fuerza 4-5 en Menorca... nos parece increíble que en un mundo controlado por satélites y unido por eficaces redes de comunicación, exista tal alegre disparidad.

Son las diez de la noche y hemos acabado de cenar. Yo estoy sobre el muelle hablando con Ángelo, un simpático italiano de la isla de San Antíoco; comentamos lo mismo que todos, expresando nuestras dudas a que la cosa sea tan tremenda como anuncia el parte de Cross la Garde. Hoy ha sido uno de esos días tranquilos en que muchos navegantes se arriesgarían a fondear al atardecer en una playa abierta, a encender su barbacoa y extender una sobremesa entre amigos al son de las notas de una guitarra. La méteo italiana da solamente vientos de fuerza seis para esta zona; la española, desde esta mañana, no ha dicho nada más.

Acantilados calizos de la parte corsa del estrecho

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Charo me llama con urgencia para que salte a bordo. En estos instantes estamos recibiendo un nuevo mensaje de alerta anunciando la “inminente entrada del temporal”, y aconsejando a todas las embarcaciones en ruta que busquen sin dilación el refugio más cercano... Media hora más tarde, la calma de la noche queda rota de repente por el preludio in crescendo de violentas rachas que hacen escorar todos los barcos fondeados en La Catena. Las amarras gimen con el esfuerzo, los cascos se apoyan unos contra otros, sometiendo a las defensas de goma a un esfuerzo difícil de soportar. El mismo pantalán flotante se mueve sensiblemente, dificultando el equilibrio de los que permanecen en guardia sobre él. Tememos incluso que pueda llegar a soltarse, ya que algunas de las cadenas que antaño lo sujetaban, están rotas y cuelgan flácidas sobre el fondo de alga corta.
Comienzan las carreras. En la oscuridad de la noche el belga salta de su bañera con un grueso rollo de cabo para hacerlo firme en una anilla de hierro incrustada en el acantilado. Pascal, un francés que patronea un velero de nueve metros, nos dice que el ancla está garreando y añade defensas en su parte de proa para evitar dañar la borda del Mar Pla. En la cala no hay olas excesivamente grandes, pero las ráfagas nos vienen alternativamente desde el norte y el sur, provocando un vaivén descontrolado, un aullante caos de gemidos metálicos, agudos silbidos y extraños golpes secos que parecen emanar de la piel de un gigantesco tambor. Es difícil hablar, es difícil andar sobre la oscilante superficie de teca, el aire es ahora mucho más frío y nos resulta extraño el pensar que pocos minutos antes estábamos disfrutando de una estrellada y apacible velada de verano.
Es una noche larga y pesada, en la madrugada y pese al cansancio, nadie ha podido pegar ojo. Pensamos con inquietud en dónde estarán nuestros amigos del Ida, esperamos que Biel haya decidido resguardarse en algún puerto sardo en vez de hacer caso a predicciones más benevolentes y atreverse a cruzar hacia Menorca. Debemos saltar varias veces de las literas para ayudarnos entre todos. Un barco a motor con matrícula de Roma ha roto una de sus estachas y ha empotrado su balcón de proa en una vieja barcaza semi-hundida que está abarloada al pantalán más exterior.

A la mañana siguiente, la zona parece un campo de batalla. Contemplo amarras de refuerzo atravesando el pantalán en todas direcciones, alguien con un chinchorro a remos está luchando contra el viento en el centro de la cala, intentando tirar un ancla de respeto, y un velero amarillo de casco de acero que estaba fondeado a la gira, ha ido garreando hasta quedar encallado en la arena, cerca de la playa.
En el cielo se ven grandes nubes lenticulares, estas formas brillantes y redondas que recuerdan platillos volantes, y que son modeladas en ciertas zonas orográficas por vientos de extraordinaria intensidad.

Nubes lenticulares causadas por el viento sobre el cielo de Bonifacio

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Nosotros estamos abarloados tras el pantalán, entre éste y el acantilado. Ayer me pareció una buena idea, hoy no tanto. Si el resto de las cadenas ceden con la presión de la veintena de embarcaciones amarradas, el Bon Vent resultaría aplastado contra las rocas. De todas formas, ahora no es posible moverlo, esperaré a la tarde, cuando el mistral amaine para efectuar el cambio.
A media mañana a parece un gran velero que enfila hacia la cala. Es un barco de bandera americana, del tipo Formosa, de unos diecisiete o dieciocho metros de eslora. Suelta el ancla lejos y muy atravesada, se acerca de popa al muelle... pero el ancla garrea y su costado comienza a caer sobre el resto de los presentes. Intenta de nuevo la maniobra y queda aún peor, golpea y dobla los candeleros de un Arpége amarrado en el extremo, mientras la cadena de éste queda encajada bajo la quilla del americano. El patrón es un señor mayor que parece falto de iniciativas y reflejos, su mujer, más decidida, salta al muelle e intenta empujar la popa de su barco para que éste caiga a sotavento. Nos sumamos al esfuerzo, pero es inútil, la alta borda y las muchas toneladas de desplazamiento siguen ejerciendo demasiada presión. El patrón va dando motor adelante y atrás, sin medida ni control, ignorando los consejos de que pare, ya que está rozando la cadena con la hélice. Sigue insistiendo, el barco da fuertes golpes contra el pantalán. En un descuido su mujer pierde el equilibrio y está a punto de caer al agua, en el angosto espacio comprendido entre casco del Formosa y los flotadores, Charo la agarra con fuerza por los hombros y la salva de una probable desgracia. No podemos más, los ruegos para que detenga el motor se vuelven firmes amenazas, hasta que un criado filipino que traen a bordo, salta a la bañera y lo aparta de los mandos con un brusco ademán.
El patrón insiste con cabezonería en que le ayudemos a abarloar su barco. Le contestamos que no es posible. Dejando aparte que para ello sería necesario mover a todos los demás, no queremos arriesgarnos a que una racha empuje aquella mole sobre el endeble pantalán.

En un momento de tranquilidad, su mujer nos dice que vienen de América, en un viaje de dos años atravesando el Pacífico y el Índico. A la vista de los acontecimientos, pensamos que debe existir algún ángel de la guarda especialmente sufrido como para lograr que hayan llegado al Mediterráneo de una pieza.
Aquella tarde tenemos que hacer frente a un caso similar, un Elan de 52 pies tripulado por una tribu de chicos jóvenes con mucha juerga y nula experiencia, nos pone otra vez en apuros... Ernesto tiene que sumergirse bajo su orza con un cuchillo para liberar un cabo enredado entre la pala y el steg del timón, y yo casi me reviento los pulmones para desenganchar su ancla, que estaba desclavando y arrastrando los fondeos de todos los demás... Se acabó... una vez nos libramos de ellos, decidimos cambiar el Bon Vent de sitio y atravesar el Arpége para que ningún otro dominguero sobrado de metros tenga la tentación de amarrar a nuestro lado.

El sábado, después de recoger nuestra diaria cosecha de mejillones -que vamos a cocinar a la marinera- nos dirigimos a tierra con la zodiac. Podríamos cruzar el puerto hasta el muelle comercial, pero sigue habiendo mucho viento y olas de respetables dimensiones. Por otra parte el motor fueraborda de Ernesto no es en absoluto de fiar. Fiel a la mala intención que demuestran algunos de estos pequeños engendros mecánicos, siempre elige los momentos más comprometidos para detenerse con un suspiro.
Vamos remando hasta la playa y, desde allí, siguiendo un precioso camino bordeado de alcornoques y encinas, en quince minutos alcanzamos la ciudad. Al llegar acudimos a un supermercado para reponer nuestra despensa con algunos alimentos que comenzaban a escasear. Más tarde, paseando por el muelle, conocemos a unos chicos valencianos, tripulantes de un Coronado 35, que están sentados sobre cubierta recosiendo sus velas desgarradas. Explican que lo pasaron muy mal viniendo de Bosa Marina, confiando en un boletín meteorológico italiano que les engañó totalmente sobre la verdadera magnitud del temporal. Añaden que oyeron por la radio como un ketch de veinte metros perdía a un tripulante en plena noche, y que pese a los esfuerzos de las patrullas de rescate marítimo, esta mañana aún no había podido ser localizado.

Pensamos de nuevo en nuestros amigos del Ida, y decidimos llamar por teléfono a Mahón. Sus familiares nos confirman que están resguardados en Alguero. Menos mal... respiramos aliviados. Méteo-France anuncia una sensible mejora a partir del mediodía, con suerte podrán partir esta noche y llegarán a Menorca en la madrugada del lunes.

Poco antes de separarnos del Ida y sus tripulantes, que regresan a Menorca

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El domingo por la tarde es marco de tristes despedidas. Sobre el sufrido pantalán de La Catena se reúnen todas las tripulaciones que han convivido a lo largo de estos días. Alguien aparece con una botella de Calvados, el fuerte aguardiente de Bretaña, Ángelo sirve Malvasía de Cagliari, Pascal descorcha una botella de Filuferru sardo y nosotros rematamos las gargantas ya aturdidas, con el engañoso aroma medicinal de nuestro Gin.
El de San Antíoco proseguirá su vuelta a Cerdeña, aunque en sentido contrario al que lleva el Bon Vent. Pascal y su familia deben iniciar su regreso a Marsella, donde dejarán su barco y tomarán el tren con destino a París. El patrón del velero amarillo ha podido desencallar su quilla de la arena y navegará sin prisas hacia la isla de Elba. Los romanos del barco a motor se quedan veraneando hasta finales de agosto en el cercano archipiélago de La Madalena... y nosotros izaremos velas para cruzar de nuevo hacia aguas italianas, probablemente hacia la punta de Cabo Testa, que pudimos divisar desde las almenas de Bonifacio. Sabemos que allí existe una preciosa y abrigada playa llamada Reparata, nunca mejor nombre para reponernos del paso del mistral.

Continuará...


25 May 2010 12:27
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Nuevo mensaje Re: Trazando rumbos en Cerdeña - Partes I a VIII (Completo)
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Trazando Rumbos en Cerdeña - Parte IV-

La Costa Esmeralda


El paisaje que bordea la carretera de Santa Teresa di Galura es sencillamente impresionante. A diferencia de las formaciones calizas de la cercana Córcega, la constitución geológica del noreste de Cerdeña está definida en su mayor parte por grandes moles de granito modeladas por la erosión, dando lugar a caprichosas formas que nos sugieren mil imágenes conocidas.
Frente a nosotros se dibuja con claridad la figura de una ballena, con las barbas de color más claro y el orificio de respiración en su parte superior; más allá hay un perro, o más bien un lobo, que parece aullar desde la cima de un promontorio; al otro lado del camino, dos rocas imitan la imagen de una pareja de enamorados cogidos de la mano, él con un sombrero de ala corta y ella luciendo una larga melena; y allá abajo, sobresaliendo del verdor de la pradera, destacan un grupo de corderos que parecerían reales si no fuera porque sus sombras de piedra llevan pastando en idéntica posición desde el principio de los tiempos.

Cuarta etapa. Navegación por la Costa Esmeralda, entre Bonifacio y Porto Cervo

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Mientras andamos tranquilamente hacia Cabo Testa contemplamos este inacabable desfile de personajes encantados, y no podemos dejar de pensar en la hierática soledad de nuestra "Penya de s'Indio", que aparece en los folletos turísticos de Menorca como si de una maravilla única se tratase.
Seguimos caminando hasta doblar el recodo y divisar la playa de Reparata, y en el centro de la preciosa concha de arena, las dos pequeñas embarcaciones a vela que bornean con la calma del atardecer; son nuestros queridos Bon Vent y Mar Pla, un Daimio 23 y un Puma 26, que de momento nos han llevado con total seguridad desde las costas de Baleares hasta este rincón del norte de Cerdeña.


Formaciones graníticas en la playa de Reparata, cercana al Cabo Testa

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El impresionante Valle de la Luna, en Capo Testa, que parece representar mil formas de personajes encantados

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La pequeña villa de Santa Teresa, que hemos visitado esta tarde, dista escasamente cuatro kilómetros del lugar en que estamos fondeados, y como todas la poblaciones de la zona, es un antiguo pueblo marinero, de construcción rústica, de estrechas calles muy limpias y cuidadas, y gentes que demuestran la más franca simpatía y amabilidad. Su economía es esencialmente turística. Hace ya muchos años que los bancos de atunes no caen en las almadrabas de sus pescadores, ni los camiones de las compañías conserveras paran cada día en la plaza para recoger las capturas. Hoy su puerto es utilizado por los ferris que cruzan el estrecho de Bonifacio hasta enlazar con el puerto francés del mismo nombre, y hacia el interior de la ría hay también un muelle pesquero y una modesta marina comunal que ofrece los servicios básicos a una veintena de puestos de amarre para transeúntes.

El intenso color turquesa de la playa de Reparata, al este de Capo Testa

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Capo Testa y el delgado istmo que lo une a tierra

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La carretera del faro desciende trazando una curva suave desde una pequeña elevación y continúa por un istmo con una playa a cada lado. La del norte se llama Reparata, y la del sur, más abierta a los elementos, recibe el nombre de La Colba; pudiendo cada navegante elegir como fondeadero la que ofrezca mejor resguardo al viento reinante.
Un cuarto de hora más tarde alcanzamos la ribera. Hemos tenido que regresar andando porque el último autobús partía a las siete de la tarde, y nosotros preferimos pasear un rato más por las animadas calles de la población, y sentarnos después a la sombra de un parque para saborear un suculento "panini di prochiuto e formagio di pécora" (bocadillo de jamón y queso de oveja); dando tiempo además a que el sol bajase de las alturas y calor del retorno fuera más llevadero.

Pueblo de Santa Teresa di Galura

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Puerto de Santa Teresa di Galura, punto de partida de los ferris que van a Bonifacio

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Otro día de verano en tierras italianas. Abandonando el primer punto de recalada en la Costa Esmeralda (aunque ésta, en realidad comienza tras pasar el Capo Ferro, a veinte millas de aquí, el nombre se aplica por extensión, a partir de Bonifacio) las dos embarcaciones menorquinas navegan a seis nudos con buen viento de través hacia el rosario de islas que forman el archipiélago de La Madalena. La zona en que nos encontramos puede considerarse privilegiada respecto al resto de la costa de Cerdeña, que se presenta, en general, bastante recta y con pocas calas y puertos de refugio. En cambio, esta parte aparece salpicada de entrantes y bahías, de pequeñas islas y canales que constituyen el paraíso de los aficionados al mar.

Hacia el norte de nuestra posición divisamos las pequeñas Cavalli y Lavezzi que, a diferencia de las demás, pertenecen al estado francés. Por la amura de babor vemos el trío de islotes de Budelli, Razzoli y Santa María, unidos por una gran extensión de arena, de poca sonda, que crea una infinidad de playas y recovecos, convirtiéndose en el destino preferido de los bañistas de la zona. Frente a nosotros, hacia el este, divisamos la isla de Spargui, de forma casi circular, con un diámetro algo superior a una milla, y tras ella se destacan los farallones más altos de la isla principal, La Madalena, de cuatro millas de longitud, separada por el estrecho Canal de la Moneta, de la más reducida y salvaje Caprera. Por la carta de navegación, sabemos que existe otra isla de pequeño tamaño y situada al sur de estas dos, denominada San Stéfano, aunque en estos momentos permanece oculta a nuestra vista.

Bonita panorámica de la Isola di Cavalli, que por la proximidad con Córcega pertenece a Francia

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Isola di Cavalli, con los chalets mimetizados en el paisaje

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Tras unos instantes de duda, decidimos cambiar el rumbo y dirigirnos primeramente a Cavalli. La distancia es de cinco millas escasas y esperamos llegar antes del mediodía. Del trayecto solo debemos destacar una fuerte zona de corrientes que cruzamos al sur de Lavezzi, con extrañas olas totalmente piramidales, mucho más altas que en los alrededores, y en donde el agua parecía estar en ebullición. En estas condiciones es fácil que la sonda deje de marcar y la inquietud reside en saber si la alteración no esconde un bajo contra el que podamos chocar. Según la carta tenemos profundidad de sobra, y tomando buena nota de la incidencia, proseguimos hacia el norte.

Al acercarnos a la diminuta isla, vemos que está urbanizada en parte, aunque siguiendo las recomendaciones del Consorcio Costa Esmeralda, las construcciones apenas destacan sobre los veriles del terreno, disimulando tejados, terrazas y ventanas entre las enormes rocas y los bosquecillos de tamarindos. Es tal el equilibrio conseguido que, a cierta distancia de la costa, solamente es visible el conjunto de un reducido puerto deportivo en construcción en su parte sur.
Fieles a nuestra idea de navegar, preferimos resguardarnos en una playa casi virgen, de aguas transparentes situada al norte. Por la tarde bajamos a tierra y recorremos con calma el kilómetro y medio de extensión. Un detalle nos llama enseguida la atención: todos los coches que circulan entre los diferentes núcleos de casas son de propulsión eléctrica, parecidos a los utilizados en campos de golf. También cruzamos una pista de aterrizaje para avionetas cuya cabecera acaba junto a la tapia del jardín de un lujoso chalet.

Aquella tarde recibimos la visita de una lancha de la gendarmería francesa, cuyos integrantes nos piden los documentos de identidad y los papeles de la embarcación. Los dos agentes que han subido a bordo se reparten a la perfección los típicos papeles de "hombre simpático y hombre duro": algo grueso, dicharachero y agradable el uno, y seco con cara de palo el otro. Este último no cesa de mirarnos como si enfrente, en vez de un matrimonio de pacíficos menorquines, tuviera a "Bonnie and Clyde", insistiendo en una retahíla de preguntas inverosímiles que procuramos contestar sin manifestarle las ironías que su actitud comienza a merecerse. Mientras mantenemos nuestra mejor sonrisa de inocencia, el celoso guardián de la ley sigue haciendo ostentosos gestos con la boca y mostrando su extrañeza (no conseguimos entender el porqué) ante nuestra presencia en aquella zona.
El otro intenta que no nos sintamos tan incómodos con tan absurdo interrogatorio, nos dice que le encanta España, el sol y la paella, le invitamos a una cerveza, que acepta tras débiles negativas. Su compañero, en cambio, revisa minuciosamente por cuarta vez la Licencia de Navegación. Supongo que el librito de tapas verdes debe resultarle tremendamente sospechoso, ya que, salvo por los datos de la primera página y algún solitario cuño presente en las interiores, el resto solamente es un seguido de hojas en blanco.

Hemos dormido sin demasiado balanceo. El recuerdo del fuerte mistral que padecimos la semana pasada ha dado lugar a días de tiempo tranquilo y viento suave. A media mañana se levanta el virazón, y aprovechamos para levar anclas y dirigirnos a Budelli.
Una hora más tarde, el Mar Pla de Ernesto y Paula seguido a poca distancia por el Bon Vent cruzan por el paso de poniente y las tripulaciones descubren la preciosa bahía que delimitan las tres islas. Hay bastantes yates a motor y veleros resguardados, uno de ellos es un First 28, habitado por dos chicos catalanes con aspecto de robinsones de los Mares del Sur. De igual forma, el barco presenta un aspecto acorde con sus tripulantes, algo deslucido y con señales de un mantenimiento poco escrupuloso de sus elementos principales. Tras invitarnos a subir a bordo, nos dicen, sin mucha convicción, que creen llevar dos o tres meses navegando por esta parte del Mediterráneo. El más alto tiene una expresión alejada y soñadora, habla con largas pausas, filosofando sobre la tranquilidad mental que evoca el color turquesa que nos rodea. Enciende un cigarrillo liado a mano que comparte con su compañero y, envuelto por las volutas de un espeso humo que huele a cualquier cosa menos a tabaco, sigue exponiendo su especial concepción de la vida. Creo que, en el fondo, estamos bastante de acuerdo con ellos. La vida se ha vuelto demasiado artificial y competitiva, alejada de aquellas cosas que deberían ser realmente importantes, como apreciar el valor de la amistad y dejar un poco de lado las quimeras consumistas para valorar aquellas cosas que tenemos más a mano; hacer una pausa para saborear el paso de un tiempo que, a partir de los cuarenta, parece transcurrir demasiado rápido, y que nunca va a volver.

El precioso fondeadero de Budelli, enmarcado por esta isla y las de Razzoli y Santa María

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Sí, decididamente estamos de acuerdo con estos chicos, aunque, por nuestra parte, preferimos mantener los pies en el suelo; tal vez, si estuviéramos condenados a habitar en una gran ciudad, ya habríamos tomado la decisión de romper con todo y seguir otros caminos; pero nos gusta Menorca, la isla en que tenemos la suerte de vivir, nos gustan sus gentes y su ritmo de vida, y si en algún momento nos sentimos agobiados por aquellos cambios que ha deparado el progreso... bueno, para ello tenemos un velero que permite periódicas evasiones hacia tierras y costumbres más allá del horizonte.
Tras este corto paréntesis interiorista, debo relatar un par de hechos que sombrearon un poco la imagen del lugar, pero que sólo son un fiel reflejo de lo que puede ocurrir en cualquier parte cuando a la saturación del verano se suman personas a las que, con independencia del dinero o los títulos que posean, no se debería permitirles navegar.

El primero ocurre al poco de llegar. Una barcaza cargada de turistas fondea a nuestro lado, pero resulta evidente que lo ha hecho tan cerca, que al más pequeño cambio de la dirección del viento chocará contra nosotros. Aparte de la molestia producida por la algarabía y salpicones de setenta personas bebiendo cerveza, gritando y echándose de bruces al mar, la brisa va rolando hasta que la escalera de popa de la barca cae exactamente sobre la bañera del Mar Pla, pudiendo los turistas bajarse a estrechar la mano de Paula sin mojarse ni los pies. Ernesto le hace un gesto con la mano al patrón, como diciéndole que haga el favor de cambiar de sitio, ya que sobra espacio alrededor. El fulano (perdonen ustedes la expresión, pero no se le puede llamar de otra forma), contesta con una rápida frase pronunciada entre dientes, acompañada por un gesto mezcla de soberbia y de fastidio, como diciendo que él está trabajando, y está en su casa, así que si no nos gusta, nos larguemos a otro sitio.

Ernesto, sin querer causar conflictos, levanta el ancla y se desplaza unos cien hacia metros a babor. Pues bien, cinco minutos después aparece una enorme lancha a motor, que acercándose a favor del viento, echa su ancla exactamente sobre la de mi compañero, abatiendo como es previsible y a gran velocidad sobre la proa del Puma 26. El patrón, al darse cuenta del error, y sin parar la arrancada de la embarcación, no se le ocurre otra cosa que pulsar el botón del gigre eléctrico para levantar de nuevo su fondeo; y después, sin comprobar que su ancla esté libre, da un repentino golpe de gas a los ruidosos motores. El caso es que ha enganchado la cadena del Mar Pla y lo está arrastrando a más de diez nudos de velocidad, haciendo que los dos cascos choquen con una violencia que hace crujir la fibra de vidrio de los costados. Ernesto sale de la bañera de un salto y empuja con todas sus fuerzas, lesionándose la espalda con el esfuerzo, pero el patrón de la lancha, enhiesto sobre la poltrona de su "fly-britge", la barbilla recta y la vista al frente, parece no haberse dado cuenta que arrastra abarloado un velero de tres toneladas y prosigue una cincuentena de metros antes de parar.

Después, contemplaremos como el mismo patrón intentará fondear tres veces más en las cercanías, pero en cada una de ellas lanza el ancla a plomo, amontonando sobre ella una treintena de metros de cadena antes de dar atrás. El ancla, una mala imitación del tipo Danfort, que está visiblemente doblada y parece demasiado pequeña para el enorme yate, queda encepada y no consigue agarrarse al excelente fondo de arena. En el último intento garreará sobre una zodiac con cuatro chicas tomando el sol, y al maniobrar para evitarlo, entre los gritos de histerismo de las asustadas bañistas, del propio patrón y de su séquito de engalanados acompañantes, acabará por "comerse" con las colas un trozo de escollo de la ribera de Razzoli.
Tras esta entretenida demostración, recoge de nuevo su cadena, nos da la espalda y se aleja entre una humareda y toda velocidad hacia alguna playa del sur donde el fondeo resulte más agradecido.
Frente a estos hechos sobran los comentarios. Solamente decir que aquí cabemos todos, todas las concepciones, todas las formas de disfrutar del mar... salvo la evidente falta de competencia, o aquellos que no han aprendido a respetar a los demás.

Después de comer y darnos un baño tranquilizador, izamos velas para proseguir nuestro viaje. A proa, tenemos la parte norte de La Madalena, que alcanzamos a las cinco de la tarde. Una ventaja de esta zona es que las distancias son muy cortas; podemos tomar el sol en una playa inmaculada y poco después amarrar en el puerto de la isla vecina, o alcanzar la costa sarda y dejar el barco a cargo de la seguridad de una marina para adentrarnos a hacia el interior.
Rodeamos la isla por su parte norte, poniendo especial atención a los escollos existentes entre el islote Barettini y la Punta Marginetto. Tras doblarla quedamos sin viento, arrancamos los diesels y descubrimos dos calas escondidas entre pronunciadas colinas de piedra marrón. La segunda, que nos atrae más por no estar tan saturada de construcciones, es una playa popular denominada Spalmatore, situada al final de un pequeño barranco con un torrente a su izquierda. Sobre la arena hay un chiringuito que nos permitirá el placer de saborear alguna bebida fresca con el aperitivo. También observamos como un autobús de línea se detiene periódicamente en una parada situada junto a un farallón.
Tras fondear con dos anclas (por si en la madrugada se levantara viento de gregal), dedico un rato a bucear junto a las cadenas de las embarcaciones. He descubierto que cada vez que fondeamos aparecen platijas que se dedican a comer los minúsculos organismos puestos al descubierto por las cadenas y el ancla. Armado de un fusil submarino de caña corta, en media hora capturo una veintena de esto deliciosos peces... que pasarán a engrosar la cena de esta noche.


Cala Spalmatore, al norte de La Madalena

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Increíbles formas de las rocas de Spalmatore

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Una vez el sol se ha ocultado hacia poniente, en la tranquilidad de la tarde observo las alturas de la ensenada, en donde siguen destacándose rocas de asombrosas figuras de caras y animales. Hay tantas que mi mujer bautiza este sitio como "La Cala de los Espíritus", y yo tomo papel y lápiz para fijar algunos de los personajes que nos rodean. De aquí salen los Espíritus de la Tierra, como un gigante pétreo que lanza un lamento hacia el cielo, el Espíritu del Hombre, mezcla de fenicio y conquistador, el Espíritu del Bosque, con la cara de un oso con las fauces abiertas, y el Espíritu del Mar, en forma de escórpora que mira de reojo a su alrededor.

Dibujos realizados por el autor inspirados en las formaciones de Cala Spalmatore, rebautizada por Charo como "La Cala de los Espíritus"

El Espíritu de la Tierra

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El Espíritu del Hombre

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El Espíritu del Bosque

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El Espíritu del Mar

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A la mañana siguiente tomamos el autobús, que en quince escasos minutos nos ofrece un recorrido turístico por la isla, hasta finalizar su trayecto en la población de La Madalena. Hace mucho calor, es un día terriblemente tórrido y en las estrechas callejuelas vamos saltando de una a otra acera para aprovechar los retazos de sombra. La mayoría de sus dos mil quinientos habitantes permanecen encerrados entre las frescas paredes de sus casas, ocultos tras las persianas semicerradas, esperando que el atardecer les permita sacar las sillas a la calle y reiniciar la vida social.

Junto a la parada hay un supermercado con todo tipo de productos que podamos necesitar, y en la calles laterales es posible encontrar pequeños restaurantes donde saciar con cualquier especialidad italiana el creciente gusanillo del mediodía.
Dos horas después regresamos a la plaza lindante con el puerto para esperar de nuevo el autobús, y nos sentamos a la sombra de un gran monolito dedicado a la memoria de un personaje histórico. Allí circula una brisa más suave y cuesta menos respirar. Poco después descubrimos que estamos cobijados bajo las barbas del mismísimo Giuseppe Garibaldi, uno de los principales artífices de la reunificación de Italia. Recuerdo haber leído que a mediados del siglo pasado Garibaldi se sumó al proyecto unionista del rey piamontés Victor Manuel II y reunió en Génova un ejército popular. Poco después arrebataba Sicília, Nápoles y todo el sur de la península al absolutista Francisco II, rey de las Dos Sicílias. Averiguamos también que el llamado Libertador vivió muchos años en la vecina isla de Caprera, donde murió en 1882. Su casa, convertida en un museo, es hoy en día un lugar de peregrinación.

Población a orillas de Cala Gavetta, el puerto viejo de La Madalena, con el monolito en memoria de Giuseppe Garibaldi

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Desde el puerto de La Madalena, conocido como Cala Gavetta, la isla de Caprera se extiende a la vista de norte a sur, mostrando un terreno con una pendiente bastante acusada, que llega a convertir la suave ribera, más cercana a nosotros, en una sucesión de altos acantilados que miran hacia el este. El canal entre las dos islas tiene una anchura de media milla y está plagado de calitas y fondeaderos, pero en caso de navegarlo es necesario extremar la precaución para evitar los numerosos escollos y bajíos de arena que esconden sus quietas aguas. De todas maneras, no podremos atravesarlo para proseguir hacia el sur. Frente a la población donde nos encontramos, hay un puente que comunica las dos islas, cuya luz, de unos cinco metros, solamente permite el paso de embarcaciones a motor de pequeño porte.

Carretera y puente que comunica La Madalena con la Isola di Caprera

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La casa de Garibaldi en la Isola di Caprera

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Por la tarde abandonamos la cala de Spalmatore y rodeamos la isla hacia poniente, bajo la sombra de montaña denominada La Guardia dei Turqui. Contemplamos después las pequeñas calas del Stagno Torto y la de Los Franceses, donde pueden verse numerosas embarcaciones fondeadas y gentes tomando el sol. Atravesamos el canal con la vecina Spargi, y desde Punta Corsara solamente dos millas nos separan de la entrada de Porto Pozzo, situado de nuevo en la costa de Cerdeña.

La primera impresión me recuerda el puerto de Fornells. El entrante tiene forma casi rectangular, con una profundidad de tres kilómetros y medio, por una anchura unos cuatrocientos metros. Su boca está abierta al norte y casi todo su perímetro esta cubierto por pinares y bosque bajo. Las construcciones son escasas y de altura moderada, siguiendo la escrupulosa tónica de respeto con la naturaleza que observamos en esta parte de Cerdeña.
Proseguimos a vela, con una suave empopada que nos brinda tres nudos de andar. El silencio es casi perfecto, modulado solamente por el murmullo del agua contra la roda del Bon Vent. Y mientras Charo continúa al timón, la neblina de la tarde sigue difuminando las bajas riberas, tiñendo de reflejos verdes y dorados esta tranquila tarde de julio.
Poco después plegamos el foque, una trasluchada seguida de un rápido viraje a ceñida, cazamos la mayor y, cara a viento, la arriamos en un suspiro. Allí, al final del puerto, damos fondo con cuatro metros de agua sobre un lecho de algas cortas, cuyo mediocre agarre será necesario controlar de vez en cuando.

Encontramos dos barcos más de bandera española que resultan ser de Barcelona. Son varias parejas en período de vacaciones, gente que trabaja en una oficina todo el año, soñando con el momento de zarpar. Tras intercambiar las primeras frases, nos damos cuenta de que son personas cultas y simpáticas, amantes del mar y de la vida sencilla pero muy lejos de las veleidades existencialistas de los trotamundos que conocimos en Budelli. Charlamos un rato sobre barcos y travesías, y nos aconsejan que, si bajamos a tierra, vayamos a cenar a la pizzería de la playa.
Decidimos seguir su consejo. Nos damos una ducha en la bañera, pese a la fresca brisa que sopla a primeras horas de la noche. Después, nos montamos todos en la zodiac de Ernesto y bajamos a tierra.

Tranquila estampa de Porto Pozzo

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La bella playa de Liscia, situada al este de Porto Pozzo

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El pueblo en sí tiene poca consistencia. Hay dos casas juntas por aquí y tres más desperdigadas a cien metros de las primeras. Una solitaria plaza junto a una ermita cerrada a cal y canto, y la inevitable tienda familiar surtida con los alimentos más comunes, pero con una inusual cantidad y variedad de cervezas (contamos más de cuarenta marcas distintas).

La pizzería ha resultado excelente, tenían razón los chicos catalanes. El camarero muy italiano y muy amable (sobre todo con las chicas), se mostró bastante interesado por saber de donde veníamos; aunque al decirle "de Menorca", nos contestó: ¡ Ah... Mallorca, bella isola... s'Arenal, Can Pastilla!, y al precisar que la nuestra era otra isla más pequeña y más tranquila situada al noreste, se perdió completamente y ya nos colocaba en el Atlántico a la altura de Canarias.

El regreso a los barcos transcurrió como siempre desde que partimos de Mahón, un esperanzador minuto de motor y, tras una serie de estornudos, el pequeño fueraborda de Ernesto se para y nos deja tirados en medio de una total oscuridad, chocando contra pequeños escollos que sobresalen a nuestro alrededor como una manada de morsas. Intentamos remar pero el viento contrario es demasiado fuerte y no conseguimos avanzar... ya nos hacíamos a la idea de tener que pedirle al "pizzero" permiso para dormir sobre los bancos su terraza, cuando un chico de una embarcación a motor que había fondeado a nuestro lado se da cuenta del apuro y nos lanza un cabo. Así, a remolque, riéndonos del incidente, pero mojados hasta la médula, llegamos finalmente a nuestro destino.

Al día siguiente amanece sin viento. Por la mañana navegamos a motor siguiendo la costa hacia levante, visitando las calas de Liscia y Porto Puddu (al que algunos derroteros se refieren como Porto Pollo). Liscia es una bahía de unos dos kilómetros de anchura, que ofrece un buen refugio en su parte derecha, con fondo arenoso de unos tres metros de agua. Aunque pensamos que con viento del norte puede resultar poco confortable. Porto Pollo aparece a continuación, a quince minutos de la anterior. Al final del entrante hay una playa protegida por un islote, con fondos de arena y roca de unos diez o quince metros de profundidad. Con vientos del oeste sería una buena precaución lanzar una segunda ancla, pues el derrotero dice que son frecuentes las rachas. Al norte del punto de fondeo hay algunos hoteles, no obstante, no invaden la zona de playa situada al sur.

Al proseguir, tomamos nota de dos escollos señalizados que se levantan en medio del canal. El siguiente puerto que encontramos se llama Palau, y viendo que es un pueblo de respetables dimensiones, estamos tentados de entrar. Pero el único lugar de fondeo está muy abierto y los muelles están atestados de embarcaciones. También resulta incómodo el constante oleaje causado por los ferris que enlazan con La Madalena; por ello, tras un intercambio de frases por radio, decidimos remontar por la costa de la Isla de San Stéfano y arrumbar hacia el Cabo d'Orso, en cuya cima destaca la forma de un gigantesco oso de piedra que aparece repetidamente en las postales turísticas de Cerdeña.

La figura de El Orso, visible desde gran distancia por estar situado a considerable altura sobre el cabo del mismo nombre

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La isla de San Stéfano es una base militar de la OTAN, con una parte en la que está prohibida la navegación deportiva. Frente a nosotros podemos contemplar varios grandes barcos de guerra fondeados y un trasiego constante de barcazas que descargan en los muelles lo que, visto con prismáticos, parecen pilas pertrechos, vehículos y cajas de munición.

Una hora y media más tarde hemos doblado la Punta Rossa y navegamos dando bordos rumbo al norte, siguiendo la escarpada y solitaria costa de Caprera que nos lleva a alcanzar el redoso de Cala Coticcio. Ahora entiendo porqué en los derroteros náuticos se le ha dado a este lugar el apelativo de "Bahía Tahití". Aunque no hay palmeras ni cocoteros, la diminuta playa y el conjunto de enormes rocas que la circundan, crean un rincón de extraordinaria belleza. La tarde está avanzada y los bañistas de día ya han abandonado el lugar. El color es de un azul profundo que va clareando hacia la ribera hasta rivalizar con el azul del cielo. Por un palmo escaso el Bon Vent puede sobrepasar un bajío y fondear en el interior de la rada, tomando la precaución de lanzar un cabo a tierra para evitar bornear con la corriente.

La pequeña y preciosa Cala Coticcio, también llamada "Bahía Tahití", en la costa de levante de Caprera

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Imágenes del Bon Vent fondeado en el interior de la cala, con sólo 1,5 metros de agua y 10 cm. bajo la orza

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Desde aquí no podremos contemplar la puesta del sol, ya que éste se ocultará dentro de poco tras los altos acantilados de la isla, pero la paz de este remanso es difícil de describir. Las rocas siguen la tónica de toda la región, imitando a las más fantásticas figuras que cambian su expresión al avanzar el juego de luces y sombras. Es uno de esos lugares que siempre recordaremos al hablar de viajes y singladuras. La inolvidable estancia en Cala Coticcio se complementará con una cena de gala en la bañera del Bon Vent, con mantel del hilo blanco y velitas. Sobre la mesa hay vino tinto de reserva, salmón ahumado, patés y una pequeña tabla de excelentes quesos. Disfrutamos de la velada en compañía de buenos amigos, y para finalizar, un baño a media noche, a la luz de la luna, con nuestros cuerpos iluminados mágicamente por la fosforescencia del mar.

Por la mañana desayunamos con unos manjares bastante insólitos: tostadas de mantequilla con tiras de erizo de mar y tomates de mar fritos. Ya saben, aquellas bolas rojas que viven sujetas a las rocas de la ribera, justo en el nivel que alcanza el vaivén de las olas. Rebozados con harina y bien fritos en aceite, aseguro sin temor a equivocarme que son una de las delicias que todo navegante debe saborear.

Muy a pesar nuestro debemos abandonar este refugio. Están comenzando a llegar embarcaciones, la mayoría del tipo inchable, aunque también hay un buen número de elegantes Riva de madera barnizada que han acudido desde Porto Cervo portando a los típicos representantes de la jet-set. Los tripulantes de una motora fondeada en el exterior ya nos han advertido que zarpemos ahora que podemos salir, puesto que dentro de poco tiempo toda la cala quedará bloqueada por los centenares de personas que acuden diariamente a bañarse.
Pese al riesgo de parecer exagerado, debo decir que en la media hora que tardamos en zarpar se fueron acumulando tal cantidad de barcas, que tuvimos que salir empujando con el bichero y pidiendo permiso con una sonrisa. Diez minutos más, y habríamos tenido que quedarnos hasta la tarde.

Hemos llegado a Capo Ferro después de una agotadora ceñida con viento duro de levante. El anemómetro marca una media de veinticinco a veintiocho nudos, y al Bon Vent, con un rizo en la vela mayor y tres cuartos de un génova demasiado embolsado, le cuesta bastante remontar. El Mar Pla es mejor ceñidor. Con unas velas mas planas y orza profunda, consigue un buen ángulo que le permite efectuar menos bordos.
La idea inicial de visitar el Golfo de Arzachena, no fue demasiado acertada. Arrumbando directamente desde Cala Coticcio habríamos tenido un excelente través hasta llegar a Porto Cervo. Ahora, después de haber bajado inútilmente hasta la costa sarda y haber cambiado la idea inicial sin haber llegado a nuestro destino, debemos remontar con un incómodo viento de cara que produce constantes rociones.

Un barco de guerra sale en estos momentos hacia mar abierto. Sus olas nos alcanzan por la aleta, y debido a que la escora nos deja poco francobordo, inundan la bañera del Bon Vent con media tonelada de agua.
A una milla hacia el sur-este del cabo encontramos finalmente Porto Cervo. Éste es, sin duda, uno de los puertos más elitistas y con mayor "glamour" del Mediterráneo. Su construcción comenzó a mediados de los años sesenta, fruto del acuerdo a que llegaron el Aga Khan y seis importantes propietarios de la región. El consorcio así formado atrajo multimillonarias inversiones de todo el mundo, creando una red de infraestructuras y definiendo un código de construcción en el que prima el buen gusto y el respeto por el medio ambiente.

Panorámica de Porto Cervo, lugar emblemático de potentados y figuras de la jet-set

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Las chicas del Bon Vent y del Mar Pla certificando que "estuvimos aquí"

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El puerto ocupa una resguardada ensenada natural que se divide en dos brazos, uno de ellos está encarado con la bocana, que mira al nor-este, con una playa al fondo, y el otro, donde estaba emplazado originalmente el pueblecito y el muelle de pescadores, forma ángulo recto con el primero y acaba en una ría de poca anchura y profundidad.

En Porto Cervo todo está pensado para dar una imagen de calidad y armonía, hasta las mismas villas de la ladera, que se adivinan como auténticos palacios, mantienen el aspecto exterior lejos de la ostentación. Hay grandes espacios ajardinados de uso público, una playa de cuidadas arenas, ausencia de ruidos y músicas estridentes en la calle, y toda la tranquilidad y seguridad exigida por visitantes y residentes habituales.
Tal vez, el único detalle evidente sobre el elevado nivel de vida de este rincón, sea el número de enormes yates a motor amarrados en el Porto Vecchio. Algunos de ellos medirán ochenta o cien metros de eslora, con cuatro cubiertas iluminadas, grandes lanchas y helicópteros estibados en plataformas, y todo el lujo que nosotros, simples mortales, sólo podemos llegar a soñar.

Hay también una marina de reciente construcción, que ofrece amarre y todos los servicios imaginables (incluyendo peluquería canina), aunque, según nos contaron unos mallorquines que conocimos hace un año en Alguero, el coste de amarrar una sola noche permanece también más allá de toda imaginación.
Con todo, pese a la imagen de lujo y alto estanding, este puerto dispone de una amplia zona balizada y destinada al fondeo, el cual es totalmente libre y gratuito. Con buen lecho de arena, y la ventaja de estar situado a pocos metros de una acogedora playa que todo el mundo puede disfrutar.
Restaurantes los hay para todos los gustos, así como supermercados y tiendas de náutica, con precios que no difieren demasiado con los del puerto de Mahón. El conjunto de Porto Cervo permite una estancia agradable, y representa una escala que no puede faltar en la derrota de cualquier embarcación que costee la isla de Cerdeña.


Continuará


28 May 2010 14:01
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Nuevo mensaje Re: Trazando rumbos en Cerdeña - Partes I a VIII (Completo)
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Trazando Rumbos en Cerdeña - Parte V-
Buscando el Sur


En una veterana carta marina de bordes desgastados extendida sobre la mesa del Bon Vent aparecen señalados en lápiz nombres como Porto Cervo, Liccia o la Cala di Volpe. Una tenue línea gris une estos nombres sobre el papel, cruza a poniente de los islotes de Poveri, Soffi y Mortorio, sigue después descendente a través del Golfo de Congiamus y se extiende a continuación horizontal hacia el este, hacia el visible promontorio de Cabo Figari.
Las líneas dibujadas sobre esta carta no son simples marcas de ruta y posición, son la prueba de las singladuras efectuadas por dos veleros menorquines en su derrota alrededor de la isla de Cerdeña.
Contemplando estos nombres, los recuerdos evocados se vuelven reales, oímos de nuevo el ruido del mar al deslizarse por los costados de nuestra embarcación. Sobre las cabezas, las velas siguen desplegadas al viento, notamos en nuestros cuerpos el efecto de una ligera escora y de las olas cortas de bolina que nos alcanzan desde mar abierto. En medio de un manto azul navegan en las primeras horas de la tarde el Mar Pla y el Bon Vent, después de haber visitado las ciudades de Alguero e Stintino, el puerto francés de Bonifacio, los bellos y escondidos rincones del archipiélago de La Madalena, y las riberas de la elitista Costa Esmeralda.

Quinta etapa. Bajando por el levante de Cerdeña
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Hemos pasado de largo Porto Rotondo, situado entre Cugnana y Marinella, entre otras cosas porque es un puerto deportivo que sólo tendría interés para nosotros en caso de necesitar agua y gasoil, y en estos momentos, ambos depósitos están suficientemente llenos para proseguir sin problemas hacia el sur. Después de doblar el cabo Figari costeamos el Golfo de Aranci, situado a unas cinco millas al norte de la bahía de Olbia, y desde el mar contemplamos la pequeña dársena de atraque de los ferris que unen Cerdeña con Civitavecchia, puerto donde Roma se comunica con el mar. Proseguimos hasta dejar atrás la bocana del puerto de Olbia, un entrante de tres millas de longitud con un estrecho canal de acceso rodeado de bajíos de alga y escollos. Este puerto, pese a su gran espejo de aguas, tiene el problema de su poca sonda, debiendo los buques circular por canales dragados y balizados para no correr el riesgo de encallar. Ésta es una zona costera que el derrotero del Instituto Hidrográfico de la Marina calificaría como "sucia", y no es que haya contaminación, aguas turbias o detritos en sus aguas, es simplemente el adjetivo que se utiliza para referirse una ribera quebrada, plagada de bajos y peligrosas rocas que pueden dificultar la navegación. De hecho, yo no aconsejaría una travesía nocturna por estas aguas. A diferencia de la Costa Esmeralda, cuyas boyas y faros están mantenidos por el Consorcio y solamente se activan en verano, aquí las señales luminosas son permanentes, pero muy pocos peligros están debidamente balizados, se dan incluso un par de casos de escollos situados a bastante distancia de la costa, que ni siquiera aparecen en las cartas.

A partir de Cabo Figgi torcemos nuestro rumbo hacia el sur
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Cala Capriccioli, uno de los muchos rincones bellos de esta zona
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De todas formas, para navegar en aguas costeras no basta con utilizar cartas marinas, es necesario consultar buenos derroteros como el Italian Waters Pilot o, en este caso, el excelente y familiar "Navegare Lungocosta" de Mauro Mancini, que reúne en un solo tomo las islas de Córcega y Cerdeña, describiendo todos sus puertos, los pasos difíciles y los fondeaderos más recónditos, dando consejos puntuales sobre cada lugar y mostrando además entre sus páginas unos preciosos mapas y dibujos realizados por la mano de su autor.

Golfo de Olbia al atardecer
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Una hora después ponemos proa hacia la Isla Tavolara, un imponente peñasco gris que se extiende acostado sobre el mar al este del Cabo Ceraso. La tarde desdibuja sus contornos, pero ni la calima puede esconder que, en menos de media milla de anchura y tres escasas de longitud, esta isla levanta sus empinados farallones a más de quinientos metros de altura. Al acercarnos, los acantilados perturban con su presencia el viento de levante. Por un momento vamos en ceñida e instantes después nos gira a popa. Cada minuto cambia varias veces de dirección y no paramos de cazar y largar escotas, el suave viento térmico que disfrutábamos desde esta mañana se ha convertido en una sucesión de calmas y rachas de cierta intensidad, que no cesan hasta alcanzar la punta de Santa Mandría. Justo cuando pasamos a poca distancia de los herrumbrosos restos de un mercante naufragado en la cadena de arrecifes que siembran toda la zona.

La imponente pirámide de la isla tavolara
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Fondeadero al oeste de Tavolara
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Son casi las seis de la tarde cuando rodeamos el Cabo Coda Caballo y alcanzamos el rosario de playas de Brandinchi. Elegimos quedarnos en la primera porque es lugar de fondeos permanentes de gentes del lugar, y por ello, posiblemente más segura en caso de mal tiempo. Esta noche esperamos que se levante de nuevo el temido mistral. El último parte meteorológico llegó algo mutilado a la pantalla de nuestro receptor Navtex, pero, entre marcas de asteriscos y espacios de palabras perdidas, conseguimos leer cifras preocupantes que anuncian vientos de fuerza diez y once.
La predicción, pese a estos datos, no nos preocupa demasiado. Ya no estamos en el norte de Cerdeña, en una semana de costear hemos interpuesto bastante distancia entre nuestras popas y el ventisquero que forman las Bocas del Bonifacio. El lugar donde nos encontramos sólo está abierto al sur-este, y el posible mistral, aunque sea fuerte, nos llegará de tierra. Nuestra idea entonces es la de aprovechar el viento de aleta y partir mañana con poca vela hacia el sur.
Con los primeros intentos de fondear descubrimos que el lecho de esta cala está formado por grandes losas planas de roca, lo cual dificulta el agarre de nuestras anclas, pero buceando localizamos una serie de muertos de cemento y con grilletes hacemos firmes un par de cadenas a sus argollas.

Fondeadero de Brandinchi
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Una vez asegurados, vemos que tras la calita hay un pequeño lago con aves acuáticas. Bajamos a tierra y bordeamos su contorno hasta encontrar el sendero de arena por donde desaparecen los bañistas. Yo voy junto a Ernesto, comentando la tranquilidad del lugar y la idea de no partir hasta ver cuanto viento puede llegar a levantarse en esta zona. A pocos pasos por delante van riendo las chicas, Charo y Paula, atentas a la estampa ofrecida por un señor grueso y calvo que camina delante de ellas cargado como si fuera un vendedor ambulante, con todos los arreos de playa que podamos llegar a imaginar: da dos pasos y se le cae un salvavidas amarillo, al recogerlo con dificultad se le caen tres cubos de plástico con sus correspondientes paletas y rastrillos... y después el montón de toallas que lleva dobladas sobre el hombro. El pobre hombre deja en el suelo la nevera portátil con resignación, lo recoge todo después con estudiado orden y se encaja de nuevo bajo el brazo izquierdo la enorme sombrilla que se le está resbalando lentamente. De su boca salen una serie de maldiciones ahogadas mientras resopla con el calor húmedo de la tarde. De nuevo pierde el salvavidas y al agacharse para recogerlo, se engancha con una rama la parte trasera del bañador. Al darse cuenta de nuestra presencia y de que su media nalga está al aire, estalla en una serie de improperios pronunciados en sardo, lanza de golpe toda su carga al suelo, se sube con las dos manos el bañador hasta la abultada cintura y se aleja a paso rápido blasfemando por el sendero.

Camino desde el fondeadero hacia Bamba Salina. La isla de Tavolara sigue visible al fondo
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El angosto camino delimitado por juncos y tamarindos nos brinda su agradable sombra. En el cañizal cantan los pájaros y se escucha el croar creciente de las ranas en su particular búsqueda de la pareja ideal. Seguimos andando. Hace escasos segundos hemos sido casi arrollados por los precipitados pasos de una señora gruesa embutida en un albornoz floreado, que nos adelanta como una locomotora de vapor arrastrando a un escalonado enjambre de niños pequeños; todos ellos andan cargados con los arreos de playa que el señor abandonó en medio del camino. La madre también maldice, mientras los niños lloriquean a cada paso y gritan algo así como "¡no, papa... tu no sei asso di carica... noi non vogliamo que tu sei arrabiatto...!"

Tras el siguiente recodo descubrimos una bonita y discreta urbanización formada por una serie de bungalows de una sola planta reunidos en torno a una sombreada plaza central, con un supermercado, un par de tiendas de ropa y regalos y un bar-restaurante-pizzería.

Complejo de Bamba Salina, a orillas del estanque natural
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Al comprar en un poco de fruta y pagar en la caja, un señor que está de pié tras la empleada, nos dice con una sonrisa: "Moltes gràcies", y añade con un gesto de interrogación: ¿Catalani?
Le decimos que no, que somos de Menorca, aunque, en efecto, entre nosotros hablamos en catalán. Él nos aclara que tiene amigos en Alguero con los que juega cada semana a las cartas, y a fuerza del trato ha llegado a reconocer algunas palabras de su idioma.
Nos tomamos un refresco en la plaza. Cerca de nosotros, vemos de nuevo a la misma familia del camino; con el padre totalmente ausente, desmoronado de carnes sobre una silla y mirando con gula el enorme tanque de cerveza helada que tiene sobre la mesa; mientras tanto, los dos niños mayores se pelean a muerte por ver quién vacía antes el servilletero de papel, y la madre permanece de pie junto al más pequeño, que llora contemplado un helado de chocolate deshaciéndose sobre el pavimento. La desconsolada mujer mira al cielo con las manos abiertas y dice casi en una súplica: "¿Franco... ma perqué me fare patire tanto...? "

A las cuatro de la madrugada se levantan las primeras rachas de viento y nuestra cadena comienza a rozar contra el fondo, dando lugar a una sinfonía de ruidos sordos que parecen surgir de las mazmorras de un castillo medieval. Salto de la litera y enciendo la luz de la mesa de cartas. El receptor ha captado otro mensaje meteorológico... ¡Carai!... leo que en Bonifacio se espera fuerza doce... esto es más de sesenta nudos de viento y olas que podrían alcanzar más de catorce metros en mar abierto... es algo inimaginable que nunca esperamos encontrar en navegación, un verdadero temporal de supervivencia.
Ha amanecido hace rato, aunque yo no he podido pegar ojo desde la madrugada. El viento no ha subido demasiado en intensidad, el anemómetro marca entre veinticinco y treinta nudos, y tras una consulta con imprecisos gestos dubitativos, las dos tripulaciones decidimos partir.
Echamos un momento las anclas mientras Ernesto se sumerge y libera los grilletes. Después, con sólo tres cuartos de génova desplegada salimos de la cala rumbo al sur.
Lo cierto es que ya comenzamos a estar un poco cansados de la buena añada de mistral; en un mes hemos sufrido tres vendavales de consideración, con temperaturas que, en ciertos momentos, eran poco reconocibles como verano. Pese a los buenos ratos que hemos disfrutado, también ansiamos llegar al sur de la isla, allí el tiempo es sensiblemente más cálido y estable.

Costeamos la punta Sabbatino, son las nueve de la mañana y el viento sube ahora a treinta y cinco nudos, obligándome a rizar un poco más de génova y a cerrar la tapa de la cabina para evitar que los salpicones nos mojen las literas. Pese al poco trapo, damos puntas de velocidad de siete nudos y medio. Las olas son pequeñas, de metro a metro y medio, puesto que navegamos a poca distancia de la costa, pero me preocupa pensar cuando lleguemos a la zona del Stagno San Teodoro. Allí hay un golfo que alejará la ribera hacia barlovento y el agua tendrá más espacio para arbolar.
Diez minutos más tarde las rachas ya alcanzan los cuarenta y cinco nudos, lo que equivale a fuerza nueve. El Bon Vent va algo adelantado al Mar Pla, recibiendo los primeros embates de olas de dos metros que nacen a media milla de distancia. Pliego un trozo adicional de génova, calculo que de los veinte metros cuadrados que tiene esta vela, solamente quedan tres o cuatro tirando de la embarcación.
Charo está a mi lado, sonriéndome por debajo de la capucha de su traje de aguas. Pese a su presencia de ánimo, veo que está preocupada, la última racha ha llegado a cincuenta y cinco nudos. En este momento oímos un ruido a popa. Con los ojos muy abiertos podemos contemplar como nuestra zodiac, de veintidós kilos de peso, ha despegado del mar y está volando como una cometa a tres metros de altura; choca contra la popa y se levanta después embistiendo con furia el cable del backstay, haciendo retemblar toda la jarcia.

Regresando a motor hacia Brandinchi, protegidos por la cercanía de la costa.
A las diez de la mañana las rachas de mistral superan los 50 nudos

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El viento comienza a tener una consistencia más sólida que gaseosa. Pese a ir amarrados con los arneses de seguridad, cuando arrecia debemos sujetarnos a la banda para no ser arrastrados. La aguja del anemómetro sigue escalando cifras, hace un momento ha estado instantes inmovilizada en el tope, a sesenta nudos. Ya no llevamos vela, pero el Bon Vent escora casi treinta grados en las embestidas. El Mar Pla está a nuestro lado y acaba de embarcar una ola por la aleta, inundándole la cocina y parte de la cabina.
La cosa no va bien. Las embarcaciones no corren peligro inmediato, puesto que las mayores olas alcanzan dos metros y medio, pero son tan verticales como una pared y llevan en su seno la furia concentrada de rachas casi huracanadas. No es prudente seguir, a pesar de ir sin velas estoy dando más de seis nudos de media, y no sabemos que puede pasar si la cosa sigue "in creschendo" al subir el sol.
Frente a nuestra proa se nos presenta una costa recta y con muy pocos refugios que ya no tiene semblanza con el norte de la isla. Creo que en las ciento diez millas que quedan hasta el Cabo Carbonara, en el extremo sur, Cerdeña sólo tiene tres puertos dignos de tal nombre. Tras una consulta por radio, decidimos volver sobre nuestros pasos y recalar de nuevo en Brandinchi.
Pero una cosa es querer y otra muy distinta el conseguirlo. Vamos a motor, intentando remontar el terrible viento del noroeste. En algunos momentos solamente damos un nudo de velocidad, y en otros nos quedamos totalmente parados. Y eso que las olas vuelven a ser menores aquí, más cerca de la costa. Quien confíe ciegamente en un motor para salir del paso en un verdadero temporal, no sabe de lo que está hablando. Pienso que en mar abierto, con las terribles olas que puede crear un viento de estas características, la única posibilidad sería la de correr en popa, con todas las velas aferradas, o justo un pequeño triángulo en el estay, con el objeto de mantener un paso alrededor de cinco nudos y que siga respondiendo el timón. No creo que ningún motor, por potente que fuese, pudiera hacer remontar en aguas libres una embarcación con un tiempo semejante.
Hemos tardado dos horas y media en recuperar contra viento la distancia recorrida en media hora a favor. Nos acercamos a la playa más extensa de Brandinchi y decidimos fondear lo más cerca posible de la orilla. Suelto mi áncora Bruce de siete kilos y los veinticuatro metros de cadena que contiene el cofre. El hierro agarra de seguida, tomo un par de enfilaciones y cinco minutos después veo que no nos hemos movido ni un milímetro.
El Mar Pla está a unos treinta metros a babor, sujeto por un ancla algo distinta, parecida a las tipo de "patente" utilizadas en grandes yates a motor. En su caso ha resultado ser excelente con todo tipo de fondo, aunque tiene el inconveniente de los quince kilos de peso que dificultan su manejo.

Playa de Brandinchi, donde aguantamos dos días fondeados con ahullantes vientos de 60 nudos

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Bien, estamos en una playa preciosa y casi solitaria, es verano y brilla el sol; el único problema es que debemos permanecer en el interior de la cabina porque afuera no se puede estar. Durante todo el día el viento no ha bajado de los cuarenta nudos, arreciando frecuentemente hasta sesenta, momento en que la jarcia del Bon Vent comienza a oscilar furiosamente, comunicando su vibración a todo el barco como si de un movimiento sísmico se tratara. En algunos instantes, el traqueteo es tan fuerte que un vaso depositado sobre la mesa de la cabina comienza desplazarse hasta topar con el borde resaltado. El silbido del viento ahoga nuestras palabras; para comunicarnos entre los dos barcos es necesario utilizar la radio, y ni pensar de ir del uno al otro con las zodiacs, éstas deben permanecer bien amarradas y encajadas en el espejo de popa. Dentro de la mía he tenido que depositar un bidón de gasoil de veinte litros, para evitar que se levante como una camiseta tendida al viento.

Podemos echarnos al mar y cruzar nadando, naturalmente, puesto que las olas no pueden arrancar en los cincuenta metros que nos separan de la playa.
La noche está siendo espesa. Tras una ligera disminución que experimentó en el ocaso, sobre las diez las rachas alcanzan una violencia que no me atrevería a calificar, la aguja se mantiene clavada en el tope más de cinco minutos seguidos; y en estos instantes, cuando va subiendo y creemos que ya no es posible que sople más fuerte, el ruido salta de repente una octava y se convierte en rugido; entonces se nos forma un nudo en la garganta, y pensamos en si el ancla aguantará, o la cornamusa donde está firme, o la fibra de la cubierta donde ésta permanece atornillada. La cadena adopta la rigidez de una varilla de hierro, totalmente recta, y cruje con preocupantes lamentos. Ernesto me llama por radio y me dice que esta noche tienen "monstruos" en la proa, es como él llama al roce de la cadena contra una losa de roca que rodea su fondeo.

El viento duró dieciocho horas más, a las siete de la tarde del día siguiente calmó como por arte de ensalmo. Y fue una sensación extraña... el no oír nada después de tanta algarabía.
Dormimos bien y tranquilos, y al día siguiente pusimos rumbo sur empujados por una ligera brisa de levante y ayudándonos con una pizca de motor.

Tras esta forzosa pausa que nos ha retenido dos jornadas, proseguimos nuestro camino bordeando una costa recta, con abiertas bahías entre cabos que apenas destacan del contorno. Dejamos atrás las puntas de Ottiolo y de La Batería, admirando playas extensas y vírgenes que se suceden a ambos lados del pequeño puerto de La Caletta. Con las horas llegamos al través de Capo Comino, donde empieza el Golfo de Orosei... Y sentado en la proa del Bon Vent pienso en las enormes posibilidades turísticas que encierra esta isla, inexplotada en su mayor parte. Pienso que, si llega a ponerse de moda, puede representar una seria competencia para sus vecinas Baleares. En sus más de 24.000 kilómetros cuadrados reúne una increíble diversidad. Cerdeña tiene majestuosas montañas de casi dos mil metros de altura, tiene profundos valles surcados por ríos que desembocan en lagos y marismas, inmensos bosques de pinos, alcornoques y encinas, y playas larguísimas acariciadas por las transparentes aguas mediterráneas. En su superficie hay ciudades modernas con el justo tamaño para seguir siendo habitables, pueblos amurallados de larga historia y núcleos rurales cuya vida permanece casi encallada en la época medieval. La economía de las zonas costeras se basa en el comercio y en un floreciente sector de servicios, mientras que en el interior se alternan explotaciones ganaderas con algunas minas de cinc y de plomo argentífero. Al visitar estas zonas es fácil encontrar viejos pastores de tez oscura que apacentan sus rebaños a la sombra de "nuragues" talayóticos y "tombas di geganti", tal como lo hicieran sus antepasados muchos siglos atrás. Sus cabras y ovejas darán lugar a toda una variedad de sabrosísimos quesos y embutidos. Las viñas ofrecerán tintos de cuerpo consistente para paladear junto al característico cordero a la brasa, o suaves blancos "vermentinos" para acompañar una suculenta langosta. En sus mesas podremos encontrar una cocina totalmente familiar y mediterránea, y la simpatía latina que hace al extranjero sentirse como en su propia casa.

Dos de los refugios encontrados de camino hacia el sur, antes del Cabo Comino:


Porto Ottiolo
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La Caletta
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Puede que la causa del retraso en el desarrollo turístico (según me confesó en una ocasión el responsable de un "tour operator" alemán) sea la profunda raigambre de algunas tradiciones sardas, el hecho que a muchos de los viejos propietarios les cuesta aceptar que sus zonas costeras sean anegadas por el cemento y se modifique su cultura y forma de vida hasta acabar enfocada únicamente a expoliar las divisas de sus visitantes. Personalmente creo que todos podríamos tener un poco de este sentimiento, tal vez no se habrían cometido algunos de los atropellos que, ocultos en grandes promesas, los menorquines hemos sufrido en nuestra propia casa.

El Bon Vent bordeando la costa Este de Cerdeña hacia el sur
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Navegamos con la sonda encendida, las profundidades rondan los quince metros a bastante distancia de la costa, aunque no hay escollos que puedan darnos demasiadas sorpresas.
El vientecillo es una típica brisa térmica de verano que rola en el sentido de las agujas del reloj, de manera que por muchas puntas que doblemos virando hacia el sur, la dirección aparente siempre se mantiene por debajo de la apurada ceñida. Mientras nosotros perdemos el tiempo con lentos bordos que no llevan a ningún sitio, el Mar Pla se ha adelantado unas siete millas y navega más cerca de la costa. Casi al atardecer estamos a la altura de la Punta Nera, junto a la desembocadura del Cedrino y la población de Orosei. Recibo por radio el mensaje de Ernesto indicándome su posición y diciendo que ellos están a punto de llegar a Cala Gonone.

Abro la carta y compruebo que sus coordenadas distan aún catorce millas de este refugio. Al comentárselo me dice que no puede ser, que tienen la costa a un tiro de piedra y las casas se ven perfectamente al pie de las montañas.
La confusión se soluciona enseguida, el Mar Pla, en efecto, está aún a tres horas de la cala y navega a casi cinco millas de tierra, el problema es causado por el increíble efecto óptico de las altas montañas, que dan la sensación de tener la costa mucho más cerca.

Cala Goloritze, en el Golfo de Orosei
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Farallones rocosos del Golfo de Orosei
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Leemos en el derrotero que Cala Gonone es un pequeño y pintoresco pueblo de pescadores cuya rada está dedicada exclusivamente a las embarcaciones profesionales. En invierno es posible encontrar algún hueco abarloándose a barcas de pesca, pero en esta época está tan saturado de zodiacs y lanchitas de veraneantes, que no cabe un alfiler. Se puede fondear, no obstante, en la playa situada al sur del rompeolas, con un fondo de tres metros.
Siguiendo la playa, que continúa a trechos al pie del acantilado, cuatro millas más al sur se puede visitar la Cova del Bue Marino, una serie de grutas parcialmente inundadas donde existía una colonia de la escasa foca monje del Mediterráneo. Más abajo, al pié de un escarpado barranco, encontraremos Cala Luna, una pequeña concha de doradas arenas que permanece prisionera entre el verdor de un torrente y el azul del mar; según el texto, una de las más bellas playas de Cerdeña.

Cala Gonone, puerto más representativo en el centro del Golfo de Orosei
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La cueva del Bue Marino, donde años atrás existía una colonia de focas monje
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El altavoz de la radio despierta de nuevo con la voz de Paula, nos informa que acaban de llegar a las cercanías del puerto, pero no hay luna, y por estar deslumbrados por las luces de la costa, no consiguen ver absolutamente nada. El viento de terral aumenta por momentos soplando desde poniente, y crea una buena resaca en la zona de fondeo. Decidimos dejar para mejor ocasión la visita a este pueblo y sus cercanas maravillas, y aprovechar la noche para seguir ganando terreno hacia el sur.

En la negra bóveda que cubre nuestras cabezas, los astros siguen pacientes el eterno camino de la eclíptica, hemos visto aparecer la constelación de Orión, con su tenue nebulosa, las cuatro grandes estrellas que definen sus extremos y las pequeñas tres marías que adornan su centro. En el zenit tenemos a la brillante Aldebarán, protagonista sin saberlo de no pocos episodios de ciencia-ficción. Y una solitaria estrella fugaz acaba de cruzar rápidamente nuestra derrota; ofreciéndonos una nueva oportunidad de formular un deseo de paz entre los hombres.

Durante la noche, aprovechando un débil céfiro con el spynaker
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Por estribor distingo vagas sombras de la alta y escarpada costa, a veces, a igual que le ha ocurrido al Mar Pla, permanezco un buen rato totalmente indeciso sobre la verdadera distancia que nos separa de las rocas. En una ocasión llego a efectuar una brusca maniobra al no dar crédito al GPS y creer que tenía un enorme islote casi pegado a la proa, cuando, la verdadera causa, era simplemente un cambio del color de un acantilado situado a más de tres millas de distancia.

El cielo clarea hacia el este, Charo está de guardia, manipulando de vez en cuando el teclado del piloto automático para que nos mantenga apartados de las diversas puntas que vamos alcanzando. La más saliente es el Cabo Monte Santu, límite meridional del Golfo de Orosei. Y seis millas más abajo la costa cambia de configuración; los acantilados de color pardo dan lugar al bajo perfil verde de la marisma, y divisamos el islote d'Ogliastra, la pequeña villa de Santa María Navarrese y toda la ribera arenosa que llega hasta el puerto de Arbatax.

Vista de tierra desde el islote de Ogliastra. A partir de este punto la costa se vuelve baja y arenosa
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Refugio de Santa Maria Navarresse
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Arbatax está situado sobre un pequeño promontorio y viniendo desde el norte son visibles en la distancia algunas chimeneas y edificios de considerable tamaño. El puerto forma un espacio de agua de trescientos por novecientos metros, cerrado por dos rompeolas exteriores que lo protegen de los vientos del primer cuadrante.
No es un lugar demasiado interesante para el crucerista, puesto que está enfocado principalmente al tráfico de buques de pasaje y mercancías. Sin embargo, el hecho de que es el único refugio en casi cincuenta millas de costa, lo hace importante en caso de viento fuerte de sirocco o de gregal. También se puede repostar gasoil, aunque el agua hay que comprársela a un camión cisterna privado que ofrece este servicio. A todo ello se puede añadir que, según confesiones de algunos navegantes que hemos conocido en las distintas escalas, por algún extraño motivo, el recibimiento de las autoridades de este puerto no suele ser demasiado afectuoso.

Por suerte, tras doblar Capo Bellavista, a milla y media de la bocana, podemos encontrar el Porto di Frailis, una playa de considerable tamaño que ofrece un fondeo resguardado. Allí hacemos una pequeña pausa para tomar una ducha y un reconfortante desayuno... El único problema de las navegaciones nocturnas es que rompen con el ritmo de vida habitual, comes fuera horas y entre guardias, y duermes a ratos... si duermes. Al día siguiente, lo más normal es que todos estemos hechos unas piltrafas y arrastremos bastantes horas un indefinible malestar.

Puerto de Arbatax
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Porto di Frailis, tras el cabo Bellavista, a media milla al sur de Arbatax
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A las diez de la mañana nos reunimos en cónclave en la bañera del Mar Pla y decidimos el próximo paso. El tiempo es bueno y no lleva visos de cambiar. Según la carta tenemos dos opciones: Porto Corallo, a treinta millas de distancia, o navegar veinte millas adicionales hasta las playas que rodean el Cabo Carbonara, ya en el extremo sur de Cerdeña.
Puestos a tragarnos las millas sin digerirlas, y en vista de la monotonía que esta costa ofrece, optamos por la segunda solución. Las chicas preparan un par de bocadillos y tras darnos un rápido baño, izamos anclas para proseguir.
Llevamos más de veinticuatro horas prácticamente sin parar el motor, excepto en contados momentos que nos han permitido un través sin mucha vida, el débil céfiro sigue clavado a pocos grados de nuestra proa. Subimos la vela mayor para evitar el balanceo y nos disponemos a contemplar una sucesión de larguísimas playas alternando con zonas más altas. Solamente hay que resaltar las precauciones necesarias frente a los escollos que rodean Cabo s'Asta o el diminuto islote de Quirra, situado delante de la desembocadura del río Durci.

El tranquilo Porto Corallo
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Costa de Cerdeña vista desde la isla Serpentara
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A las tres de la tarde, la marca de lápiz trazada sobre la carta aparece al través de Porto Corallo, dos horas después la línea gris alcanza el Cabo Ferrato, a las siete divide las aguas entre Punta Porceddus y la isla Serpentara, y a las ocho, por fin, vira por estribor el saliente sur del Cabo Carbonara.

Faro del Cabo Carbonara, extremo sureste de la isla de Cerdeña
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En ninguna de las escuetas anotaciones que acompañan las marcas de derrota se cuenta que ambas tripulaciones estaban agotadas. Pero recuerdo que tras contemplar nuestro apacible fondeadero de Villasimius, apreté el pulsador del micrófono para desear buenas noches a los compañeros del Mar Pla... y, pese a que la noche no se había cerrado aún sobre nuestras embarcaciones, sólo el ruido de la estática rompió el silencio del canal.

Continuará...


12 Jun 2010 19:35
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Nuevo mensaje Re: Trazando rumbos en Cerdeña - Partes I a VIII (Completo)
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Trazando rumbos en Cerdeña - Parte VI-

De Carbonara a Teulada



Los orígenes de ciertas palabras pueden resultar a menudo interesantes. Estamos fondeados en una pequeña playa situada a poniente del Cabo Carbonara, en el extremo sur-oeste de la isla de Cerdeña. El lugar es conocido en la carta como Villasimius, nombre que provoca una sonrisa al pronunciarlo, y recuerda a nuestra pequeña y familiar "Isla de las Monas", situada en el interior del puerto de Addaya. Recuerdo también el hecho insólito de que en la roca del Peñón de Gibraltar aún viven unos pocos ejemplares de los últimos simios que quedan en Europa. Tal vez, este paraje estuvo habitado antaño por animales semejantes, que saltaban de rama en rama alertados por la presencia de las llamativas velas cuadras de las trirremes griegas. Ahora, dos mil años después, en un día cualquiera de finales de julio, ya no queda rastro de ellos o de los árboles donde pudieran columpiarse, pero el lugar sigue siendo una preciosa bahía de fondos color turquesa que acoge plácidamente las carenas de dos veleros menorquines: El Bon Vent y el Mar Pla.

Sexta etapa, del Cabo Carbonara a Porto Teulada

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La cala tiene un tamaño considerable y está abierta al sur, aunque el recodo en donde nos encontramos permanece bastante resguardado del viento predominante de sirocco. La costa es baja y arenosa, con pequeños intervalos de piedras y matojos, pero, en la parte norte, nos encontramos rápidamente con las pendientes de montañas de media altitud, con algunas pocas construcciones diseminadas en sus verdes laderas. Hacia el este, a cincuenta metros de nuestra proa, hay una pequeña playa con algunos veraneantes de la isla y, a continuación, comienza uno de los brazos laterales de cemento que forman el puerto deportivo de Villasimius.

Puerto deportivo de Villasimius

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Playa del Rizzo, junto a Villasimius

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Hemos preferido fondear en el exterior; se está más fresco y tranquilo, y es sensiblemente más económico, ya que esta marina tiene fama de ser muy cara, pese a estar aún en construcción y con muy pocos servicios funcionando.
A nuestro alrededor nadan bañistas con el mismo aspecto familiar que podemos encontrar en playas de nuestra isla como Cala Mesquida o es Grau. Y también podemos ver a algunos chicos que armados de aletas y careta de buceo escarban el fondo de arena en busca de almejas. Yo me pongo los arreos y también me lanzo a mar, pero debo reconocer que tengo poca habilidad para ciertas cosas. A igual que me ocurre en la búsqueda de setas, por cada una que encuentro, los demás encuentran diez.

Abandonando la recogida de bivalvos, voy nadando lentamente hacia un escollo, y en su base, a tres metros escasos de profundidad, descubro abundantes restos de ánforas de claro origen romano. Apartando la arena con una mano es fácil comprobar que la extensión del yacimiento se alarga hacia el norte de la roca. Lugar donde debió verter su carga el desafortunado navío.
Paula, nuestra amiga del Mar Pla, nos llama con un gesto. Ellos piensan bajar a tierra y llegar hasta el pueblo de Villasimius, que dista poco más de tres kilómetros de la cala. Buena idea. Cogemos los bártulos y saltamos la valla de entrada al puerto deportivo. Tras el edificio de administración hay una parada de autobús.

El pueblo es un típico núcleo rural de unos dos o tres mil habitantes que en los últimos tiempos, con la construcción del puerto deportivo y de algunas urbanizaciones cercanas al Cabo Carbonara, está cambiando hacia la economía del turismo. En la parte más vieja, sin embargo, es fácil ver casas con extensos huertos en su parte posterior, y almacenes adosados guardando tractores y herramientas de labor.
La plaza central es bonita y tranquila, con una fuente delimitada por palmeras que esparce una nube de deliciosa y refrescante agua pulverizada. El calor es fuerte en este mediodía de verano. Nos sentamos allí mismo, a la sombra de un bar, a disfrutar de un rato de relajación.

Ciudad de Villasimius, a tres kilómetros al norte del puerto

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Pese a la solana hay bastante gente por la calle. La mayoría son habitantes del lugar, y unos pocos son turistas que estudian atentamente en los expositores de una tienda la calidad de la artesanía sarda, basada en los finos encajes de los “tapetti sardi”, de increíble filigrana realizada con hilo de algodón, en trabajos de cerámica y corcho, en fuentes damasquinadas de cobre y latón, en charcutería y quesos, y en los deliciosos licores de la isla: el Mirto, destilado de mil variedades de la planta de murta, la ambrosía de Cagliari, un aperitivo de cuerpo consistente, semejante al jerez, y el Filuferro sardo, un aguardiente de elevadísimo contenido alcohólico, auténtica coz de caballo para el estómago y la razón.

"Tapetto" sardo, una muestra de los tejidos típicos de la isla

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Años atrás, en la primera visita que realizamos a Cerdeña, un hombre del pueblo de Ítiri a cuyo lagar habíamos acudido para comprar vino casero, nos contó la historia del insólito nombre de este licor. A principios de siglo, las autoridades decidieron prohibir las destilerías particulares. Más que nada, porque los alcoholes que salían de sus alambiques circulaban sin pagar los elevados impuestos estatales. A partir de entonces, los carabinieri trillaban constantemente campos y masías en busca de infractores a los que echar el guante. Pero, claro... la sabiduría popular siempre sabe encontrar soluciones a sus problemas más inmediatos, y pronto los hallazgos de garrafones de Filuferro descendieron drásticamente. El caso es que los labriegos habían desmontado las instalaciones fijas de sus graneros, y una vez destilado en pequeños artilugios caseros o en escondidas cuevas de las montañas, enterraban las garrafas llenas de aguardiente en cualquier campo de las cercanías de los pueblos, dejando como única señal para localizarlo un trozo de “fil de ferro” atado al cuello de cristal, y que apenas sobresalía sobre la vegetación del entorno.

Una simpática chica se acerca a nosotros luciendo una sonrisa de oreja a oreja. Viendo que somos turistas nos comienza a hablar de las grandes bellezas de la isla, de lo bonitas que son sus playas y su mar, y pasa seguidamente a enseñarnos un folleto de algo que a buen seguro va a interesarnos: ¡un curso de vela ligera organizado por el Ayuntamiento, de una semana de duración!
Tal vez en un principio queda algo perpleja ante nuestra jocosa reacción. Después le contamos que siempre es bueno aprender, y que también tiene su encanto manejar un ligero cuatro-veinte, pero que en nuestro caso, después de veinticinco años navegando y bastantes millas a nuestras espaldas, no creemos necesario un curso de iniciación a la vela para poder regresar a Menorca.

Mirto sardo, típico licor destilado de la Murta

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L'Arciere, copia de un bronce púnico de Cerdeña

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El fondeadero es tranquilo y apartado. En el puerto deportivo apenas hay tráfico de embarcaciones a motor y las pequeñas olas del virazón quedan detenidas por el escollo de San Stéfano, de manera que, en ciertos momentos, los dos veleros están tan quietos que parecen apuntalados en un varadero.

A las diez de la noche estamos cenando, hace calor y las estrellas brillan en toda la bóveda celeste. El único ruido son pequeños chapoteos de los peces disputándose restos de queso que hemos arrojado al mar. Y de pronto, la tranquilidad se rompe con un estruendo: en un camping cercano ha comenzado un karaoke, que nos deleita a partir de entonces con un auténtico recital de graznidos desafinados y lamentables, sobresaliendo de todo ello una especie de animador de voz quebrada y chillona que no cesa de azuzar al personal.

Todo pasa, los temporales y los karaokes; pero es una pena que en ciertos negocios turísticos de temporada exista tan poco respeto por los derechos de los demás. ¡Qué le vamos ha hacer!... Pasadas las tres de la madrugada parece acabárseles las pilas, y lo último que oímos es un desgarrado y prolongado aullido del interfecto animador, que así parece querer despedirse cada noche de todo el sur de la Cerdeña. Entramos en la cabina deseándole buenas noches y que sufra como mínimo diez principios de infarto antes del amanecer, y nos acostamos en las literas para esperar el nuevo día.

Pasan lentamente los minutos y caigo en un fuerte sopor. Ha regresado el silencio, solamente se oyen los misteriosos y relajantes “clicks”, semejantes al sonido de pequeñas burbujas reventándose, provocados al parecer por los peces que intentan comerse las algas que cubren el casco. De pronto suenan unas voces apagadas; alguien está nadando a nuestro alrededor. Lo que faltaba. Justo al cerrar la discoteca, un grupo de chicos borrachos se dedicaron a tirar piedras hacia nuestras embarcaciones, aunque la distancia era excesiva para que pudieran alcanzarnos. Ahora han cambiado de táctica y parecen querer divertirse un poco más.
Charo sale con precaución a la bañera, y escondida tras los laterales de lona, vigila las cabezas que se mueven lentamente en el mar. Sobrepasan el Bon Vent y se dirigen hacia nuestros compañeros del Mar Pla. Charo me informa que no es necesario que me levante: sólo son dos chicas y un muchacho que no parecen abrigar otras intenciones que darse un excitante baño nocturno que luego puedan contar, pero, por si acaso, coge una potente linterna y la bocina de señales, por si es preciso darles un toque de atención.

Las chicas cuchichean y ríen agarradas a la zodiac del Mar Pla. El chico, desplegando todos los trucos de buen conquistador veraniego, demuestra su fuerza muscular izándose a pulso por la cadena del ancla y tirándose al mar desde el balcón de proa. Pero claro, Paula y Ernesto ya han saltado como un resorte al oír el estruendo que se está causando en el interior de la embarcación. Nuestro amigo empuña el bichero de aluminio, saca pecho y sale a la bañera, y... siento decirlo de esta manera, pero es que sería necesario haber estado allí para hacerse una idea de la situación ... Forzando, digo, forzando una cómica voz de ogro comeniños, Ernesto, que es delgadito y de estatura normal, eleva la barbilla y grita con contundencia en la noche: ¡Están molestando....!
Nosotros, a pocos metros de ellos, ya nos estamos riendo a mandíbula batiente, pensando ¿de dónde habrá sacado nuestro amigo este temible vozarón?.
Los bañistas dan un respingo y contestan con un deje de temblor: “Excussi señor... noi no querer molestar... excussi... buona notte... buona notte...”.
“Pues que así siga...” sentencia Ernesto con su oscura y retumbante voz de trueno, que mantiene su eco mientras los chicos regresan nadando velozmente hacia la ribera.

Son las once de la mañana. Hace dos horas que hemos abandonado el fondeadero de Villasimius y navegamos a vela hacia el Oeste, adentrándonos en el Golfo de Cagliari. La costa de Cerdeña nos descubre una sucesión de calas abiertas, con pequeñas urbanizaciones encajadas entre colinas y playas de arena oscura.

Cala tranquila junto al Cabo Boi

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El viento aparente es escaso, a lo sumo fuerza tres de ceñida que nos impulsan a cuatro nudos escasos, y el Mar Pla se adelanta poco a poco debido a su mejor comportamiento en bolina.
Para alcanzar el puerto de Cagliari nos quedan unas dieciocho millas, pero nuestros amigos van muy justos de gasoil y nos avisan por radio que piensan desviarse un momento hacia el más cercano Porto Armando, o como se llama ahora pomposamente, Marina di Capitana. Nosotros, como vamos más lentos y sin prisa, podemos continuar, y ya nos encontraremos a la altura del Cabo San Elia.

Bella estampa de "Torre delle stelle" en los momentos que preceden a la noche

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Charito está en cubierta intentando terminar la figura de un faro tejido a punto de cruz, aunque, con los pequeños bandazos es realmente difícil introducir la aguja en el lugar correcto de la trama. El tráfico es casi inexistente en esta zona. Apenas hay puertos deportivos, y los pescadores italianos de volantín no se alejan demasiado de la costa.

Yo, por mi parte, instalo el piloto automático, me siento ante la mesa de cartas e intento escribir, pero debido a lo agitada que ha resultado la noche anterior, se me cierran los ojos y caigo sin darme cuenta sobre el teclado del ordenador.
Mi mujer me despierta con un toquecito en el hombro. Estamos llegando al cabo donde apuntaba nuestro rumbo y, desde hace cinco minutos, permanecemos casi parados por ausencia de viento. Son más de las dos y el hambre comienza a acosar, de manera que decidimos refugiarnos en una pequeña cala y esperar tranquilamente el regreso del Mar Pla.
El caso es que ya hace bastante tiempo que nos dejaron, y pese a estar a una distancia que no debe superar las ocho o nueve millas, no contestan a la radio. Es extraño. Aunque ya estamos acostumbrados a no preocuparnos demasiado por las incidencias que surgen constantemente al navegar y que obligan a cambiar los planes iniciales.

Dos horas más tarde aparecen por fin. Ernesto está bastante serio, Paula, agarrada al estay de proa, agita la mano arriba y abajo, como diciendo... ¡Huy lo que nos ha pasado!.

Entrada de la Marina di Capitana

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Resulta que al llegar a Capitana, casi encallaron en la misma entrada del puerto deportivo, porque apenas hay dos palmos de agua para pasar al interior. Luego, tras amarrar junto al surtidor, bajaron a tierra para localizar al encargado, pero el complejo parecía desierto, todas la embarcaciones cerradas a cal y canto, así como las dependencias y almacenes. Deambularon un rato por las instalaciones sin divisar un alma. Al volver junto al barco, descubrieron, por fin, un pulsador escondido tras una columna, con la inscripción “Spingere per chiamare”. Ellos se miraron sorprendidos y procedieron a apretar el botón rojo.

Entonces un sonido grave comenzó a aumentar de tono y amplitud hasta ensordecer todo el recinto. Era una verdadera sirena de alarma, del tipo que se utilizaba en la Segunda Guerra Mundial para avisar a las gentes de la inminencia de un bombardeo.
Resulta que al minuto aparece un chico desganado abrochándose el pantalón, les llena el depósito de gasoil, cobra, y sin decir palabra desaparece de nuevo entre un montón de redes y embarcaciones varadas.

Ya que están allí, nuestros amigos intentarán comprar tabaco. Pero resulta que no hay ningún supermercado, y ni siquiera un miserable chiringuito donde poder tomarse una coca-cola. Salen a pie del puerto y enfilan una estrecha carretera bordeada por unos pocos chalets y que parece conducir hacia un grupo de hoteles. Al llegar se les encoge el cuerpo, puesto que el presunto complejo hotelero en realidad no es más que un grupo de ruinas abandonadas, sin puertas ni marcos en las ventanas. Todas las paredes están llenas de pintadas obscenas, hay coches destripados, gatos y basura por todas partes. Paula comienza a apretar inconscientemente el brazo de Ernesto. Notan extraños movimientos entre los edificios y deciden continuar a paso ligero por la carretera hasta hallar algún lugar más civilizado.

Sin dejar de mirar atrás llegan por fin a un cruce de carreteras situado en un descampado casi desértico, y allá encuentran un improvisado tenderete de melones atendido por un hombre de color y, enfrente, como si fuera la competencia, una barraca de hojalata con una señora gorda y sudorosa en su interior. El lugar es un simulacro de bar-estanco-perfumería-souvenirs-tienda de todo y de nada, algo así como un Corte Inglés de la prehistoria. No obstante, allí consiguen por fin el ansiado tabaco. Y la aventura termina felizmente con nuestros chicos sanos y salvos, tras regresar a la carrera hasta la relativa seguridad del muelle donde dejaron el barco.

Son las seis de la tarde y tras consultar con el derrotero, no nos apetece demasiado meternos en el puerto comercial de Cagliari. A partir del cabo San Elia, decidimos desandar un pequeño tramo de costa hasta la cercana Marina Piccola di Poetto.
El lugar está situado justo donde empieza un larga playa de fina arena que llega hasta el pueblo de Poetto, y una buena parte de esta extensión está bordeada por una cadena de hoteles y restaurantes, en una versión reducida de la zona del Arenal, de Palma de Mallorca.
La marina es bastante nueva y tiene capacidad para unas trescientas embarcaciones, estando llena en sus dos terceras partes. Aunque la mayoría son pequeñas barcas de pesca locales, y los veleros o embarcaciones de crucero a motor apenas suman medio centenar.

Marina Piccola di Poetto, a poca distancia de Cagliari

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Este puerto es bastante acogedor, y parece más seguro que Capitana en bastantes aspectos. Hay mucho movimiento de gente totalmente normal y, en la entrada, un guarda jurado controla el paso de una barrera.
Por la tarde seguimos el paseo marítimo y llegamos hasta el pueblo, con una plaza parecida a Villasimius, aunque aquí hay mucho más turismo y por lo tanto, han desaparecido los signos de la antigua economía rural.
Al regresar a los barcos nos damos cuenta que el cielo se está encapotando rápidamente sobre la zona montañosa del norte, y las nubes de mal aspecto descienden rápidamente moviéndose hacia la costa. De tal forma que apenas nos deja tiempo para refugiarnos antes de que se desencadene una breve, pero furiosa tormenta de rayos y truenos, que acaba con un apagón de más de una hora.

Ahora estamos contentos de no haber fondeado en la playa, fuera del puerto. Puesto que el escaso viento de libeccio (sur-oeste) ha ido rolando a sirocco, y en estos momentos estaríamos intranquilos y sufriendo un incómodo oleaje.

El tiempo está cambiando en Poetto, las nubes sobrepasan la colina llamada "la Silla del Diablo"

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Tras una noche descansada y sin visitas de bañistas graciosos, dedicamos la mañana de este espléndido domingo a realizar algunos trabajos pendientes, como engrasar el winche de estribor del Bon Vent, que ayer sufrió un amago de gripage. Ernesto trepa hasta el tope de mástil para revisar las roldanas de las drizas y, mientras tanto, las chicas están lavando un poco de ropa sucia que ya se iba acumulando en los cofres.

Y entonces aparece una visita inesperada. Un “carabinieri” nos saluda con un discreto gesto y mientras saca una especie de bloc de multas, se dirige a Paula para preguntarle “¿Qué tipo de jabón está usando en la colada?”. Todos nos miramos sorprendidos, no sabemos qué contestarle, es una marca muy común en España, pero todo el interés del servidor de la ley se concentra en averiguar si en la caja aparece por algún lugar la palabra “biodegradable”.
Después nos pide si tenemos champú a bordo, y nos exige que se lo enseñemos... En fin... tuvimos suerte de que la dichosa palabreja estuviera estampada claramente en ambas etiquetas, porque de lo contrario creo que la estancia en este puerto nos habría salido más cara de la cuenta.
Tras ver que no somos víctimas potenciales de su celo, se aleja con la boca apretada andando hacia la salida, y pasa justo al lado de donde un emisario de aguas fecales está lanzando todo tipo de desperdicios a las aguas aceitosas que rodean los pantalanes. Pensamos que esto, evidentemente, no es tan importante para la ecología como controlar el champú de los desaprensivos navegantes.

Pasado el calor de las primeras horas de la tarde, tomamos el autobús para Cagliari.
La capital administrativa de Cerdeña tiene unos 240.000 habitantes y está situada a dos kilómetros y medio de nuestro punto de amarre. Y nada más llegar nos muestra un bonito paseo junto al puerto viejo, con edificios antiguos de factura gótica y barroca, con amplias arcadas medievales que recuerdan pasados esplendores de su pertenencia la Corona de Aragón.
La ciudad fue fundada por los fenicios como punto comercial de penetración en la gran isla y puerto de aprovisionamiento para alcanzar las colonias más apartadas de la península Ibérica. Después sufrió las sucesivas oleadas de invasores: cartagineses, romanos, bizantinos, sarracenos, pisanos y catalanes. La arquitectura de estos últimos es la predominante en el actual centro histórico y comercial, con una extensa zona de bares y tiendas instaladas bajo impresionantes bóvedas de crucería, con escudos nobiliarios en su centro. En las calles principales hay mucha animación, pero las más estrechas y apartadas, todo hay que decirlo, presentan un aspecto un tanto abandonado.

Vía Roma de la ciudad de Cagliari, la capital de la isla

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Animación en tiendas y restaurantes situados bajo las arcada de Vía Roma

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La catedral de Sª Cecilia es de bella factura, y data del siglo XIII, poco antes de que la isla fuera otorgada por el papa Bonifacio VII a Juan II de Aragón. Un transeúnte nos dice incluso que en su cripta está enterrado un rey de esta dinastía.
Hay también en la ciudad de Cagliari extensos barrios y edificios de moderna construcción, con avenidas ajardinadas, y un gran estadio donde años atrás (al menos alguien del grupo así cree recordarlo), se celebró un mundial de fútbol.
Como centro industrial de la isla, en las afueras existe un importante polígono, con empresas siderúrgicas, químicas, cementeras, de elaboración de tabaco y derivadas de las importantes salinas situadas en su parte oeste.
En nuestro paseo llegamos al puerto y allí, entre las embarcaciones amarradas, tenemos la grata sorpresa de reconocer un velero de bandera española. Nos alegramos sinceramente, ya que hasta ahora han sido más bien escasos los compatriotas que hemos encontrado en estas costas.
Un chico nos cuenta que sólo estarán dos horas en este puerto, donde inicialmente no pensaban entrar, puesto que se les ha agotado el tiempo de vacaciones y tienen mucha prisa en regresar a su casa. También añade, con cierto tono de resignación, que no disponen de información fiable del tiempo, pero aprovechando que es domingo, sus padres se han empeñado en asistir a misa en la catedral, como requisito previo e indispensable antes de iniciar la travesía hacia la Península.

Parte vieja de Cagliari, ciudad donde han dejado su huella todas las civilizaciones mediterráneas

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Tras desearles una buena singladura, les pasamos el último parte francés, aconsejándoles que, sin menoscabo de confiar en la protección divina, no se olviden de hacer caso a la previsión meteorológica. Y nos despedimos con una sonrisa, pensando que las distintas preferencias personales son igualmente válidas bajo el sol.

A las nueve de la mañana salimos de Poetto. No ha sido caro, al cambio unas dos mil pesetas por un día de estancia, pero mucho nos tememos que la tarifa aplicada va más en función de la “apariencia” de los clientes que de la medida real de las embarcaciones. Un francés nos había dicho que, en este puerto, si regateas con los marineros es fácil conseguir una buena rebaja; y algo más tarde, al pagarles, notamos que éstos miran a cada lado y se meten disimuladamente el dinero en el bolsillo sin querer darnos ningún recibo. Mucho nos tememos que la picaresca les procura en verano buenas ocasiones para redondear el sueldo.

El viento sigue como ayer, del sur-oeste, con una velocidad que no debe llegar a los diez nudos. Vamos dando lentos bordos hacia el sur, ayudados por el débil ronroneo del motor. El tiempo es bueno, sol radiante y temperatura agradable. La costa es baja en esta zona, con marismas, salinas y pequeñas ensenadas. De todas formas no podemos bajar la guardia, puesto que en algunos lugares la profundidad disminuye rápidamente hasta los cuatro metros, pese a navegar a media milla de tierra.

Hay que tener especial precaución en las proximidades de Punta Zavorra, donde existe una terminal de descarga de petroleros, con grandes boyas metálicas, algunas semihundidas, que señalan un canal dragado de acceso para grandes buques. Al estar más cerca, vemos que una enorme mancha negra que divisamos desde lejos se concreta en la figura de un superpetrolero de eslora superior a los trescientos metros.

Pantalán del terminal petroquímico de Sarroch, que se separa 1,4 millas de la costa junto a Punta Zavorra

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Llamaradas de la refinería de Sarroch, brillando en la noche como un faro de la antigüedad

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Cinco millas más al sur de este punto encontramos finalmente el Cabo di Pula, con la islita de San Macario que puede verse desde bastante distancia. Decidimos recalar en la bahía sur, acercándonos el máximo a tierra para evitar los efectos del viento, que ha aumentado sensiblemente en las proximidades de tierra.
A nuestro alrededor hay algunas barcas de pesca locales, y en la costa, un bar restaurante situado cerca de las ruinas de la ciudad púnico-romana de Nora.
Tras darnos un baño y comer tranquilamente, izamos anclas para seguir hacia el Cabo Spartivento, final del extenso Golfo de Cagliari, y que constituye junto a Punta Teulada, los extremos más meridionales de la isla de Cerdeña.

Isla de San Macario, cerca de Pula

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Nuraghe del poblado megalítico de Nora

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Dos horas después alcanzamos la base del promontorio donde destaca el faro, y nuestra intención inmediata es torcer la norte y proseguir ocho millas más hasta Porto Teulada, señalado en el mapa justo en el límite de una zona militar en la que está prohibida la navegación. Pero cambiamos de idea diez minutos después, al cruzar el través de un lugar llamado Malfatano, cuya existencia nos había pasado desapercibida, y divisar tras un pequeño islote una playa y numerosos mástiles de veleros.

Siempre es importante hacer caso a estos detalles. Especialmente si se reconocen matrículas de embarcaciones locales. Un lugar concurrido suele ser seguro con el tiempo que se espera. Malo cuando decides pasar la noche en una calita preciosa y compruebas que todo el mundo la abandona la atardecer. A menos que conozcas muy bien las características de la zona, hay que sospechar que si nadie fondea allí, por algo será.

Al entrar comprobamos que Malfatano es una bahía prácticamente intocada con dos zonas donde es posible fondear. La más cercana a nosotros es una franja de arena protegida por la isla Teredda, con fondos de unos dos o tres metros donde las áncoras tipo arado agarrarán sin ningún problema. Aunque pensamos que podría ser algo peligroso en caso de que se levantaran vientos fuertes del segundo o tercer cuadrante.

Puerto de Malfatano, refugio de pescadores cercano al Cabo Spartivento

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La otra está situada más hacia poniente, es un pequeño puerto de orillas rocosas, de aproximadamente un kilómetro de profundidad por trescientos metros de anchura, aunque, debido a los bajos de alga, la zona practicable para embarcaciones de orza se reducirá a menos de la mitad de su espejo de aguas. Hay unas pocas barracas con muelles de madera y pequeñas barcas de pesca, cuya estampa me recuerda la preciosa cala menorquina de Sa Nitja.

En este caso, el parte del tiempo es tranquilizador. El vientecillo que hemos tenido durante el día era de origen térmico y está calmando con la bajada del sol. Para mañana se anuncian vientos de fuerza dos-tres de mistral, con lo que podemos estar totalmente resguardados y tranquilos.
La playa es casi virgen. Desde nuestra posición sólo vemos un chalet de construcción antigua, de formas elegantes, con tejadillos a cuatro aguas, como las típicas casas señoriales mallorquinas. Sobre la arena hay algunas hamacas y sombrillas, aunque casi todas están vacías y los bañistas sólo ocupan la parte más alejada.
Nuestros vecinos se muestran bastante amables; el único tripulante de un velero inglés nos llama a grandes voces. Al reconocer nuestra bandera, nos dice que acaba de llegar del puerto de Mahón, y que pese ha haber navegado por el Pacífico, considera Menorca como uno de los lugares más bellos del mundo.
Una legión de franceses que ocupan un Beneteau de gran eslora también nos saludan y brindan en alto con un vaso de vino. Supongo que debe ser un reconocimiento al hecho poco frecuente de ver barcos españoles tan pequeños lejos de la protección de sus costas.

A esta hora de la tarde se impone un baño y una ducha. Después, tocará arreglarnos un poco y preparar una cena en común. Esta vez en la bañera del Mar Pla.
Mientras estamos tomando un aperitivo observo a una pareja de jóvenes que hace un buen rato están de pié sobre la arena, y nos miran fijamente, señalándonos él con el brazo, como si intentara explicarle a la chica las características de nuestras embarcaciones.

Sin pensarlo dos veces, se nos ocurre invitarlos a bordo. “Venite qua... sí... voi, venite...”. El chico sonríe, y ella se gira como avergonzada. Salto a la zodiac y voy a buscarlos.
Él se llama Piero y ella Andrea. Son de Cagliari. Y nos enteramos que el padre del chico tiene un velero de treinta y dos pies, y el año pasado estuvieron de crucero en Menorca. Su padre pertenece a una asociación náutica denominada Hermanos de la Costa, aunque tal nombre no tiene nada que ver con su homónima de infausto recuerdo, que reconocía en el siglo diecisiete a las agrupaciones de piratas y filibusteros del Caribe.

Son realmente simpáticos y charlamos un buen rato sobre barcos y travesías. Me entero de un dato interesante. La asociación prepara cada año una salida desde Cerdeña hacia Túnez. Por un módico precio, los organizadores se encargan de todo el papeleo, de reservar plazas en los puertos de recalada, de contactar con guías de confianza para organizar visitas en Land Rover al desierto, y de mediar con las autoridades, si surgen conflictos por problemas idiomáticos o de costumbres.
Tomamos buena nota de ello, para una próxima ocasión.

La Spiaggetta Bianca, protegida por la isla Teredda. Al fondo, la punta y el faro del Cabo Spartivento

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A la mañana siguiente nos despiertan unas pitadas insistentes. Son los vigilantes de la playa. Unos fornidos jovenzuelos vestidos de naranja, que nos dicen que está prohibido fondear a menos de cincuenta metros de la ribera. Sin querer llevarles la contraria, yo juraría que estamos a más de setenta. Una sencilla triangulación me confirma que el Bon Vent, el más cercano a la arena, tiene su proa a ochenta y cinco metros. Pero por no discutir, levantamos anclas y corremos un poco hacia atrás.

Después, observamos como los mismos individuos, subidos a su torre de vigilancia, no dejan de importunar a cualquier bañista que se atreva a separarse más de veinte metros de la arena. Escrutando constantemente con los prismáticos, y utilizando el megáfono para ordenarles que regresen al punto donde hacen pie.
Algunos les hacen caso a regañadientes. Otros les regalan con expresivos cortes de mangas, habida cuenta que el lugar no es en absoluto peligroso, el mar está en calma y no hay rastro de corrientes marinas.
Un poco más tarde, en el mismo instante en que ponemos un pie en tierra, aparecerán de nuevo las "masas de músculos parlantes" para decirnos que no podemos dejar nuestra zodiac de dos metros sobre la arena, pese a que la playa es inmensa y está vacía... Los vigilantes de marras, con el mismo aspecto de supina inteligencia que sus congéneres americanos, encogen los hombros al dirigirse a Ernesto y a mí, y sacan pecho para mirar a las chicas que nos acompañan.

Me veo obligado a volver remando al barco y cargar una pequeña ancla; fondear después en un palmo de agua, comprobando que al bornear el chinchorro quede como mínimo a un medio metro de la ribera. Y aprovecho para preguntarles irónicamente si todo está ahora a su gusto o es preciso que los remos, el cabo y el ancla del “buque” hinchable hayan sido antes homologados por los inspectores de su “Capitanería di Porto”.
En fin... pienso que no hay como darle un silbato a un pobre de espíritu, para poder certificarlo al instante y sin posible margen error.

Tras la playa hay un extenso bosque de pinos y tamarindos, y disimulado en su interior, un pequeño camping y un merendero-restaurante que nos pone los dientes largos. Este mediodía, tras dar un agradable paseo por la zona, nos comeremos un delicioso pollo a l’ast, acompañado de una cerveza bien fría y un helado, que yo juraría que es de Frigo, aunque aquí se vende con el nombre de Algida.

A media tarde abandonaremos Malfatano y el fondeadero de la Spiaggetta Bianca, reconociendo, pese a los “naranjitos”, que es un lugar seguro y agradable de visitar.
El sol aún sigue alto en el cielo. No hay viento apreciable. Y bordeamos el golfo a paso lento, descubriendo pequeñas calas que interrumpen el acantilado. Tras él, se dibujan una sucesión de montes de bastante altura, cuyas laderas, tapizadas de vegetación corta, llegan hasta la costa.

Bahía y Punta Teulada al atardecer, vista desde la torre de Budello

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En la mar vamos dejando nuestra estela tenue y fugaz, y en la carta progresa una línea de derrota que después de rodear casi toda Cerdeña desde el norte, casi comienza a asomar por su extremo sur-occidental. Hoy hemos andado únicamente cinco millas desde Malfatano y nos deben faltar menos de dos para llegar al pie de la torre aragonesa de Budello.

Tomando como referencia esta construcción y la pequeña Isola Rosa, pienso que el Mar Pla y el Bon Vent no tendrán demasiadas dificultades para encontrar la entrada del puerto de Teulada, escondido como los buenos puertos de refugio, entre la mágica bruma que precede al atardecer.


13 Jun 2010 22:38
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Nuevo mensaje Re: Trazando rumbos en Cerdeña - Partes I a VIII (Completo)
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Trazando Rumbos en Cerdeña - Parte VII-

Las Islas de los Genoveses


Porto Teulada es un pequeño puerto situado al sur-oeste de Cerdeña. No es muy conocido entre los cruceristas, porque está bastante disimulado al fondo de una bahía entre dos cabos prominentes –Punta Teulada y el Cabo Spartivento- y tiene bastante cerca el punto de recalada por excelencia de Carloforte, paso casi obligado para todos los que navegan entre las Islas Baleares y el Mediterráneo oriental.
A nosotros nos gusta bastante, y no porque tenga muchos servicios o una sólida infraestructura turística, sino porque es tranquilo, tiene una preciosa playa adosada y se puede elegir entre amarrar de popa al muelle o fondear tranquilamente con el ancla.

El puerto en sí está formado por un brazo artificial de 350 metros de longitud que cierra un considerable espejo de agua en forma de cuadrado, con la bocana dirigida hacia gregal. El rompeolas fue construido hace unos pocos años para ofrecer un refugio a los pescadores de esta zona costera, bastante rocosa y abrupta en su mayor parte, y proteger sus embarcaciones de los vientos y olas predominantes del sur. Los fondos son bastante variados, hay algunos claros con un buen lecho de arena y otros que alternan ésta con el barro o las praderas de posidonia. Las sondas rondan los siete u ocho metros, salvo en la parte norte, en las proximidades de la playa, en que disminuyen rápidamente a menos de dos. En las cercanías del muelle hay que tener especial cuidado a no enrocar con restos de muertos o cadenas, dándose el caso que nosotros llegamos a enganchar nuestra ancla en los hierros de una vieja motocicleta que alguien había arrojado al mar.

Puerto de Teulada, con la torre de Budello al fondo

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Barcas de pesca en Teulada

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Hay pocos veleros amarrados, la mayoría prefieren quedarse en la cala de Malfatano o en la Spiaggetta Bianca que linda con ella, protegida tras la isla Taredda. Aparte de los pequeños Bon Vent y Mar Pla vemos algunos mástiles con banderas francesas e italianas, cuyas tripulaciones se comportan, como es habitual, de una forma simpática y agradable. El resto son pequeñas barcas locales tripuladas por gentes que no parecen tener la afición al mar muy enraizada en sus vidas.

Esto es Cerdeña, y a pesar de ser una isla inmensa, con un perímetro de costa que, contando los entrantes y bahías, supera las mil cien millas, se da la paradoja que la mayoría de sus habitantes no son gentes de cultura marítima. La economía de sus pueblos ha estado basada desde tiempos inmemoriales en las labores del campo o en la explotación minera. Por ello, es difícil encontrar una actividad náutica importante salvo en la zona de la Costa Esmeralda, situada junto al archipiélago de La Madalena, y fruto de inversiones exteriores y de la presencia de la jet–set internacional, o en las cercanías de los tres o cuatro puertos más importantes.

Este detalle no nos preocupa demasiado. Es agradable fondear en pleno mes de agosto en lugares tranquilos, sin estar rodeados por una marabunta de cientos de motores que rugen durante todo el día a tu alrededor.
El pueblo de Teulada está situado tierra adentro, a unos cinco o seis kilómetros del puerto, y es un pequeño núcleo que nos recuerda a la población menorquina de San Clemente, con construcciones bajas y unas pocas calles a ambos lados de la carretera. Aunque en las fachadas de las casas predomina el color de la piedra desnuda, sin la generalidad del blanco que domina en nuestra isla.

Calle principal de la Villa de Teulada

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Estando sentados en el bar de su plaza principal, nos aborda un señor grueso, de rojas mejillas, que sujeta en la mano una enorme jarra de cerveza. Es el alcalde del pueblo, y al ver que somos extranjeros, se levanta de su mesa para darnos la bienvenida.
Es un personaje campechano que habla por los codos. Nos dice que tienen grandes proyectos, y dentro de poco, el puerto cambiará radicalmente su faz con la construcción de una dársena deportiva anexa y la urbanización de toda la zona. Según él, de esta manera se atraerá el turismo de calidad y la gente del pueblo podrá diversificar y aumentar sus recursos.

En esto, otra persona que nos miraba con insistencia se suma a la conversación. Es una mujer de cabellos grises, de una cincuentena de años que, para sorpresa nuestra nos confiesa que es natural de Argentina, de la ciudad de Buenos Aires; aunque ya hace muchos años que cambió las lejanas latitudes australes por el clima de esta isla mediterránea. Ella se define como ecologista y no parece estar muy de acuerdo con las palabras del alcalde. Por el desarrollo de la rápida conversación que nuestros anfitriones alternan entre el idioma sardo y el italiano, intuimos que ella pertenece al grupo de la oposición en el Comune (Ayuntamiento), y ve con grandes reservas los ambiciosos proyectos de expansión. Con nosotros como imparciales testigos, ella se cansa de discutir y nos hace el expresivo gesto de frotarse los dedos índice y pulgar, dando a entender que será difícil de parar porque “hay mucho dinero metido en el asunto”. El alcalde también nos mira y levanta la cejas mientras niega con la cabeza, como quien considera que no hay que hacer demasiado caso a la mujer, porque, al preferir las playas solitarias o una costa llena de matorrales frente a las ventajas que va a traer el progreso, su interlocutora demuestra estar un poco loca.

Creo que ambos podrían aprender bastante visitando algunos lugares de las Baleares. Aunque me temo que las cosas que contarían a su regreso a Teulada tendrían un enfoque radicalmente distinto. En fin, es el eterno dilema entre los modelos de conservación y de desarrollismo a ultranza, de cuya prudencia y sabio equilibrio depende el futuro de nuestro mar. Son posturas complejas que dependen de muchos factores, incluyendo la idiosincrasia de las gentes de cada región, que en última instancia hay que comprender y respetar.

Séptima Etapa. De Porto Teulada a Calasetta

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Esa noche, en el fondeadero, sufrimos la repentina irrupción de un chubasco de viento -por la extraordinaria fuerza que adquiere, casi diría un un tornado-. Partiendo de un tiempo cálido y sereno, en pocos segundo se han levantado feroces rachas que han provocando el garreo de algunas embarcaciones. A Ernesto se le atraviesa una cadena bajo la hélice. Nosotros debemos aguantar los cinco minutos que dura el fenómeno con el motor en marcha y aumentando las revoluciones en los momentos más duros. Al calmarse, comprobamos que hemos tenido suerte, pero un barco de dos palos francés ha acabado empotrando su proa bajo los candeleros de un velero italiano, produciéndole algunas roturas y la consabida sinfonía de gritos y carreras de sus ocupantes.

Con el nuevo día proseguimos nuestro crucero. La primera semana de agosto van pasando en el calendario, y ya hace más de un mes que abandonamos Menorca. El proyecto era realizar una vuelta completa a la isla hermana de Cerdeña, con nuestras pequeñas embarcaciones a vela (un Daimio 23 y un Puma 26), descubrir sus calas, sus puertos y las costumbres de sus habitantes. Para ello, y a partir de la ciudad de Alguero, hemos seguido la costa en el sentido de las manecillas del reloj, pasando por Stintino, Bonifacio, varios puertos de la Costa Esmeralda, la isla Tavolara, todo el litoral de levante hasta Arbatax y Villasimius, el golfo de Cagliari y la costa sur. Ahora estamos a punto de remontar de nuevo hacia el norte, para visitar las islas de los genoveses y los tres o cuatro lugares de interés de su costa occidental. En total, y sin contar los dos trayectos de 190 millas comprendidos entre Menorca y Cerdeña, habremos navegado unas cuatrocientas millas, y nos quedarán algo más de cien para completar nuestro periplo.

La costa entre el puerto y Punta Teulada

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Playa de Zafferano, junto a Punta Teulada

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Nada más salir del puerto izamos las velas y nos dirigimos hacia el sur-oeste. Admiramos la belleza de pequeñas playas escondidas al pie de los acantilados de Cabo Teulada. Éste es el punto más meridional de Cerdeña y forma parte de una zona militar en la que están prohibidas la pesca, el fondeo y, ocasionalmente, la navegación. De todas formas, en el pueblo nos han dicho que no hagamos mucho caso de lo que dice el derrotero, puesto que ya son muy raras las maniobras militares con tiro real. En caso de que los militares decidan efectuar sus ejercicios, siempre tienen antes la delicadeza y la precaución de enviar una patrullera para que advierta a los despistados.

Nada más doblar la punta rocosa, ponemos proa hacia el cabo Espertone, situado en el extremo de la isla de San Antíoco. El viento es de fuerza tres de siroco, lo que permite izar el spinaker multicolor y navegar tranquilamente hacia el nor-oeste.
Por estribor divisamos el enorme peñasco de El Toro, que se alza verticalmente más de cien metros sobre el mar a unas cinco millas al sur del cabo Espertone. Esta roca es un peligro a tener en cuenta si se navega de noche por estas aguas. A pesar de que en las cartas figura la existencia de un faro, no recuerdo haberlo visto brillar en ninguna de las tres o cuatro ocasiones en que he pasado de noche por aquí.

El islote de El Toro al contraluz

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Navegando en conserva con el Mar Pla, de nuestros amigos Ernesto y Paula

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A nuestro alrededor han proliferado las barcas de pesca, y también divisamos bastantes boyas de redes de fondo. Mientras pasamos silenciosamente a su lado, unos pescadores son saludan con un efusivo gesto. Uno de ellos nos enseña con una sonrisa, un enorme cabracho que acaba de capturar con el volantín.
Para evitar que el viento se nos cambie de banda y debamos atangonar el balón al otro lado, el rumbo nos lleva a pasar a poca distancia de El Toro, tal vez a milla y media. Por estribor comienza a separase del perfil de tierra otra roca denominada La Vacca. Y es interesante hacer notar la coincidencia de nombres que se dan en todas la orillas del Mediterráneo. En Menorca también tenemos dos escollos llamados el Toro y la Vaca, situados junto a la Isla den Colom. Y hay “espalmadores”, “salinas”, “dragoneras” , “calas llongas” e islas “planas” y “foradadas” diseminadas por toda la ribera del Mare Nostrum.

Algunas millas hacia el norte, divisamos con los prismáticos la baja silueta del puerto Ponte Romano. Éste puerto está situado en el istmo que une la isla de San Antíoco con tierra firme y es utilizado únicamente por las embarcaciones de pesca que se dedican a la captura del atún. Más cerca de la costa, se diluye el siroco y aparecen brisas variables de cara que nos obligan a arriar el spinaker. El Mar Pla, de nuestros amigos Ernesto y Paula se ha adelantado sensiblemente, como siempre que nos vemos en la obligación de ir haciendo bordos. Nuestro Bon Vent es una sólida embarcación de fibra de vidrio y siete metros de eslora, construida a mediados de los años setenta, que se comporta muy bien con mala mar y anda bastante con vientos traveses y portantes de media intensidad; pero debo reconocer que las ceñidas nunca han sido su fuerte. Tal vez con unas velas mejores, de tejido más fino y menos embolsadas, conseguiríamos un mejor ángulo de bolina. Pero también deberíamos aligerar el barco, dejando sobre el muelle todas aquellas cosas que consideramos imprescindibles para pasar una vacaciones en el mar con comodidad y seguridad. Es lo de siempre, no nos quejamos, aunque las inconstantes ventolinas del Mediterráneo nos obliguen a utilizar el motor en muchas más ocasiones de las que desearíamos.

A la una de la tarde estamos en el centro del Canal de San Pietro. Tras un periodo variable, el viento a rolado a poniente y nos viene a un descuartelar, soltamos la escota del génova y ponemos proa hacia el puerto de Carloforte.
Vamos atentos a las indicaciones de la sonda. En unos instantes, la profundidad baja repentinamente desde los nueve hasta los tres metros, para sumergirse de nuevo hasta los doce. La carta es algo imprecisa y está plagada de “seccas”, como se denominan los escollos en italiano, aunque nosotros sólo debemos preocuparnos de aquellas que dejen menos de metro y medio de agua sobre sus crestas. Charo está en la proa, atenta a los cambios de color que nos indicarán la presencia de los bajíos más peligrosos.

El viento de sirocco levanta borreguillos en canal de San Antíoco, visto desde la Isla de San Pietro

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La pequeña isla de San Pietro, de nueve kilómetros de longitud por unos cinco de anchura, está situada a tres millas escasas de la costa de Cerdeña. Y nos muestra una ribera baja, con playas de tamaño casi familiar y reducidas calitas en donde se distinguen algunos chalets nueva construcción. El único puerto de la isla está situado a la mitad de su lado oriental, frente al pueblo de Carloforte. Y toda la isla cierra, con su hermana de San Antíoco y la propia costa de sarda, una extensión de aguas interiores de unas cinco por cinco millas, con accesos por el sur a través del ya citado canal de San Pietro, y por el norte, entre la Isola Piana y la Isoletta Ghinghetta, con un paso de dos millas sembrado de peligrosos escollos en su centro.

Procuramos no apartarnos demasiado de la ribera porque hay bastante tráfico de ferris y barcos mercantes. En estos instantes, un petrolero de gran porte esta remontado el canal, con media proa bulbosa sobresaliendo del agua y levantando una imponente muralla de agua. Su rumbo apunta hacia las humeantes chimeneas de la ciudad industrial de Porto Vesme.
Ya cerca de Carloforte, al aproximarnos al rompeolas sur, nos damos cuenta de que nos hemos metido en una especie de laberinto de bancos de arena. Varias veces tengo la sensación de que nuestra orza ha tocado fondo, y pese a no implicar peligro alguno, por estar el mar en calma y ser el lecho blando de algas y arena, el roce puede dejarnos la parte inferior de la obra viva sin la necesaria protección de la pintura antiincrunstante.

Ernesto ya está entrando en el puerto. Nosotros lo alcanzamos tras encontrar la salida del atolladero. Echamos el ancla en cuatro metros de agua, a pocos metros del malecón norte, rodeados de una veintena de embarcaciones similares.
Antes se podía amarrar perfectamente y de forma gratuita, a este viejo muelle. Con el ancla por al proa, y las estachas traseras sujetas a una anilla de hierro o, en su defecto, a un destornillador introducido entre los resquicios de las piedras. Pero, hace dos años, la Capitanería decidió prohibir tal actividad debido al mal estado de la mampostería que presentaba peligro de derrumbe. Desde entonces, el largo atracadero permanece vacío, salvo por un viejo y herrumbroso pesquero escorado, que por los años que lleva en la misma posición, más que flotar, da la sensación de estar apoyado sobre el fondo, y dos lanchas de guardacostas colocadas justo donde la consistencia del muelle parece más precaria. Sin embargo, los visitantes que prefieran estar amarrados, pueden acudir al puerto deportivo situado al otro extremo de la rada.

Paseo marítimo de Carloforte, al fondo se ve uno de los ferris que comunican con Porto Vesme y Calasetta

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Paseo marítimo, junto al monumento a Carlo Emanuele III de Saboya

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De pie sobre la proa, mi mujer y yo contemplamos la bonita estampa de esta ciudad. Siempre nos ha gustado, desde que cuatro años atrás llegamos aquí una noche procedentes de Mahón, en nuestra primera escala de un largo crucero hasta las islas griegas.
El pueblecito de Carloforte es uno de esos pocos rincones del Mediterráneo occidental que aún mantiene el sabor marinero de antaño. Fue fundado por pescadores genoveses expulsados por los tunecinos en 1738, de la colonia que esta ciudad-estado mantenía en la isla de Tabarca, situada en la costa africana. Estas personas fueron alojadas en San Pietro por Carlo Emanuele III de Saboya, y en reconocimiento al gesto de este soberano de piamontés, se le dio a la población el nombre de Carloforte.

Hay que relatar la anécdota de que una parte de los refugiados prefirieron emigrar hacia España, y colonizaron un pequeño islote a un tiro de piedra de la localidad alicantina de Santa Pola. Roca que bautizaron como su lugar de origen: Tabarca.
Es tan evidente la ascendencia genovesa en Carloforte que entre los más viejos aún se mantiene su propia lengua. Cuando hablan entre ellos, y pese a reconocer una cantinela parecida al italiano, es realmente difícil llegar a entender alguna de las palabras que pronuncian en rápida cadencia.

Son las dos de la tarde, estamos acalorados y hambrientos, así que decidimos bajar a tierra para tomarnos un refresco y comernos un descomunal trozo de pizza.
El motor fueraborda de Ernesto arranca tras algunas blasfemias por parte de su dueño y nos lleva entre estornudos y empujones hasta el muelle. Atamos la zodiac junto a los guardacostas y recorremos con calma el precioso paseo marítimo sombreado por palmeras y tamarindos. Llegamos a la plaza de la República, rodeada de bancos de madera y con dos gigantescos ficus que resguardan del sol a un pequeño grupo de silenciosos abuelos. Desde allí tomamos una calle lateral hasta la siguiente esquina, en donde, creo recordar, hay una "pizzería al taglio". El negocio sigue abierto, aunque a estas horas ya han agotado casi toda su producción matinal de esta sabrosa especialidad italiana.

Grandes ficus protegen del sol en la Plaza de la República de Carloforte

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Corso Tagliatico de Carloforte, que va desde le paseo marítimo hasta la iglesia de S. Carlo Borromeo

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La mujer delgada y morena que lo atiende nos reconoce de seguida. No podía ser menos. En cada una de las ocasiones en que visitamos este puerto, hemos acudido puntualmente a su establecimiento. Nos despide con un expresivo: “Adeu i bon profit”, pronunciado con un aceptable acento catalán, y salimos de nuevo a la calle con varias bebidas frías y cuatro humeantes cucuruchos de papel que envuelven sendos trozos de pizza. Buscamos un rincón de sombra en el paseo, y los cuatro amigos disfrutamos, en la paz del mediodía, de una de estas comidas sencillas e improvisadas, que por encontrarte a gusto y en buena compañía, son las que más que mejor recuerdo dejan.

Dedicamos la tarde a explorar un poco el pueblo y los alrededores. Hacia el sur hay una gran extensión de terreno llano que desde mucho tiempo atrás fue dedicado a la producción de sal. Aunque, hoy en día, tal actividad casi ha desaparecido. En el canal principal de alimentación vemos que hay una gran cantidad de peces, especialmente mújoles que nadan entre las pequeñas barcas amarradas en su ribera.

Vista desde la parte alta de Carloforte, al fondo se ve la Isla de San Antíoco

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La parte más antigua del pueblo está formado por un núcleo de callejuelas estrechas que parten desde el puerto y se encaraman por una pequeña colina. La mayoría son edificios de dos plantas, pintados de colores pastel con balcones de hierro en las ventanas. A igual que en los pueblos de Menorca, la mayoría de las puertas tienen un recuadro acristalado en su parte superior, con trabajadas cortinas de encaje que protegen la intimidad de sus ocupantes.
Muchas de las puertas están abiertas, y pueden verse largos pasillos que acaban en patios frescos y llenos de plantas. A media tarde, algunas personas han sacado las sillas a la calle y se sientan tranquilamente a charlar con lo vecinos. Son gentes sencillas, principalmente pescadores. En esto se nota una gran diferencia con las gentes de procedencia sarda, cuya cultura, ya lo he dicho antes, es básicamente rural.

Al atardecer, el paseo marítimo se llena de gente. No entendemos de donde pueden salir tantas personas en una isla tan pequeña. Aparte de los naturales, muchos de ellos son turistas que veranean en los chalets y apartamentos de la costa. Hay una multitud de jóvenes que llenan con su animación todos los bares y terrazas, la plaza de la república está ahora a rebosar, y el ambiente lleva visos de mantenerse a igual ritmo hasta altas horas de la madrugada.
Nosotros no esperamos tanto, después de cenar regresamos a nuestras embarcaciones. Para mañana tenemos otra amenaza de mistral, el viejo amigo que ya nos brindó tres semanas de inolvidables vendavales cuando estábamos navegando en el norte de Cerdeña. Aunque, en este caso, las predicciones “sólo” alcanzan a fuerza siete para la zona donde nos encontramos y con una duración que no excederá de las veinticuatro horas.

Ha salido el sol y el viento es moderado, pero sube con la mañana hasta alcanzar rachas que podrían resultar molestas en mar abierto. Nosotros estamos perfectamente en este puerto. Sobre todo porque al llegar fondeamos bastante cerca del malecón, y el viento, al ser desviado por la altura de éste, nos pasa a la altura del tope de mástil.
El fondo de este puerto es de fango con algas cortas, cuyas raíces embozan las anclas de pala ancha e impiden el agarre. Por esto, nada más llegar tuve la precaución de tirarme al mar y clavar el ancla con las manos. En cambio, algunos de los barcos que están fondeados más hacia la bocana están sufriendo de lo lindo. Un magnífico velero de madera de unos dieciocho metros de eslora comienza a garrear sin que nadie a bordo se de cuenta, dirigiéndose hacia las piedras del rompeolas sur. Suenan un par de bocinas de niebla de otros barcos y, finalmente, sus despistados tripulantes arrancan el motor y se alejan del peligro.

Vemos el “quetch” de dos palos francés que tuvo ya problemas en Teulada. A su lado hay un pequeño velero italiano de unos 24 o 25 pies de eslora. El caso es que su forma me resulta bastante familiar. Cojo los prismáticos y creo reconocer a uno de sus tripulantes. Se llama Enrico Piras, y el barco es el Dafne, un Edel 25, el hermano pequeño del legendario modelo Arpége, construido a finales de los sesenta por un astillero francés.

El Dafne de nuestros amigos Enrico y Hèlena

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Ellos también nos ven y acuden con la zodiac. Nos alegramos de encontrarlos de nuevo. Saludamos a su mujer Hèlena. Nos cuenta que ayer escucharon el parte meteorológico y decidieron dejar su habitual fondeo en Calaseta, al otro lado de la bahía, para pasar un día en Carloforte, mucho más protegido del mistral.
Enrico en un sardo simpatiquísimo y un verdadero “manitas” del bricolage, una de esas personas que saben hacer de todo y lo hacen bien; desde electricidad a mecánica, soldadura, trabajos de fibra de vidrio o cualquier tipo de reparación que necesite su embarcación. Lo único que se le escapa es la electrónica, trabajo que en cambio a mi se me da bastante bien, por ser mi trabajo habitual.

También le enseñamos los cambios que hemos hecho en el Bon Vent: las instalación del motor diésel, modificaciones en la jarcia y en los cofres de popa, una ducha de agua caliente y muchos pequeños detalles que, normalmente, sólo pueden encontrarse en embarcaciones de mayor porte.
Recuerdo que conocí a Enrico la primera vez que vinimos a Carloforte. Una tarde me fijé en su barco, entonces amarrado en el muelle, y no tardamos en entablar una animada conversación. Supongo que es debido a esa especie de curiosidad que afecta a aquellos patrones con embarcaciones similares, especialmente con las más pequeñas, o aquellas que tienen detalles y características particulares adaptadas por el propio patrón.

Hace veinte años, era raro ver esloras de nueve metros, y la mayoría de los veleros no llegaban a los ocho. En cambio, hoy en día, casi ninguno baja de los once o doce. Los de nueve ya son pequeños, y los de siete, unos enanos que sólo deberían navegar en domingo y siempre en el interior de los puertos y ensenadas. Afortunadamente esto sólo son apreciaciones subjetivas que no reflejan la realidad. Una embarcación de siete metros bien aparejada y gobernada puede hacer frente a cualquier tipo de navegación por todos los mares del mundo. Contra lo que algunos consideran, puedo asegurar que no es la eslora, los títulos náuticos o la cantidad de artefactos electrónicos y homologados lo que define la seguridad efectiva de las embarcaciones en el mar, sino la prudencia y los conocimientos prácticos del patrón en terrenos tales como la navegación, la mecánica o la meteorología.

Esta misma tarde, en el paseo marítimo, nos paramos ante la puerta de una cochera en que hay un hombre mayor que teje nasas de mimbre. Durante un buen rato contemplamos los hábiles movimientos de este artesano dando forma a estas ancestrales artes de pesca, actividad que por desgracia ya se ha perdido en nuestra isla.
Según el parte meteorológico francés, mañana no habrá viento, y por lo tanto decidimos acompañar a Enrico de vuelta a Calasetta, en la isla cercana de San Antíoco.
Este puerto está situado a media hora del anterior y es mucho más pequeño que Carloforte. En su reducida extensión da refugio a medio centenar de embarcaciones menores y a algunas barcas de pesca de altura; quedando libre el espacio justo destinado al atraque de los ferris.

Puerto industrial de Porto Vesme

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El pequeño puerto de Calasetta, en la Isla de San Antíoco

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Enrico tiene su propia boya de fondeo en la parte exterior, aunque al ser más largo el rompeolas norte, su embarcación queda relativamente protegida del mistral. De todas formas, nos dice que el sirocco también suele soplar de valiente en esta zona.
Los tres veleros nos hemos abarloado al muelle pesquero, al lado de los atuneros sicilianos, que nos saludan con un gesto desde sus altas proas. Al rato aparece un marino de la Capitanería y nos pide si seríamos tan amables de movernos unos metros hacia el interior del rompeolas, porque aquí podemos estorbar a las barcas que vienen cada noche a extender sus redes de pesca sobre el muelle. Aparte de esto, no hay problema en que nos quedemos los días que queramos.

Barcas de pesca en el puerto de Calasetta

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Le pedimos cuál es la tarifa diaria de amarre, y el marino nos mira extrañado; ¿tarifa?... no hay tarifa; el muelle es comunal, pagado por todos, como una plaza o una calle, y todos, incluidos los visitantes, pueden usarlo sin cargo alguno. Ernesto y yo nos miramos sorprendidos, no estamos acostumbrados a tal generosidad. En fin, que les aproveche muchos años, porque nos tememos que la voraz marea de intereses que afecta a todo el sector náutico también les alcanzará algún día.

Calasetta es un pequeño pueblo de unos mil habitantes edificado en una zona llana, aunque en verano crece de forma considerable con todos los turistas llegados del continente. A igual que su puerto, la villa es mucho más pequeña que Carloforte. Los edificios son más bajos y las anchas calles trazan manzanas rectangulares alrededor de una plaza central. Puestos a comparar, diría que tiene una cierta semejanza con la población de Es Castell situada sobre Calas Fons.
Enrico y su mujer se van a buscar el coche, mientras nosotros añadimos un par de “springs” a la amarras para evitar los vaivenes del reflujo de agua que el ferri provoca con sus hélices. Entonces, alguien nos llama desde el muelle. Es un hombre de baja estatura, de pelo corto, moreno y musculoso, que se presenta como Sandro. Nos pregunta de donde somos y, al poco de darle pie, ya lo tenemos metido en el Bon Vent, curioseando todos sus rincones.


Via San Maurizzio de Calasetta

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Piazza dil Comune di Calasetta

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El caso es que, al regresar Enrico, ya nos encuentra comprometidos para comer en casa de Sandro.
Nuestro amigo, que conoce al aludido, se lo mira con cara de sorna y la pregunta -¿Qué... ya lo has hecho otra vez... eh?
El caso es que el tal Sandro es un amante de los veleros y acaba invitando a su casa, a todos aquellos navegantes que pasan por su puerto.

En efecto. Un par de horas después, estamos todos sentados en una larga mesa, ante un enorme plato de espaguetis regado con consistente vino del Nuoro. Allí conocemos a la mujer de Sandro, Ínnes, y a su hijo Stéfano.
Son unas personas encantadoras. La risa no parece tener fin en aquella casa. Aparte de nosotros, en la sobremesa ha ido entrando más gente, hasta que llegamos a ser una veintena, sentados en el comedor-entrada de la casa, entre adornos de redes pesqueras y caparazones de langosta que debieron acabar sus días en la cazuela de comidas similares.

Playa de Calasetta y Canal de San Antíoco, vistos desde el pie de la antigua torre de defensa

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Cormoranes en la escollera del puerto industrial Ponte Romano de San Antíoco, con la roca de El Toro hacia el sur

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Al día siguiente, Enrico nos lleva en su coche a una visita turística por la isla. La capital se llama, cómo no, San Antíoco, que es el santo venerado en el Duomo, su iglesia mayor. También tenemos la ocasión de visitar las impresionantes catacumbas excavadas por los primeros cristianos en el subsuelo de la plaza principal.

La sombreada Via Vittorio Emmanuele de San Antíoco

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Puerto de San Antíoco, de reducido calado y acceso desde el norte por un estrecho canal balizado

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Pese a ser del mismo origen, existe una especie de sana rivalidad entre los habitantes de Carloforte y Calasetta. Sandro se declara con orgullo ser de este lado del canal, y nos cuenta un chiste que, según él, refleja muy bien el carácter de los “otros”: “Cuentan que estando diez carlofortinos en un bar, deciden jugarse con una prueba quién pagará la ronda de consumiciones. Para ello, se dirigen al puerto, acuerdan coger una bocanada de aire y tirarse de cabeza al mar. Entonces, el que aguante menos la respiración y regrese antes a la superficie será quien pagará finalmente el montante.
Fieles a su “espíritu ahorrador”, los carlofortinos hicieron lo que debían. Se echaron al mar... y acabaron ahogándose todos.

Lo cierto es que aquella noche, sentados en la atiborrada plaza mayor de Calasetta, todos nosotros acabamos riéndonos de nuestras propias sombras. Después, escuchamos un repertorio de marchas militares interpretadas con maestría por un pelotón de “bersaglieri”, los típicos soldados italianos con el sombrerito triangular y el vistoso penacho de plumas en la cabeza.

El Bon Vent y el Dafne abarloados en Calasetta, con nuestros amigos italianos

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Noche de risas en la plaza mayor de Calasetta. Ernesto y Charo en una foto con sorpresa

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Son casi las doce de la noche y nos ponemos algo tristes, porque mañana deberemos despedirnos de nuestros amigos y partir hacia el norte. Al Bon Vent y al Mar Pla aún les quedan dos escalas antes de cerrar el periplo sardo y regresar hacia Menorca: la bahía de Oristano, cuya población está hermanada con la de Ciudadela, y algo más lejos, a orillas del río Teno, la vieja y pintoresca ciudad de Bosa.

Continuará...


17 Jun 2010 20:38
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Nuevo mensaje Re: Trazando rumbos en Cerdeña - Partes I a VIII (Completo)
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Trazando Rumbos en Cerdeña - Parte VIII-

La Costa de Poniente



Remontar la costa occidental de Cerdeña tiene algunos pequeños inconvenientes. En primer lugar, las distancias entre puertos son considerables, y en segundo, el virazón, el viento térmico, casi siempre será del nor-oeste, con muy poco ángulo aprovechable entre nuestra proa y la línea de costa. Aparte de ello, es frecuente que en verano sople el mistral con cierta periodicidad, creando marejada o mar gruesa, aunque su intensidad casi nunca será la misma que en el norte de la isla.
Estos son importantes detalles que nosotros tenemos en cuenta, puesto que los barcos pequeños y muy cargados no suelen ser buenos ceñidores.

A las nueve de la mañana, el Bon Vent y el Mar Pla, dos veleros de 23 y 26 pies de eslora con matrícula de Mahón, han zarpado del puerto de Calasetta, situada al norte de la Isla de San Antíoco, para recorrer la última etapa de un giro a Cerdeña que iniciaron en el puerto de Alguero hace algo más de un mes.
La pequeña isla que hemos dejado a nuestra popa en realidad no es tal isla, puesto que está comunicada con la tierra firme a través de un puente y una carretera que cruza las marismas.

Octava y última etapa. De Calasetta a Bosa Marina y regreso a Menorca

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En esta zona hay dos pequeños puertos: el puerto de San Antíoco y el Porto Ponte Romano. Este último, dedicado al sector pesquero, está abierto al sur, y toma el nombre de un puente de piedra construido por los romanos en el siglo I de nuestra era.
El propio puerto de San Antíoco es de pequeñas dimensiones y tiene dos accesos. Las pequeñas embarcaciones que no lleven mástiles ni elevadas superestructuras pueden entrar por el sur, pasando por debajo del puente nuevo. Y las demás deben dar un largo rodeo a toda la isla y acceder por el norte; a través de un canal balizado de dos millas de longitud que comienza junto a Punta Trettu. En este caso, es necesario prestar atención a las boyas, puesto que no siempre se encuentran a flote y en su lugar correcto.

Precioso yol encontrado al dejar la isla de San Pietro

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Nosotros vamos a motor, remontando la gran extensión de aguas interiores comprendidas entre las islas de San Antíoco, San Pietro y la propia Cerdeña. La carta nos indica la presencia de bajíos, pero esto, con mar en calma, no nos preocupa demasiado, ya que en todos ellos hay más de tres metros de agua y pasaríamos directamente por encima sin notarlos.
Una hora después y cinco millas más al norte, hemos dejado atrás el puerto industrial de Porto Vesme, con sus altísimas chimeneas visibles desde gran distancia, y estamos casi al través de Portoscuso, un antiguo refugio de pescadores transformado en lugar de veraneo.

En este puerto, a parte de los amarres destinados a los residentes, hay una dársena deportiva de titularidad privada, donde, en caso de querer alquilar un coche para visitar el interior de la isla, se puede dejar la embarcación con total seguridad. Los precios son moderados (la tarifa hasta 8 metros de eslora es de 23.000 liras, unas 2.100 pts diarias, en temporada alta).
Frente a nosotros tenemos la Secca Grande, un escollo a medio camino entre la Isla Piana y la playa vecina a Portoscuso. Esta roca, que siempre vela sobre el mar, está señalizada de noche por una baliza luminosa, aunque fue precisamente donde embarrancó un petrolero ruso hace algunos años, creando una grave contaminación por el combustible vertido.

Siguiendo la línea de la costa encontramos a continuación una bahía abierta de unas doce millas de extensión, que alterna zonas de pendiente suave, con altos acantilados en su parte norte, cerca de los lugares denominados Puerto di Massua y el Pan di Zucchero.

Peñasco del Pan di Zucchero, donde también hubo explotaciones mineras

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Los nombres de las cartas marinas a veces suelen engañar. En este caso, al acercarnos vemos que en Massua no hay puerto, sólo una pequeña playa con el acceso salpicado de peligrosos arrecifes. Por su parte, el Pan di Zucchero, sin llegar al tamaño de su homónimo brasileño, es una impresionante roca que se levanta verticalmente sobre un mar profundo, a poca distancia de la costa, y donde también hubo en le pasado una mina de cinc que muestra sus bocas a distinta altura de sus paredes.
En realidad, toda esta zona ha sido explotada desde tiempos inmemoriales y es fácil observar numerosos túneles y terrazas en muchos puntos del terreno. No obstante, la complicada orografía y la ausencia de carreteras aptas para el transporte de grandes cargas, dificultaba la comunicación con los puertos importantes. Para solucionar este problema, una compañía francesa construyó a principios de siglo el llamado Porto Flavia.

Porto Flavia, un insólito terminal de carga de mineral construido en el interior del acantilado

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En este lugar, situado enfrente del Pan di Zucchero, existen unos grandes silos excavados en la propia montaña. El mineral de zinc era almacenado en su interior después de ser transportado en vagonetas desde las explotaciones cercanas, y periódicamente era vertido mediante una larga cinta transportadora a las bodegas de una nave de carga que fondeaba junto al acantilado.

La configuración de la costa no cambia demasiado hasta llegar a Cala Doméstica, a tres millas de distancia. Este simpático nombre señala una playa de doradas arenas que de repente rompe la uniformidad del acantilado, formando dos entrantes que nos recuerdan a Macarella y Macarelleta, aunque no tenga la zona arbolada que rodea estas bellas calas menorquinas.
Fondeamos en cuatro metros de agua y a unos cincuenta de la orilla, respetando la mínima distancia reglamentaria que debe separarnos de ella. En la arena hay una veintena de bañistas que han venido por tierra, y también una cuadrilla de cinco o seis inevitables “naranjitos”, esos vigilantes de la playa que ya vimos en Malfatano, equipados con toda la ridícula parafernalia copiada de las series de TV americanas. Dos de sus componentes están subidos a una elevada tarima pintada de rojo y, utilizando unos potentes prismáticos, no paran de escrutar un mar en calma absoluta para no perderse detalle de cuanto ocurre a su alrededor. No sea que un chico se les separe más de veinte metros de las rocas, o que alguna zodiac a remos se atreva a llegar hasta la orilla. Este absurdo radicalismo representa otra cara de lo que ocurre en Menorca, donde el celo parece estar reservado únicamente a controlar los papeles, permisos y la enorme cantidad de artefactos homologados que deben llevar a bordo las embarcaciones que permanecen fondeadas tranquilamente o que pescan con volatín. Mientras tanto, las lanchas siguen entrando a toda velocidad en puertos y calas, y las motos de agua tripuladas por quinceañeros se dedican a esquivar las cabezas de los bañistas, sin que en ningún momento quienes deberían poner orden hagan acto de presencia.

Playa de Cala Doméstica, muy cerca de Buggeru

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Olvidando estos nubarrones de verano, hay que decir que Cala Doméstica es un lugar perfecto para pasar el día. Aunque si se decide pernoctar, es importante atender a la predicción meteorológica, ya que en caso de que se levantara viento de mistral, las olas entrarían en la cala sin ningún impedimento.
Dos millas más al norte acaba el acantilado y llegamos al puerto y la villa de Buggeru.
Este puerto ha sido modernizado recientemente, añadiendo un rompeolas en forma de “L”, construido con tetrápodos de cemento, que cierra la bocana del antiguo malecón.
Los muelles tienen una capacidad para unas trescientas embarcaciones, incluyendo los dos pantalanes que han sido dados en concesión a una marina. Y aquí se da el mismo caso que ya encontramos en Poetto; las tarifas pueden oscilar entre amplios márgenes según el aspecto que ofrezca la embarcación o dependiendo del humor del encargado (al pedirle que nos enseñase las tarifas de precios autorizados para nuestra eslora, bajó de golpe de las 40.000 liras diarias que nos había pedido en un principio, a sólo 17.000). De todas formas, si alguien no necesita ni luz ni agua, puede amarrar sin cargo alguno en el muelle del viejo rompeolas.

Puerto de la antigua villa minera de Buggeru

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Buggeru es un bonito pueblo construido sin demasiados lujos en la falda de una colina. Con limpias y cuidadas calles de casas bajas por las que circulan algunos turistas y veraneantes. Antaño fue núcleo de elaboración conservera del atún, y también de tratamiento del mineral de zinc, que era triturado y separado de la ganga antes de ser cargado mediante porteadores a una verdadera flota de barcas de vela latina procedentes de Carloforte.
En la plaza mayor encontramos varias vendedoras ambulantes que resultan ser de nacionalidad polaca, y ofrecen la misma variedad de extraños productos que ya vimos en Calasetta. Hay copas de cristal, jarros y objetos varios. A su lado vemos un cajón con una gran cantidad de lupas y lentes de aumento de todos los tamaños imaginables, desde pequeños cuentahilos, hasta enormes lentes de casi treinta centímetros, que deben pesar más de un kilo. Otra caja esta llena de unos insectos de plástico que saltan al apretar una pera de goma. También venden viejos cuchillos, medallas y prismáticos del ejército ruso, relojes de cuerda, cámaras fotográficas de la misma nacionalidad, y lo más insólito; un surtido de herramientas industriales usadas: brocas, buriles, galgas, comparadores, y piezas varias de tornos y fresadoras que, suponemos, deben proceder del desmantelamiento de fábricas en la Europa Oriental.

Al día siguiente, al partir de Buggeru, encontramos una sucesión de larguísimas playas abiertas al pie de grandes pendientes, como la de San Salvatore, o la de Aqua Durci, ya pasado el cabo Peccora.
Afortunadamente, y para contradecir a los vientos predominantes, se ha levantado algo de viento sur, aunque es demasiado variable en dirección e intensidad como para izar el espinaker. Navegamos con mayor y el génova antagonado en un mar casi desierto; a lo sumo, cada media hora nos cruzamos con algún velero de bandera francesa o inglesa que remonta contra viento a motor. Sin duda, con la intención de llegar a Carloforte antes de la noche.

Cabo Peccora, al norte de Buggeru

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La costa es prácticamente recta, casi vamos siguiendo la misma línea del meridiano mientras en la pantalla del GPS las cifras suben poco a poco de latitud. Pasamos pequeños enclaves como Piscina, Cala Bianca, y Porto Palma, junto a la Punta Sa Murta (en lengua sarda también se utiliza el llamado artículo “salado”, como en la modalidad menorquina del catalán). Y a media tarde alcanzamos el Cabo de la Frasca, zona militar donde a veces se efectúan ejercicios de tiro real y que señala el extremo más meridional del extensísimo Golfo de Oristano. Este enclave, en forma de gota invertida, debe tener unas doce millas de largo, por seis de ancho; siendo también de unas seis millas la anchura de su boca, comprendida entre el cabo anteriormente citado y el Capo San Marco, en su parte norte.
Las profundidades no son excesivas en sus aguas, variando desde los veinticinco metros en la línea de la bocana, hasta disminuir paulatinamente hacia el interior, con profundidades de menos de dos metros que en algunos lugares se extienden a más de una milla de la costa.

El sol ya no se levanta demasiado sobre el horizonte cuando alcanzamos el fondeadero de Cabo San Marco. Este refugio está situado al este de una pequeña península con un faro en su punta más saliente, y ofrece protección a las embarcaciones frente a los vientos de componente norte; aunque no es un buen lugar en caso de siroco fuerte, ya que las olas disponen de una gran extensión interna de agua para arrancar y la estancia sería poco confortable.
A la mañana siguiente, con el cálido sol recortándose en los altos picos del centro de Cerdeña, podemos contemplar el atractivo paisaje. En la ribera vemos una sucesión de pequeños rincones arenosos que llegan hasta los muros de mampostería de las ruinas de la ciudad púnico-romana de Tharros. Un poco más arriba, en la cima del promontorio, vemos una gran torre de defensa, que como la mayoría que hemos encontrado, también fue edificada por los aragoneses en el siglo XIII.

Cabo San Marco, que cierra por el norte el golfo de Oristano

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Ruinas de la ciudad púnica de Tharros, un importante puerto de la antigüedad

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Estamos fondeados a pocos metros de la orilla (por suerte, aquí no hay “naranjitos”), y por tanto podemos bajar a tierra y dejar la zodiac sobre las rocas sin que amenacen con fusilarnos. Esta mañana hemos desayunado en el patio de una casa cartaginesa, a la sombra de los milenarios arcos y columnas de esta antigua ciudad portuaria.
Algo más tarde vamos andando hasta San Giovanni di Sinis, que nos recuerda el caserío del Pilar de Formentera, y que dista menos de un kilómetro de la torre.
En un bar-tienda de souvenirs vemos unas maquetas de embarcaciones realizadas con haces de cañas. La chica del bar nos explica que estas barcas, llamadas fassoni, son de origen prehistórico y fueron utilizadas hasta hace pocas décadas por los pescadores de la bahía.

El camino hacia S. Giovanni di Sinis desde Tharros

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Más tarde paseando por una playa en que abundan las casas construidas con el mismo tipo de cañas, veo entre unos juncos los restos de un “fassoni”, y un pescador me cuenta que las cañas utilizadas son llamadas “feu” y crecen en abundancia en los extensos lagos de agua dulce que rodean la ciudad de Cabras.
Esta embarcación debía tener unos cinco metros de eslora por uno y medio de manga, y está hecha sin un solo clavo, reuniendo haces de feu atados con fibras vegetales, anchos a popa, y que van estrechándose a medida que se elevan con un grácil arrufo hacia la proa. El pescador sigue diciendo que, a cada lado llevaban dos elevadas horquillas donde encajaban los remos, que eran manejados por el tripulante puesto de pié y mirando hacia el sentido de la marcha.

Embarcación tipo "Fassoni", construida con tallos de "feu" del estanque de Cabras

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Cabañas de "feu" en la península de San Marco

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Al expresarle mis dudas sobre la flotabilidad, él me contesta que es muy engañoso. Cuando era pequeño, solía salir a pescar con su padre en una barca semejante, y recuerda que a veces llegó a sostener sin problemas a cuatro personas adultas.
Las fassonis solían sacarse del agua después de cada salida, para que los haces no adsorbieran demasiada agua y acabaran pudriéndose. De esta manera, podían durar perfectamente un año entero. Mientras tanto, cada verano, en la semana anterior a la luna llena de agosto, acudían a los estanques para cortar nuevos tallos que se dejaban secar, y tres meses después, en una sola mañana, dos hombres comenzaban y dejaban acabada otra flamante embarcación.

Yo recuerdo un apasionante libro escrito por el antropólogo noruego Thor Heyerdahl, donde explica su travesía del Atlántico, desde Marruecos a Barbados, con los Ra, dos naves a vela construidas con tallos de papiro, siguiendo las indicaciones y pinturas encontradas en tumbas egipcias.
Con estos viajes, (en el segundo de los cuales llegó sin problemas al Nuevo Mundo) Heyerdahl demostró que la navegación de altura era perfectamente posible en épocas prehistóricas. Estas embarcaciones no eran rígidas, y podían tener casi cualquier tamaño. Iban gobernadas por espadillas e impulsadas mediante grandes velas cuadras sostenidas por mástiles bípodes. Y existen constancias escritas en tablillas sumerias de que su capacidad de carga podía exceder las cien toneladas.

Mucho antes de que aparecieran los cascos de tablas y cuadernas, el hombre utilizaba cualquier material disponible para cruzar los mares. En Sudamérica, los incas unían troncos de balsa para fabricar grandes almadías, y en lugares tan distantes como el lago Titicaca y la solitaria isla de Pascua se servían de la planta llamada totora para construir sus embarcaciones. De igual manera, en la península Ibérica se utilizaban haces de enea y espadaña, que crecía abundantemente en los humedales. En el vestíbulo de Pabellón de los Descubrimientos de la exposición universal de Sevilla, tuve ocasión de contemplar la embarcación Uru, de unos dieciséis metros de eslora, construida con tallos de totora por el español Kitín Muñoz, y con la que realizó un larguísimo viaje desde las costas del Perú hasta la lejana Polinesia.

La ciudad de Cabras, a orilla del estanque del mismo nombre

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Plaza Eleonora de Oristano, una bonita ciudad hermanada con Ciudadela de Menorca

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Dejando de lado este breve apunte de arqueología náutica, diremos que Oristano es la capital de la provincia del mismo nombre, situada en el centro-oeste de Cerdeña. Es una pequeña y bonita ciudad de unos treinta mil habitantes que tiene una curiosa característica; está hermanada con la población menorquina de Ciudadela, con la que comparte bastantes similitudes, incluyendo los actos ecuestres de sus fiestas mayores.
El puerto dista unos cuatro kilómetros de la ciudad, pero no resulta demasiado agradable para los cruceristas por estar destinado al tráfico industrial y carecer de los más elementales servicios. Por este motivo decidimos evitarlo y quedarnos fondeados tranquilamente al otro lado de la bahía.

La noche ha sido calmada, pero en la madrugada ha arreciado el viento de siroco. Los dos barcos se mueven mucho, y el Bon Vent, que está situado más cerca de la orilla, ha ido borneando hasta quedar solamente a diez metros de las rocas.
Decidimos partir hacia la siguiente etapa. Desde el cabo San Marco tomamos rumbo nor-oeste, para visitar el pequeño islote llamado Mal di Ventre, que dista cuatro millas del cabo Mannu y unas diez del lugar donde nos encontramos.
Cuando llegamos, el "embat", el viento térmico del día, ha aumentado y nos damos cuenta de que no podemos quedarnos en el fondeadero de la Cala dei Pastori, en el sur-este de la roca, puesto que la marejada es considerable. Rodeamos la ribera hacia el norte, sorteando la cadena de escollos de una milla de longitud y, con la intención de comer y darnos un baño, fondeamos en Cala Maestra, bajo el faro de la isla.

El "embat" está aumentando y este laud ha arriado su vela

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Isla de Mal di Ventre, junto al Cabo Mannu

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A las cinco de la tarde hemos regresado junto a la costa de Cerdeña. Estamos llegando al cabo Mannu. Una península rocosa de unos cincuenta metros de altura, que está unida a tierra por una lengua de arena, formando dos playas; Cala Salina en el sur, y Cala Pallosu en el norte, pudiendo elegir una u otra según el viento reinante.
Ahora ya estamos al socaire del cabo, y vamos remontando un extensísimo arenal de cuatro o cinco kilómetros que llega hasta la población de Santa Caterina.

Dos horas más tarde llegamos a Bosa Marina.
Éste es un enclave formado por una playa en forma de media luna abierta hacia el sur-oeste y protegida por la llamada Isola Rosa, un pequeño islote que está unido a tierra por un rompeolas. En esta elevación, que curiosamente y a diferencia del entorno, está formada por basaltos y roca volcánica, se levanta el edificio semiderruido de un viejo faro, justo al lado de la consabida torre aragonesa en perfecto estado de conservación. En la parte de tierra hay un pequeño pueblo de pescadores, con su bonita capilla blanqueada, y un centenar de casas que hoy en día alojan a veraneantes y turistas.

Justo al lado de la Isola Rosa, por su lado norte, se abre al mar la desembocadura del río Teno. El entrante tiene unos doscientos metros de anchura y es navegable para pequeñas embarcaciones hasta el pueblo de Bosa, distante unos dos kilómetros hacia el interior. De todas formas, nosotros no podríamos llegar hasta allí a causa de nuestros mástiles y de la estructura del puente nuevo, situado a unos ochocientos metros de la bocana, y cuya luz es de sólo siete metros en su punto más alto.
En caso de temporal del libeccio o poniente, las embarcaciones pueden abandonar la playa y entrar en el río, donde estarán a salvo. Únicamente hay que tener la precaución de hacerlo antes de que el viento alcance fuerza cinco, puesto que en la desembocadura hay un bajío con dos metros y medio de sonda, donde las olas acabarán levantándose y rompiendo de forma violenta.

Playa de Bosa Marina, con la inevitable torre aragonesa sobre el promontorio llamado Isola Rosa

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Barra de rompientes en la desembocadura del río Teno

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La méteo francesa no da ningún aviso de tormenta. El viento de siroco se ha calmado y para mañana se anuncian brisas variables de poca intensidad. Bosa Marina es un lugar perfecto para bañarse, tomar el sol, o entablar amistad con las tripulaciones de otros barcos fondeados. Conocemos a unos franceses que viven en Perpigñán, cuyo crucero comenzó en Marsella y están de paso para Túnez. Y también a los tripulantes de Lotim, un Janneau de cuarenta y dos pies con bandera Belga. Nos invitan a bordo para tomar un refresco y acabamos cenando con ellos.

Es un encantador matrimonio joven, con dos hijos de diez y catorce años que se muestran muy interesados por conocer Menorca. Hablamos sobre el mar, la navegación, y la pérdida de tranquilidad y de calidad de vida que siempre causa el turismo masificado.
Al intercambiar un seguido de anécdotas ocurridas en nuestros años de navegar, las risas suben de tono. Ernesto nos deleita con una de las habilidades de marinero; para dejar las manos libres para la maniobra, nos nuestra... ¡cómo fumar con los pies!. Sin darnos cuenta, hemos acabado con el contenido de una botella de Ambrosía de Cagliari, que yo había traído a bordo para agradecer la invitación; y los anfitriones han descorchado una de Grappa milanesa; tal combinación resulta ser bastante más explosiva de lo que en un principio podíamos imaginar.

A bordo del Lotim en la playa de Bosa Marina

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El caso es que regresamos al Bon Vent pasadas las doce de la noche y con cierta euforia, digamos... etílica; y con un curioso presente de los belgas: un banderín del Rotary Club, que enarbolamos en alto a modo de estandarte mientras continuamos con grandes problemas para mantener la zodiac en el rumbo mínimamente correcto para alcanzar nuestra embarcación.
Dedicamos el nuevo día a visitar los alrededores. El pueblecito nos sorprende por su pulcritud y la simpatía de sus gentes. En una oficina de información turística nos regalan un mapa de la zona, informándonos de un interesante recorrido que puede hacerse en un antiguo tren de vapor a través de las montañas, hasta la ciudad de Macomer.

Lamentamos no poder apuntarnos, habida cuenta de la fascinación que siempre nos han causado este tipo de trenes, pero el de hoy ya ha partido y, probablemente, nosotros zarparemos mañana a primera hora.
Vamos recorriendo la vereda del río, tapizada de cañizales que ocultan huertas y muelles improvisados. Atravesamos el puente nuevo. Hemos preferido no esperar el autobús para ir hasta la ciudad de Bosa. Dos kilómetros se convierten en un agradable paseo cuando no se tiene prisa por llegar.

Bonita estampa de dos velas latinas descendiendo por el río

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Bosa es una bonita ciudad medieval. Está edificada en la falda de una colina y sus calles se encaraman en zigzag hasta alcanzar las murallas del castillo Malaspina. En la parte alta la pendiente es considerable, y el paso entre una y otra calle se efectúa a través de escaleras abiertas bajo arcadas.
Al escuchar el sonido de nuestras pisadas sobre el viejo empedrado es fácil empaparse del ambiente, de la forma de vida de sus habitantes, cuya economía está dedicada casi exclusivamente al campo. Una señora anciana nos llama desde una diminuta ventana. Por unas pocas liras, nos ofrece un primoroso trabajo realizado con encaje, que Charo se apresura a comprar.
La última calle acaba en una rampa que conduce directamente al castillo. Llegamos a la puerta andando entre un verdadero bosque de chumberas, en cuyas hojas están grabados miles de nombres de anteriores visitantes.

Vista de Bosa, el río Teno y Bosa Marina desde las murallas del Castillo Malaspina

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Torre del Castillo Malaspina

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Las ruinas de la fortificación ofrecen una increíble panorámica de la población de Bosa, de la curva del río que llega hasta el mar, y de Bosa Marina, en cuya playa distinguimos dos pequeñas motas blancas correspondientes al Bon Vent y al Mar Pla. A pesar de ser pleno verano, el verde es omnipresente en todo el valle; éste es sin duda uno de los lugares más bellos de Cerdeña.
En el centro de las ruinas distinguimos la figura solitaria de una ermita. En la puerta de la misma hay una señora vestida de negro, cuyas arrugas indican que no debe andar muy lejos del centenario. Al acercarnos nos indica con un amable gesto que pasemos al interior.
La ermita está restaurada, especialmente los muros, donde una colección de frescos parecen representar una historia medieval. La señora nos llama para que la atengamos, y sin pausa comienza a relatar tales hechos. Nos cuesta entender sus palabras, puesto que alterna el italiano con el sardo más arcaico. Y de todas maneras permanecemos fascinados por la pasión que pone en la leyenda; es una historia de caballeros y doncellas, de amores traicionados y de la eterna lucha entre la vida y la ambición por el poder.

Colorido de la parte antigua de Bosa, al pie del castillo

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El puente viejo de Bosa, visto desde la subida a la fortaleza

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Algo más tarde, sentados en la plaza mayor de Bosa, recordamos con una sonrisa los gestos teatrales de la señora, cómo iban cambiando sus facciones dependiendo de la gravedad de sus palabras; si eran de angustia por un peligro inminente o de relajación tras haber superado la crisis y haber salvado el honor de la doncella.
Pensamos también que en cierta hoja de chumbera del jardín de Malaespina, desde hace una hora, cuatro firmas procedentes de Menorca hacen compañía a las demás.

Charo, junto a las barcas de pescadores a orillas del río Teno

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El autor, sentado sobre le puente viejo de Bosa

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Las calles más bajas del pueblo desembocan junto al río, en un bonito paseo con parterres de flores y bancos de hierro situados a la sombra de árboles de morera. En la otra ribera, comunicada por un viejo puente de mampostería roja, vemos una gran cantidad de almacenes abandonados que indican una cierta actividad portuaria en el pasado. Hoy en día, están proliferando los restaurantes que aprovechan el atractivo del lugar.
Nosotros cruzamos el puente y nos sentamos en una de las terrazas, construida sobre una plataforma de madera, y contigua a un muelle repleto de laúdes. Allí ahogaremos el hambre del mediodía saboreando unos exquisitos fetuccini acompañados por vino tinto de Sagolaj.
Por la tarde regresamos en autobús a Bosa Marina.

La cosa se acaba... Estamos a mitad de agosto y ésta es nuestra última cena en común. Nuestros amigos Paula y Ernesto nos han acompañado en este apasionante viaje alrededor de la isla hermana de Cerdeña. En nuestra mente quedarán imborrables recuerdos de ciudades como Alguero, Stintino y Bonifacio; del archipiélago de La Madalena, de Villasimius, de Cagliari, Carloforte o Calaseta; de amigos como Pepe Collu y Tonino Martinelli, de los días pasados con Celi y Biel Seguí, con quienes coincidimos en el norte de la isla. Del simpático camarero de una pizzería en Porto Pozzo. De aquella larga noche bajando por la costa de levante, después de haber aguantado fondeados al ancla, dos días de viento de mistral de fuerza once. Y de decenas de anécdotas que recordaremos en invierno a la lumbre de la chimenea.

Las dos tripulaciones bajo un arco medieval de Bosa

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Hemos conocido calas, puertos y marinas, lugares donde nos acogieron con simpatía y otros donde quisieron aprovecharse de nuestra presencia. Hemos observado diferentes formas de vivir; la tradición, el campo, la minería, el desarrollo turístico en sus diversos enfoques. La huella histórica que dejaron cartagineses, romanos, pisanos y catalanes en esta tierra de cultura indomable.

Recordaremos especialmente las islas de los genoveses, las pequeñas San Pietro y San Antíoco; y su habitantes; el cestero de la calle Tabarka; la imagen del Dafne, el velero de Enrico y Hèlena, fondeado en el centro del puerto; a Sandro, entrando en el comedor de su casa con una gigantesca fuente de espaguetis en las manos; y a otros amigos que, como nosotros, estaban de paso en Cerdeña, y que, a buen seguro, volveremos a encontrar otro año en otro puerto y otro mar.

Nos quedan ciento ochenta y cinco millas para regresar a Menorca; el trayecto no nos preocupa demasiado. Tanto el Bon Vent como el Mar Pla ya lo tienen bien memorizado en sus carenas. Entre los dos suman muchos miles de millas y más de cincuenta años flotando sobre las aguas mediterráneas; este mar, este tapiz que ha contemplado el transcurrir tantos sueños humanos.

Y frente a la imparable progresión de una forma de vida que amenaza en convertirnos en esclavos, intentaremos que nuestros propios sueños, sean cuales sean en el futuro, sumen su gota al sueño común de seguir navegando en libertad.

Espectacular puesta de sol en el momento de partir para Menorca

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19 Jun 2010 00:10
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Registrado: 07 Ago 2006 13:16
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Nuevo mensaje Re: Trazando rumbos en Cerdeña - Partes I a VIII (Completo)
"Y frente a la imparable progresión de una forma de vida que amenaza en convertirnos en esclavos, intentaremos que nuestros propios sueños, sean cuales sean en el futuro, sumen su gota al sueño común de seguir navegando en libertad."

Muy cierto.

Dadas las virtudes literarias de Llorens, no quisiera pasar la ocasión de animarle, dado que existe un apartado en el foro en Narrativa, donde se puede escribir composiciones literarias de cualquier tipo, a que siga contribuyendo para disfrute de todos.


Un saludo


19 Jun 2010 12:23
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Almirante General
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Registrado: 26 Oct 2009 12:34
Mensajes: 9467
Nuevo mensaje Re: Trazando rumbos en Cerdeña - Partes I a VIII (Completo)
"Y frente a la imparable progresión de una forma de vida que amenaza en convertirnos en esclavos, intentaremos que nuestros propios sueños, sean cuales sean en el futuro, sumen su gota al sueño común de seguir navegando en libertad."

Coincido con espaldar.

La frase de Llorens puede que sea una utopía, pero lanzar, con la poética expresiva del alma, un mensaje de esperanza, de horizontes claros y de mares en libertad, levantando ideales y sumando esfuerzos al afán común, es propio de espiritus generosos y nobles.

Mi más sincera felicitación.

_________________
3º Secretario General del Foro.
Insignia en el acorazado: ARA-Moreno R. O. del 19 de Abril de 2010.

Yo soy el navío; el cielo mi referencia; el viento mi circunstancia; el timón mi voluntad.


20 Jun 2010 19:51
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Registrado: 07 May 2010 11:18
Mensajes: 43
Nuevo mensaje Re: Trazando rumbos en Cerdeña - Partes I a VIII (Completo)
Gracias por lo comentarios, amigos. Intentarlo está bien, conseguirlo siempre sería fabuloso. Porque son tantas las variables que condicionan nuestra vida, que en la realidad a veces hemos de contentarnos con recoger lo que se pueda.

Un saludo

Llorens

PD: Espaldar. Tengo algunos cuentos cortos con cierta relación temática con el mar. Tal vez me decida a publicarlos, aunque tengo ciertas reservas por la impunidad de copia que existe en Internet.


20 Jun 2010 21:33
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Registrado: 26 Jul 2006 18:05
Mensajes: 33269
Ubicación: A la vista del Mar Mediterráneo. De guardia en el Alcázar y vigilando la escala Real.
Nuevo mensaje Re: Trazando rumbos en Cerdeña - Partes I a VIII (Completo)
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Amigo Llorens


Bien, estoy de acuerdo con el tema de la "libertad" de la Red, pero ante ello también hay ciertas cortapisas.


Por ejemplo, este foro no lo ve ni lee nadie que no esté registrado, ya es una pequeña garantía de seguridad.


Se puede hacer, que los robots de las multinacionales no lean los temas, por lo que no aparecen en los buscadores como Google u otros ya que sus robots ante la prohibición si los leen pero no los publican.


Y por último este foro es un subdominio, que cuelga del Dominio, lo que no les permite (aunque lo hagan) publicar nada sin decir al menos de donde ha salido.


Solo tienes que decirme si lo vas a hacer y abrimos un subforo que a su vez lo cierro a los robots, es cuestión de unos minutos y tú le pones el copyright (el símbolo) y a ver que pasa.


Un abrazo.
.


21 Jun 2010 10:32
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Sargento
Sargento

Registrado: 07 May 2010 11:18
Mensajes: 43
Nuevo mensaje Re: Trazando rumbos en Cerdeña - Partes I a VIII (Completo)
En realidad, amigo Ensenada, no es un problema del foro, sino de la impunidad que existe en la red, en que pueden copiarte algo e incluso sacar algún provecho sin que nunca llegues a enterarte. Por ejemplo, tanto estos como otros cuentos cortos también estoy sopesando si publicarlos en mi web, a igual que he hecho con otros escritos de cariz histórico, divulgativo o artículos de opinión.

Por algún motivo, siento un especial afecto a estas historias con respecto a aquellos otros trabajos que ya tengo en la web, tal vez porque una composición literaria, aunque sea modesta, es algo muy personal, y correr el riesgo de verlas algún día con otro nombre es como si alguien suplante de alguna manera tu personalidad.

Y por otra parte, casi todos estos escritos ya han sido publicados hace años en medios públicos, como periódicos de mi tierra o, junto a otros autores, en memorias de concursos literarios de la isla, así que llegado el caso a través de este medio se podría certificar mi autoría. Por este motivo, es posible que mis reservas sean un poco injustificadas.

Ya pensaré como resolver el dilema.

Gracias por el ofrecimiento y un saludo

Llorens


21 Jun 2010 11:00
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Traducción al español por Huan Manwë para phpbb-es.com