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Vida en un submarino Relato


Quisiera relataros un suceso que me acaeció hace un tiempo. No espero ni pido que alguien lo crea. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que no fue un sueño. Sólo pretendo reactivar un poco este subforo, y haceros partícipes de un hecho del que quizá alguien deduzca si mi conducta es la consecuencia natural de una experiencia cuya huella indeleble quedó grabada a fuego en mi naturaleza impresionable.


Hay secretos que no se dejan descubrir. Hay hombres que mueren en sus lechos con la desesperación en el alma, oprimida por un peso que sólo puede ser arrojado en la misma tumba. Yo no he podido hacerlo hasta hoy, abrumado por el impacto de lo que me fue dado presenciar. Viví en estado de shock mucho tiempo; luché sin descanso y sin esperanza contra mi propia conciencia; negué toda evidencia; soñé pesadillas dormido y despierto, y hoy, vencido de las sombras, esperando tan sólo el momento de entregar mi óbolo a Caronte, descubro el secreto que tanto me oprime, con la esperanza de aliviar la carga que me mortifica.


Hace dos años, cuando el invierno soplaba sus primeros alientos, me retiré a un pequeño pueblo costero en el oriente asturiano, tomándome un tiempo para reflexionar y buscando un poco de serenidad y silencio, quizá buscándome a mí mismo. De entre las actividades ociosas a las que me entregué, sin duda la pesca representaba para mí la más placentera de todas. Sólo las inclemencias del tiempo conseguían impedirme tal deleite. Apenas despuntaban los primeros rayos del alba, caminaba hacia el muelle del embarcadero y subía a bordo de una pequeña lancha motora que había alquilado para todo el invierno. La caña de pescar y un pequeño cesto con bastimentos suficientes para toda la jornada eran todo mi equipaje.

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Aquel uno de enero inmemorial amaneció templado y suavemente cálido, aunque algo brumoso. Era un día ideal para gozar de mi actividad favorita, así que preparé algunos víveres, cogí la caña y los anzuelos y me dirigí al embarcadero. Subí a bordo de la motora y largué la amarra, dejando la costa rápidamente a la espalda. Aún no eran las cinco de la mañana.


Sentía una extraña sensación de euforia y expectación que me nubló algo el juicio, pues al cabo de haber partido comenzó a cerrarse la bruma alrededor, hasta convertirse en una espesa neblina que impedía la visión más allá de una milla. El paisaje tenía una profunda melancolía, una tristeza uniforme y deliciosa. La soledad parecía absolutamente virgen. Me detuve y eché la caña al agua, tras preparar el cebo.


Permanecí atento a las vibraciones del aparejo, listo para capturar el primer ejemplar de la jornada, y deleitándome escuchando el agradable silencio de aquel paraje. Sin embargo, nada sucedió durante media hora.


Imperceptible, pero gradualmente, fue oscureciéndose la luz que se filtraba a través de la cortina de niebla. El aire comenzó a volverse más denso, y el color del agua adquirió un oscuro tono verdoso. Entonces, una indescriptible inquietud se apoderó de mí, una especie de vacilación nerviosa, una profunda desazón cuya causa ignoraba por completo, y me sentí sobrecogido en medio de aquella nada.
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De pronto, surgió algo entre la espesa niebla que me rodeaba. Sentí un golpe muy fuerte en la lancha por la aleta de babor, y fui proyectado hacia la proa. Caí al agua. Sentí el repentino frío del contacto con el líquido salado y comencé a hundirme. No acertaba a flotar, el miedo y la sorpresa me paralizaron, perdiendo el sentido...


Un murmullo ininteligible para mí fue abriéndose paso en mi conciencia hasta que me desperté. Una tenue luz asomó entre la oscuridad, y una violenta sacudida me devolvió de nuevo a la vida.


Me encontré tumbado en una especie de camastro pequeño y estrecho, con el techo a escasos centímetros de mi cuerpo. Se oían ruidos extraños que resonaban por todas partes, como si hubieran miles de tuberías y bombas en el exterior. El aire estaba cargado de un fuerte olor nauseabundo, como a una mezcla de aceite mineral, humedad y agua corrompida.


Frente a mí pude distinguir la silueta de un hombre tumbado, igual que yo estaba, y escuché claramente su respiración acompasada. Sin duda, disfrutaba de un buen sueño. Traté de salir del hueco donde me encontraba, deslizándome lentamente hasta sacar los pies. Enseguida me di cuenta de aquel camastro era el compartimiento superior de una litera de dos pisos. La estancia estaba formada por dos filas de literas separadas por un pasillo de menos de un metro de anchura. Una desagradable sensación de balanceo sacudía rítmicamente el habitáculo.


Podéis imaginar el estado de perplejidad en que me encontraba. Yo sabía lo suficiente para sospechar dónde me encontraba. Era demasiado evidente. No tardé en darme cuenta de que estaba a bordo de un submarino.
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Intenté despertarme, pues me convencí de que estaba soñando. Me froté los ojos. Me pellizqué los brazos. Sacudí la cabeza intentado rasgar la tela que separa el sueño de la realidad. Pero nada sucedió. Las sensaciones no cambiaban; seguía oyendo los mismos ruidos, respirando el mismo aire, viendo los mismos objetos. Todo tenía una consistencia rigurosa y propia. Lo que vi, lo que sentí, lo que pensé, nada tenía de la inequívoca idiosincrasia del sueño. Ya no me cupo duda: aquello era real.


Traté de tranquilizarme observando lo que me rodeaba. El hombre dormido estaba vuelto hacia la pared, y no pude observar sus facciones. En ese momento no se me ocurrió despertarlo, y caminé unos pasos por el estrecho corredor hasta alcanzar la pequeña compuerta que salía de la cámara. La abrí y asomé la cabeza al exterior.


La iluminación era mayor, y la nueva cámara era bastante más amplia que el alojamiento que acababa de dejar. Varios hombres se encontraban de pie, observando unas grandes esferas con agujas y escalas graduadas. Sin duda, aquella era la cámara de mando.


De pronto, por un impulso inconcebible, experimenté un fuerte interés personal en lo que estaba sucediendo. Sentía que debía desempeñar un importante papel, sin saber exactamente cuál. Entré en la cámara y al instante uno de aquellos hombres se dirigió hacia mí. Tenía un cierto aire de distinción, facciones suaves y una tibia mirada que denotaba un melancólico halo de tristeza. Detrás de él se encontraba otro tripulante, de facciones algo más marcadas, y que no quitaba la vista del primero.
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- A sus órdenes, señor comandante – dije en un arranque impulsivo que no podía controlar, dirigiéndome al primero de ellos.


Con voz pausada me contestó amablemente:


- Suba al puente, presente mis respetos al contramaestre y dígale que se presente en la cámara de oficiales dentro de diez minutos.


Obedecí rápidamente y me dirigí a las escalas de acceso a la escotilla. Para entonces, mi voluntad estaba totalmente anulada; sentía que conocía todos los rincones por donde me tenía que mover, formaba parte de aquella tripulación, y nadie me veía como a un extraño.


En la vela del submarino se encontraban el contramaestre, un cabo y el serviola. El cabo gritaba órdenes a dos marineros encaramados en la cubierta junto a un cañón; era el antiaéreo de 76 mm. Transmití rápidamente el mensaje al contramaestre, que me ordenó quedarme al servicio del cabo en lo que mandare, y desapareció por la escotilla.


El día presentaba un aspecto triste, con el horizonte impregnado de una densa bruma y viento bonancible. La mar estaba calmosa, y la mortecina luz del sol apenas podía filtrarse a través del blanco cortinaje de la neblina.


- Anda, salta a la cubierta, ve a la escotilla de popa y busca un cabo para esos dos, a ver si acabamos de trincar el cañón de una vez; aún no he desayunado.
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Obedecí rápidamente al cabo y bajé por la escotilla de popa hacia la cámara de motores, donde encontré un par de cables arrumbados en una esquina. Volví a cubierta por la misma escotilla y al pasar junto a la vela vi el nombre del submarino grabado en su costado. Un nombre escueto; una letra y un número. Nada más. Pero su vista me evocó inquietudes pasadas...


Cuando acercaba los cables a los marineros del antiaéreo, un grito imponente y nervioso surgió del puente.


- ¡¡Avión a la vista!! ¡¡Por el través de estribor!!


De inmediato dirigimos la vista en la dirección señalada, pero no vimos nada. El cabo cogió sus prismáticos y comprobó si era cierto el avistamiento.


- ¡Maldita sea! ¡Un hidro nacional! Y el cañón sin trincar. ¡¡Todo el mundo adentro!! – ordenó, y mientras esperaba a que todos entrásemos avisaba por el acústico la inmersión rápida y disparaba la alarma.


Una vez precipitado al interior me arrastré mecánicamente hacia la compuerta de la cámara de mando. Se formó un barullo formidable dentro. Todo eran gritos de órdenes y contraórdenes, mientras se abrían las ventilaciones para permitir la entrada del agua en los lastres y se paraban los diesel. El submarino tomó una fuerte inclinación a bajar, por lo que tuvimos que agarrarnos donde pudimos para no caer, mientras el comandante dictaba órdenes al jefe de máquinas para intentar controlar el descenso de aquella mole.


Pronto alcanzamos los cincuenta metros de profundidad, pero se consiguió trimar el buque y mantenernos a una profundidad estable de setenta metros durante unos minutos. En ese momento la cámara estaba más despejada, habiendo quedado cuatro personas en ella, haciendo yo el quinto.
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El comandante, que estaba frente a mí a menos de dos metros, oteaba continuamente el reloj de profundidad y conservaba una serena calma que me infundió valor ciertamente. Cuando consiguió estabilizar el descenso, los ánimos se fueron tranquilizando algo, y uno de los presentes se dirigió al comandante:


- ¿Cuál es nuestra posición actual?


- Debemos estar cerca de Ribadesella – contestó seriamente.


- En cierta ocasión – continuó el interlocutor – comentó usted que era peligroso navegar en inmersión por la desembocadura del Sella, sobre todo en época invernal, por las corrientes. Como presidente del comité le solicito nos informe de las medidas que piensa tomar.


El comandante miró con aire grave al que le había hablado, pero cuando iba a decir algo el submarino comenzó de nuevo a inclinarse y a descender con marcada rapidez. Cada vez más y más rápido. El comandante volvía a impartir órdenes, pero el buque seguía bajando. En la cámara entró un marinero diciendo que la bomba de trimado no funcionaba. “¡Estamos perdidos!”, gritó alguien. El descenso al infierno ya no podía pararse. Mi corazón se aceleró de tal forma que parecía que iba a explotar; rompí a sudar y la respiración se tornó casi imposible. Un miedo inmenso se apoderó de mi alma, y lo mismo les pasó a los presentes en la cámara: los rostros compungidos se torcieron en horribles muecas y gritos escalofriantes escaparon de las gargantas oprimidas por un terror infinito. El reloj de profundidad explotó cuando marcaba 90 metros; antes, la luz se había ido y la oscuridad inundaba la cámara y los corazones. Sentí una náusea mortal y noté cómo me reventaban los tímpanos...
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Durante varios minutos, mi única sensación fue de vacío, de una nada infinita, junto con la conciencia de la muerte. Al fin, mi alma pareció sufrir un repentino y violento choque, como una sacudida eléctrica. Con él apareció la sensación de elasticidad y de luz. Sentí la luz, no la vi. Por un instante me pareció que me levantaba del suelo, pero no tenía presencia corpórea, ni visible, ni audible, ni palpable. Nada me interesaba. No tenía voluntad ninguna, pero algo parecía impulsarme a moverme y me deslicé flotando.


Experimenté de nuevo otro choque eléctrico, y las sensaciones de peso, de voluntad, de sustancia, volvieron. No me atreví a abrir los ojos. Noté el tacto en las manos, palpé algo arenoso y húmedo, y en mis oídos comenzó a resonar un agradable murmullo monótono. Me dolía mucho la cabeza y el cuerpo entero, y permanecí inmóvil durante no sé cuánto tiempo, hasta que reuniendo fuerzas suficientes abrí los párpados. Vi una rasgada cortina de luz, como una gasa, a lo lejos. Al punto sentí el viento azotando mi cara y conseguí despejarme algo. Con gran dificultad me incorporé y vi que estaba en una playa vacía. A mi espalda, una larga hilera de casas y edificios se extendía siguiendo el perfil de arco de la playa. Pronto conocí que aquello era Ribadesella.







Un recuerdo para los miembros de la dotación del submarino español C-5, desaparecidos en circunstancias desconocidas el 1 de enero de 1937. Ellos son los protagonistas de esta historia.

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Excelente.

Pero navegar en inmersión por la desembocadura de un rio no es peligroso tanto por las corrientes, como porque el cambio de densidad puede dar facilmente con nuestro submarino en el fondo.

Dicho sea sin ánimo de querer ser británic..digo puntilloso.


Lo leí en un alemán, palabra!!

Excelente relato.

Y quiero dejar aqui constancia de algo que me impresiono, cuando visite por primera vez la base del Arma Submarina en Cartagena y subi en uno de ellos: el "Galerna".

Lo que me impresiono era ver hombres que partian hacia misiones en el Adriatico (entonces estaba en pleno furor la crisis de Yugoslavia) con un mes sin emerger ni ver el sol, por motivos de "discrecion", solo saliendo de noche con el snorkel, con antena solo pasiva (recepcion) para no delatarse, etc, etc. Y eso en el reducidisimo espacio de un submarino, rodeados de cables, conductos, etc. Y con un solo "habitaculo" para toda la dotacion, que servia a la vez de ducha y de water.

Hay que tener un caracter muy especial y un muy completo dominio de uno mismo para convivir, trabajar y luchar en esas circunstancias con tantas otras personas.

De verdad que los submarinistas son admirables, porque se necesita un temple muy especial para serlo.

Alzo mi copa por ellos !

Enhorabuena De la Rocha, una preciosa historia, de verdad que sí.

Un afectuoso saludo.

De la Rocha, mi más sincera y cordial enhorabuena por este cuento, o relato corto.
Y me uno en el recuerdo a aquellos marinos españoles del C-5.

Reconozco humildemente que hace un año, al ser publicado, me dije algo mas o menos así

"lo dejo para otro rato que, ahora que tengo buena conexión, voy a aprovechar para subir unas fotos"

Y tanto que para otro rato, un añito y porque ahora al quedar arriba del todo entre los no leidos, cuando lo ha desempolvado Cervera, lo he leido y es una emotiva historia. Gracias

Mas vale tarde que nunca.

Un saludo cordial

Antonio

Leñe, ya ni me acordaba de este hilo...

Muchas gracias por los elogios, pero no se merecen.

Salud, foreros.

Soy nuevo. Soy un humilde grumete. Tu relato me ha gustado mucho. Enhorabuena.

acabo de encontrame con el relato feliciddades