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 Dos grandes hombres 
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Nuevo mensaje Dos grandes hombres
Estaba buscando documentación y datos del acorazado Pelayo, y me he encontrado con una pequeña joya en forma de narración ficticia, en la que mi barco forma parte destacada de la misma.

El relato está firmado por “Rabosa” y publicado en el Blog:

https://www.hislibris.com/

Disfrutad de él.

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Comandante escuadra Apostadero de Filipinas. Insignia en el crucero Reina Cristina R. O. del 20 de abril de 2011

¡Yo no di más que un brazo a la Patria, si lo volviese a necesitar no le negaría vuestras vidas!. Cabo de cañón del Crucero Acorazado Vizcaya, Damián Niebla, a sus hijos, poco antes de morir.

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20 Mar 2010 12:39
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Almirante General
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Nuevo mensaje Re: Dos grandes hombres
Dos grandes hombres


9 de diciembre de 1941

El crucero, levantando olas de espuma, enfila la salida de la bahía de Manila. Ésta, con la actual supremacía aérea japonesa, se ha convertido en una ratonera y ya no sirve como base naval. Siguiendo su estela se sitúan un crucero ligero y ocho destructores. El grueso de la escuadra del Pacífico zarpa hacia el sur.

El almirante imparte órdenes con rostro impasible. Observa con disimulo el creciente nerviosismo de sus hombres. A estas horas toda clase de rumores corren ya por el barco. Comprueba que su presencia no es necesaria en cubierta y se retira a su cabina, pues quiere aprovechar este escaso tiempo libre para terminar una carta a su mujer. Escribir le ayuda a centrar sus pensamientos. A través de la escritura ha conseguido alcanzar una gran de complicidad con su esposa. Se vuelca en estas cartas de tal forma, que plasma en ellas su ser más íntimo. Es irónico: sólo se siente cerca de su mujer cuando se encuentra lejos. Al momento, rompiendo su concentración, escucha tres fuertes golpes que lo emergen de nuevo a la fría realidad. Tres golpes. El almirante sonríe, antes de oír la voz que pide permiso para entrar, ya sabe que se trata de su ayudante, siempre tan metódico y entusiasta.

—Disculpe, señor almirante, traigo cierto papeleo pendiente.
—¿Es urgente, teniente?
—Sí… no, la verdad es que no —contesta el oficial mientras desvía la mirada hacia el suelo—, si está usted ocupado supongo que este asunto puede esperar.
—Entonces lo dejaremos para más tarde, ahora quisiera acabar esto —dice al tiempo que señala con su pluma hacia sus folios y sonríe de nuevo—. No hay que hacer esperar a las mujeres. Puede retirarse, teniente.
—A las órdenes de vuecencia, señor almirante —después de marcar la posición de firmes, se gira con rapidez, pero, al darse la vuelta, se resbalan los papeles que sujeta en la mano izquierda, desparramándolos por el suelo. El oficial cierra los ojos unos segundos y reprime un taco—. Disculpe, tengo las manos sudadas, es este condenado clima… y la ansiedad…
—Teniente, antes de recoger ese estropicio, llame al asistente y dígale que traiga café.

El oficial, espoleado por la vergüenza, cumple ambas órdenes con presteza; después de recoger todos los papeles y despedir al ordenanza, cuando se dispone a abandonar la cabina, el almirante lo invita a tomar café con él.

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20 Mar 2010 12:40
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Almirante General
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Nuevo mensaje Re: Dos grandes hombres
—Lo siento señor almirante, pero no puedo…
—Teniente, siéntese. Le voy a dar un consejo que le vendrá bien en su carrera. Cuando un almirante le invite a tomar café, acéptelo sin dudarlo.
—Sí, disculpe, no quería parecer grosero…
—Y deje de disculparse, por el amor de Dios. Es usted un buen oficial, relájese un poco.
—Si vuecencia me lo permite… hoy no parece un día apropiado para relajarse.

El almirante no se inmuta ante el descaro de su ayudante y, mirando su pluma, sobre la que mueve lentamente sus dedos índice y pulgar, levanta la vista y dice:

—Ésta va a ser una larga guerra, si no templa usted sus nervios, terminará por volverse loco.
—Es difícil mantenerse frío. Los japoneses nos la han jugado, todos esperábamos que respetaran nuestra neutralidad.
—Después del embargo del Presidente Roosevelt, la guerra era inevitable. Tras el ataque a Pearl Harbor quedó claro que el siguiente ataque sería aquí. Los japoneses necesitan las Filipinas para garantizar su dominio aéreo en su avance sobre Malasia y las Indias Orientales Holandesas. Además, para ellos es clave asegurar las rutas entre Japón y sus conquistas.
—¿Qué cree vuecencia que pasará?
—Va a ser difícil mantener nuestro control aquí sin superioridad aérea. Usted ha visto los informes. De los obsoletos Fury sólo un puñado ha sobrevivido a los primeros combates. Esos biplanos estaban mal pensados. Al salir de fábrica ya estaban anticuados. Los 406, sin ser una maravilla, han resultado más fiables, pero poco han podido hacer ante la superioridad numérica japonesa. No sé cuanto aguantarán, y sin estos aparatos estamos perdidos
—Además los informes indican que los japoneses tienen el Ryukyu, uno de sus portaaviones ligeros en la zona.
—Sí, por eso la flota pone rumbo al sur, allí seremos más útiles que aquí. Esta guerra va a ser larga y comienza ahora. No podemos arriesgar buenos barcos como éstos.
—¿Aguantarán las Filipinas?
—Sin el control del mar, que impedirá la llegada de refuerzos y sin el dominio del aire, mucho van a tener que pelear las unidades de tierra. La tropa y los mandos son buenos. Se han corregido errores del pasado. Sí, creo que podrán hacerlo si no demoramos el socorro —el almirante deja la pluma sobre la mesa, coge su gorra y mirando fijamente las insignias cosidas en su visera, como si hablara sólo, pregunta a su ayudante—. ¿Sabe que yo llegué por primera vez a las Filipinas un día nueve de diciembre? Era un alférez recién ascendido… era tan joven... Ha cambiado todo tanto desde entonces. ¡Ya no reconozco ni la bandera de mi país! Esa banda morada, desde mi punto de vista… la desluce. Mi hermano, en cambio, estaría orgulloso. Yo, ahora, soy demasiado viejo para tanto cambio. En aquel entonces la tensión en el país era enorme, aunque mirando atrás, me pregunto cuándo no lo ha sido. Parece que a los españoles nos cuesta convivir. En fin… ahora tenemos a los japoneses para unirnos. Antes fueron los estadounidenses, les llamábamos los tocineros. Y ahora son nuestros aliados —el almirante deja la gorra y hace un ademán con la mano—. Sirva el café teniente Huertas.

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20 Mar 2010 12:42
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Nuevo mensaje Re: Dos grandes hombres
—Sí señor almirante. Yo tomaré sólo un poco… tengo el estómago algo pesado.
—Conozco ese malestar en los intestinos. Siempre que he comenzado una guerra me ocurre igual. Nunca te acostumbras. ¿Cómo vas a hacerlo? Llegué a Manila en 1896 como un orgulloso alférez recién ascendido. Combiné trabajos administrativos con servicio en el cañonero Elcano, mandando la dotación del cañón de 120 mm de popa. En enero del 98, el agregado de España en Washington alertó que si finalmente se declaraba la guerra, que parecía lo más probable, el primer objetivo del enemigo sería Filipinas. Además pasó una lista de todos los buques americanos en servicio y de aquellos destinados al Pacífico, bajo el mando del comodoro Dewey. Ante esto, el gobierno de Sagasta tuvo la previsión de reforzar la escuadra de Filipinas con varios buques, entre los que se encontraban dos de los mejores de la Armada: el Pelayo, nuestro único acorazado y el Carlos V, un poderoso crucero acorazado. Así, la flota de refuerzo partió al mando del contralmirante Cámara. A pesar de los intentos británicos por retrasar nuestra escuadra en Suez, este refuerzo pudo unirse al grueso de la flota del Pacífico. Las dos escuadras quedaron aglutinadas bajo el mando de Manuel Cámara. Éste solicitó un ayudante con experiencia en Filipinas y tuve suerte: yo fui el escogido. Gracias a mi cargo fui testigo, en primera línea de combate, de aquellos hechos memorables.

42 años antes, Palacio de Malacañang, 21 de abril de 1898

Un pelotón de infantería de marina escolta al contralmirante Manuel Cámara hasta la residencia del Capitán General y Gobernador del Archipiélago. Le acompaña, además de sus respectivos ayudantes, el contralmirante Patricio Montojo, anterior jefe de la escuadra colonial. El general Agustín les ha convocado, junto a otras autoridades militares, para preparar la necesaria defensa de las islas.

Ante aquella gran mesa de roble macizo, enorme y austera, aunque con bellos relieves con formas vegetales en sus patas, traída expresamente de España para adornar el majestuoso despacho del Gobernador General, se reúnen los hombres que deben afrontar la difícil papeleta. Sobre la mesa se extienden dos mapas, uno del archipiélago y otro de Luzón, su principal isla. En este mapa puede apreciarse con toda claridad la bahía de Manila, con su apertura donde se encuentran la Isla del Fraile y la de Corregidor. Siguiendo la línea de costa sur puede verse el cabo de Punta Sangley, donde se encuadra el apostadero de Cavite. A unos 20 kilómetros al noreste se levanta la ciudad de Manila. Más al norte de la isla de Luzón, se localiza la pequeña bahía de Subic. Como máxima autoridad militar y política, el general Agustín inicia la conferencia:

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20 Mar 2010 12:43
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Nuevo mensaje Re: Dos grandes hombres
—Caballeros, las noticias que llegan de la península no dejan lugar a dudas; la guerra es inminente. Ante el ultimátum lanzado por el Congreso de los Estados Unidos, a nuestro gobierno no le ha quedado otra salida. Jamás abandonaremos nuestras colonias. Nos pertenecen por derecho, emanado del descubrimiento, de la conquista y de la evangelización de estas tierras —los altos mandos asienten con frases de aprobación y Agustín sonríe complacido. El almirante Cámara, impasible y con la mirada fija en el Capitán General, no se une al coro impersonal adocenado que jalea casi unánime a su superior—. Ahora, permítanme que les lea una proclama que tengo redactada para publicarla el día que se inicien las hostilidades, —se coloca unas pequeñas lentes redondas con montura metálica y extrae, del interior de un pequeño portafolios de piel, una hoja manuscrita, e inicia la lectura declamatoria del texto acompañándola con aspavientos con la mano que no sujeta el papel. “El pueblo norteamericano, formado por todas clases de excrecencias sociales, agotó nuestra paciencia y ha provocado la guerra con sus pérfidas maquinaciones, con sus actos de deslealtad, con sus atentados al derecho de gentes y a las convenciones internacionales. La lucha será breve y decisiva. El Dios de las victorias nos la concederá tan brillante y completa como demanda la razón y justicia de nuestra causa… —Cámara, incrédulo ante lo absurdo del discurso, no puede permanecer callado por más tiempo y mira a Montojo, que se encoje de hombros y muestra una apagada sonrisa.

—Disculpe, Excelencia, que le interrumpa.

El general Agustín alza la mirada. Sorprendido y molesto por la interrupción, frunce el ceño. Cámara le ha interrumpido justo cuando su discurso iba a alcanzar el momento culminante. Pero el general no se inmuta, repasa el texto con la mirada y decide que lo mejor es continuar.

—Disculpe vuestra Excelencia —insiste Cámara—, un discurso sin lugar a dudas… inspirador. Demuestra el espíritu brioso y la pericia sin par de nuestro comandante —Agustín, ignorante y satisfecho, sonríe agradecido—. Ahora que ya estamos convenientemente enfervorizados, creo que sería primordial tratar el asunto principal: la defensa de las Islas.

El general Agustín no comprende a aquel rudo marino. Se quita con parsimonia las gafas, cierra sus patillas y las acomoda sobre la mesa, al lado de una pluma negra con detalles de oro puro. Ordena sus hojas y mirando hacia el fondo de la habitación, como si no esperara respuesta, murmura ausente:

—¿Y qué piensa el almirante?

Manuel mira a los hombres que le rodean. Observa sus caras, y nota la acritud y el menosprecio de los mandos del Ejército . Los ignora y se dirige al Capitán General, que continúa perdido en sus propios pensamientos.

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20 Mar 2010 12:45
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Nuevo mensaje Re: Dos grandes hombres
.—A pesar de la llegada de la flota de refuerzo, la victoria sobre la escuadra americana no es segura. La cadencia de tiro de los cañones de sus buques es cinco veces más rápida que la nuestra. La antigua flota del Pacífico, si bien está formada por buenos barcos, de construcción reciente, está desgastada. Acarrea varios años de uso permanente para luchar contra los insurgentes tagalos y los piratas moros del sur. Los buques tienen sus fondos sucios y necesitan una correcta puesta a punto. Mientras tanto, según nos informa nuestro cónsul, los buques americanos han estado, con la aquiescencia británica, desde febrero preparándose en Hong Kong. Los estadounidenses han ampliado su escuadra comprando transportes, han cambiado el blanco de sus cascos por el gris propio de los tiempos de guerra e incluso han realizado prácticas de tiro —Cámara mira a Montojo que asiste de manera casa imperceptible—. A pesar de estos datos, no debemos olvidar que la base de Estados Unidos más cercana está a 7.000 millas. Esto les supondrá un gran inconveniente a la hora de recibir refuerzos o repuestos. Una vez comience la guerra, los ingleses no podrán ya ayudarles. Su único modo de avituallarse y reparar los buques será volver a su país. Siendo así las cosas, propongo utilizar una táctica dilatoria, evitando en un principio un enfrentamiento directo con la escuadra enemiga. Permaneceremos al acecho esperando el desgaste de sus embarcaciones y apresando los transportes de suministros que puedan enviarles desde sus bases.
—¿Ése es su plan? —pregunta el general Jáudenes con una sonrisa desdeñosa que muestra sus dientes amarillentos—. Estamos aquí para establecer planes para batirnos con los tocineros yanquis, no para huir como liebres asustadas ante el zorro.
—Lo que propone el contralmirante no es huir, es ganar tiempo para que la flota enemiga pierda operatividad —interviene el almirante Montojo.
—Pensaba que nuestros marinos tenían más coraje —escupe

Jáudenes henchido de orgullo mientras golpea la mesa con su puño.
El almirante Cámara se levanta de un salto, llevando la mano a la empuñadura del sable. Se alza con tanto brío que la pesada silla cae hacia atrás, armando, al golpear contra el suelo, tanto estrépito que de inmediato acalla los murmullos.

—¿Nos está llamando cobardes? No voy a consentir ningún comentario despectivo de un general de salón y fajín regalado.

El aludido se incorpora, con los carretes y las orejas rojas, balbuciendo insultos acompañados de perdigonazos de blanquecina saliva. Tiembla tanto que al levantarse vuelca su vaso de agua, ésta corre libre por la mesa y empapa el discurso del Gobernador General.

—¡Por Dios! —grita desesperado Agustín—, cálmense. Manuel, Fermín. Guarden ese espíritu para cuando caigan las balas americanas. Compórtense de acuerdo con la dignidad de su grado y condición. Siéntense caballeros, siéntense.

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20 Mar 2010 12:46
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Nuevo mensaje Re: Dos grandes hombres
A una señal del Capitán General, el alférez Villalba se acerca con diligencia y levanta la silla del suelo. Los dos mandos siguen manteniendo un duelo de miradas que ninguno quiere perder, hasta que, finalmente, Cámara sonríe con tristeza, sacude la cabeza un par de veces y se sienta abatido.

—Esta maldita hidalguía cubierta de orgullo que llevamos dentro va a ser el fin de la raza —murmura.
—Bueno, a ver si podemos continuar este consejo sin que nos matemos entre nosotros. No se lo tan pongan fácil a los americanos —terció el gobernador—. Este maldito calor hace aflorar nuestros nervios. Caballeros, ha quedado expuesta la tesis de la Armada. Por favor, general Jáudenes, suscriba usted las opiniones del Ejército.
—Con el permiso de Vuestra Excelencia, creo que la sugerencia del almirante es desafortunada, ya que traería el catastrófico resultado de dejar Manila desamparada. Creemos que nuestra mejor opción es situar la escuadra en el apostadero de Cavite.
—¡Qué locura! Eso significa meternos nosotros solos en una trampa sin escapatoria.
—Por favor, almirante Cámara, permita continuar al general Jáudenes.
—No importa, Excelencia, es útil comprobar que nuestro colega siempre piensa en huir más que en combatir. Así descubrimos cual es la casta de los mandos de nuestra Armada…
—Por favor, por favor, centrémonos en el plan de defensa —ordena el Gobernador—. Esto es una junta de autoridades y no un aula colegial. No quiero más disparates ni interrupciones. Respeten sus turnos de palabra. Continúe usted, Jáudenes.

El aludido se atusa el bigote con la mano izquierda, entrecruza los dedos de sus manos y apoya los antebrazos sobre el canto de la mesa, mira unos segundos a Cámara y prosigue con su alocución.

—Apostando la flota en Cavite, evitaremos que los americanos puedan bombardear Manila. Asimismo, sería conveniente minar la entrada de la bahía.

El general Agustín asiente con la cabeza y pregunta:

—Almirante Montojo, la comisión de las minas que le asigné, ¿ha ofrecido algún resultado?
—Hemos calculado que, para bloquear las bocas de entrada, hacen falta un mínimo de 167 minas, aunque convendría fondear bastante más.
—Excelente, excelente.
—Señor, sólo tenemos veinte minas, y completas, cinco. Hemos buscado en Manila algún boticario que nos fabrique fulminato de mercurio para los detonantes que necesitamos, pero no lo hemos encontrado —aclara Montojo.
—Habrá que solicitar más minas con urgencia. Y no sólo minas, también baterías costeras, torpedos… y más hombres. Hablaré con el gobierno.

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20 Mar 2010 12:47
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Nuevo mensaje Re: Dos grandes hombres
—Ya lo hice yo señor. El Ministro de Marina, amable en extremo, me remitió, como respuesta a mis insistentes telegramas, un esperanzador mensaje que textualmente dice, permítanme un segundo —rebusca entre sus papeles y encuentra el texto cifrado con su informe correspondiente—. Sí, éste es… y dice: “siento no poder mandar recursos”.

Un profundo silencio llena la sala tras las palabras de Montojo. En ese intervalo de tiempo, todos los almirantes, generales y demás oficiales presentes son conscientes de la realidad: no van a recibir desde Madrid ninguna tipo de ayuda. Después de unos segundos eternos, que rompen el ánimo de los allí reunidos, el Capitán General reacciona e intenta mejorar la moral de sus hombres.

—Bien, bien. Yo entiendo que en Madrid han estudiado concienzudamente la situación y saben que la defensa del archipiélago no requiere de mayores recursos. Excelente noticia. La patria, en este momento histórico, tiene muchos otros frentes que atender y aquí, nosotros, estamos cubiertos. ¿Algo más Jáudenes?

El almirante Cámara vuelve a mirar a su colega. Montojo levanta los hombros y alza las palmas de sus manos incrédulo.

—Sólo reafirmarme en emplazar la flota en Cavite, señor.
—Y usted Montojo ¿qué opina?
—Excelencia, yo creo que lo más adecuado sería implantar el plan dilatorio de mi colega. Podríamos utilizar la flota para interceptar los suministros dirigidos a la del comodoro Dewey. Conforme sus buques pierdan operatividad, podríamos intentar un ataque nocturno con torpederos. No obstante, si se requiere que presentemos batalla, cosa que no lo aconsejo, el lugar ideal para hacerlo sería aquí: la bahía de Subic —se levanta y señala un punto al norte de Manila, en el enorme mapa de la isla de Luzón desplegado encima de la mesa—. Aquí, en estas cotas —dice señalando—, debe haber instalados, si los planes establecidos por el anterior Capitán General se han cumplido, cuatro cañones de 150 mm. Además, cegaríamos con buques hundidos esta entrada, aquí –añade señalándola-, y minaríamos esta otra justo aquí. De esta manera, los americanos, se verían obligados a entrar con sus buques de uno en uno y eso implicaría su suicidio, porque, conforme entraran, podríamos concentrar todo nuestro fuego sobre cada uno de sus barcos.
—Almirante Montojo, ¿qué sucedería si la flota americana rehuyera el combate y atacara Manila? —pregunta el general Agustín.
—Necesitan eliminar nuestra escuadra para actuar con libertad. No puede adentrarse en la bahía de Manila con nuestros buques operando a sus espaldas, para ellos podría ser fatal. Además, según los informes de nuestro cónsul en Hong Kong, el hombre al mando, comodoro Dewey, es una persona hambrienta de gloria; siempre pavonearse ante todo aquél que quiere escucharle, siempre diciendo que nos aplastará fácilmente. No, Dewey, jamás rehuirá el combate.
—El suyo parece un buen plan, pero no considero conveniente dejar indefensa a Manila ante un eventual bombardeo.

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20 Mar 2010 12:48
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Nuevo mensaje Re: Dos grandes hombres
—Manila cuenta cuatro fuertes para su defensa. E insisto, no creo que Dewey intente combatir nuestras baterías terrestres sin antes haber neutralizado nuestra escuadra. Como último recurso, y antes de encerrarnos en Cavite, podríamos situarnos delante de Manila.
—Es imprescindible evitar el bombardeo de la capital y con esa estrategia casi lo garantizamos. No. Creo que la mejor estrategia posible será defendernos en la bahía de Subic. Bien, estoy convencido, por el momento, lo mejor será apostar la escuadra allí. Doy por concluido este Consejo, todos tenemos trabajo pendiente, así que, caballeros, esta reunión ha terminado —el general Agustín despide a sus hombres y, con dos dedos, casi como si le diera asco, coge el papel mojado en que se ha convertido su proclama.

Al salir del palacio de Malacañang, los dos contralmirantes se dirigen a paso apretado hacia el puerto, como si quisieran huir del continuo despropósito que era aquella junta.

—Marchémonos antes de que estos botarates cambien de opinión y nos obliguen a recluirnos en Cavite. Hay que preparar los buques para la inmediata partida. Patricio, estos generales no son de fiar.
—Al menos nos han hecho algo de caso y nos hemos librado de la encerrona en que pretendía meternos Jáudenes. ¡Valiente insensato!
—Nos hemos librado por el momento. ¿Cómo ves nuestra situación?
—Creo que, a pesar de los refuerzos que has traído, la situación es comprometida. Tenemos buenos navíos, pero su estado es lamentable. La flota del pacífico está exhausta. No tendremos apenas apoyo de artillería costera ni de minas. Además, tenemos al Ejército zancadilleándonos a la menor ocasión. A pesar de todo, creo que, con la estrategia adecuada, tenemos casi las mismas oportunidades de vencer que los americanos. Decía Góngora que la vida es corta y la esperanza larga.

Cámara ríe ante el comentario de su compañero.

—Buena cita la tuya, pues refleja la realidad, ya que el Ejército parece Quevedo y la Armada Góngora, o al revés, qué tanto monta. La rivalidad es continua entre ambas armas. Seguro que Jáudenes y el resto de fantoches creen que con este plan la Armada se llevará todos los laureles, pues las posibilidades son o vencer en Subic o tener que venir a socorrer al Ejército a Manila. Espero, por el bien de la patria, que el resentimiento no les lleve a tomar decisiones erróneas.

25 de abril de 1898

Tras el estallido de la guerra, la reforzada escuadra del Pacífico zarpa del apostadero de Cavite y pone rumbo Norte, hacia Subic y su bahía. Es un tranquilo amanecer, la brisa marina ayuda a combatir el intenso calor que, ya en esta hora, comienza a ser agobiante. Los buques navegan a cinco nudos, procurando no forzar las máquinas, saben que la flota enemiga está lejos y no se apresuran. Navegan en dos columnas paralelas, unos siguiendo al actual buque insignia y otros al antiguo. En la primera, tras el acorazado Pelayo, el orgullo de la Armada, navegan el crucero acorazado Carlos V y los cruceros auxiliares Patriota y Meteoro. En la otra columna, la más próxima a la costa, siguen la estela del crucero Reina María Cristina, el crucero de segunda clase Juan de Austria y los gemelos Isla de Cuba e Islas de Luzón; cierra la formación el crucero Castilla, único barco de la flota con casco de madera y no de acero, que remolca al viejo y decrépito San Quintín, cuya última misión será servir de pecio para cegar la boca Este de la bahía.

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20 Mar 2010 12:49
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Nuevo mensaje Re: Dos grandes hombres
Al arribar a Subic, enfilan lo boca Oeste, la más grande de las dos entradas de la bahía, y van situándose según lo establecido, adoptando cada uno de los buques su posición de combate definitiva. El Castilla coloca al San Quintín en su lugar, y al finalizar la maniobra, al aproximarse demasiado a un arrecife, embarranca. Sus carpinteros se afanan en una lucha titánica contra el agua que entra, tras varias horas de trabajo, consiguen cegar la vía pero, al poner en marcha los motores, las turbulencias que produce la hélice la reabre. Desde ese momento el barco ya no puede usar sus máquinas y debe ser remolcado.

El almirante Cámara descubre con horror que, en contra de sus previsiones, ninguno de los cuatro cañones que deberían haber sido habilitados para la defensa de la bahía, está emplazado. La Armada y el Ejército se acusan mutuamente de este retraso. Nadie asume la responsabilidad. Se estima que el tiempo mínimo de instalación será de un mes. Este hecho, junto con el escaso número de minas disponibles, hace que presentar batalla en Subic sea muy arriesgado. Además, la gran profundidad de sus aguas, más de cuarenta metros, dificultaría la salvación de los tripulantes de las naves hundidas.

Al día siguiente, Cámara convoca en su buque insignia, para una junta de comandantes, a su colega Montojo y al resto de capitanes. Estando todos presentes, el almirante comienza la conferencia dando cuenta de los nuevos reveses. Se escucha un murmullo de indignación que se propaga por toda la sala. El almirante, con estudiada parsimonia, toma un vaso y lo llena de agua usando una jarra metálica situada en el centro de la mesa. Apura todo el líquido con tranquilidad y deposita el vaso vacío donde lo encontró mientras exhala un soplo de satisfacción. Montojo, ignorando al resto de subordinados y sus conversaciones, lo observa y sonríe. Sabe que su compañero, a pesar de todo, tiene un plan.

—Caballeros, caballeros —interrumpe Cámara la lánguida letanía de lamentos mientras se yergue sobre la silla. Disciplinados, todos sus hombres callan y prestan atención—. No es necesario que les diga que nuestra situación es comprometida. Sólo Dios sabe que sería de la escuadra si no la hubiéramos reforzado. Convendrán conmigo en que, sin las necesarias baterías costeras, la situación aquí parece insostenible. Pienso que, ahora mismo, y a parte de permanecer en Subic, tenemos otras tres opciones. Las tres resultan de la misma idea: retornar a la bahía de Manila. La primera opción, que descarto porque nos pondría en una situación semejante a la de aquí, consiste en apostar la flota en la entrada de la bahía de Manila, mucho más grande que la de Subic, para apoyarnos con las baterías de la isla del Fraile y de Corregidor, instaladas con cañones desmontados de los barcos más viejos. Rechazando esta opción, a mi entender, sólo quedan dos viables, pues en ambas alternativas contaríamos con el apoyo de los cuatro fuertes de Manila y de las dos piezas instaladas en Cavite: Podemos fondear cerca de la ciudad, con el riesgo que eso conlleva para la población civil, o situarnos cerca del apostadero de Cavite, donde nos aprovecharíamos del poco calado de sus aguas. Desde mi punto de vista, esta última es nuestra mejor opción.

Tras el comandante de la escuadra, toma la palabra el segundo en el mando, el contralmirante Montojo, que secunda los razonamientos de su amigo y superior, abogando por la última opción. Después intervienen todos los capitanes, aceptando esta medida por unanimidad.

—Es imprescindible —continua Manuel Cámara tras aprobar el punto anterior— que un buque parta de inmediato para Manila. Capitán Llobregat, zarpe con su nave al concluir este consejo y aprehenda todas las chalupas y gabarras que vea y cárguelas de arena y paja. Situadas de manera precisa, servirán para proteger la línea de flotación de los buques que se verán forzados a combatir sin poder navegar. Así mismo es necesario prepararlo todo para, en caso necesario, quemar nuestra base en Subic. No debemos permitir que el enemigo pueda aprovecharse de nuestros recursos. No hay un minuto que perder, dispongan sus buques y tripulaciones para la batalla que se aproxima. Zarparemos en cuanto consigamos poner en movimiento al Castilla. No podemos prescindir de él. Buena suerte caballeros y que Dios nuestro Señor les guíe —Mientras dice estas últimas palabras el almirante se pone en pie, y con él todos los oficiales, y se acerca a la puerta. Los hombres comienzan a salir y Cámara los despide, uno por uno, con un sentido apretón de manos y el saludo militar de rigor. Al quedarse solo con Patricio Montojo, lo invita a sentarse en un cómodo sofá tapizado en terciopelo rojo que queda al fondo de la cabina. De una petaca de cuero saca dos habanos y ofrece uno a su colega.

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¡Yo no di más que un brazo a la Patria, si lo volviese a necesitar no le negaría vuestras vidas!. Cabo de cañón del Crucero Acorazado Vizcaya, Damián Niebla, a sus hijos, poco antes de morir.

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Nuevo mensaje Re: Dos grandes hombres
—¿Crees que hemos tomado la decisión adecuada?
—Creo que, estando las cosas como están, es lo mejor que podíamos hacer.

Cámara se acerca a la mesa y examina un fajo de folios, con gesto de satisfacción encuentra el que busca y lo tiende a Montojo mientras dice:

—De todos modos no teníamos otra opción. Lee este telegrama.
Su compañero coge la hoja con curiosidad. Frunce el ceño y a mitad de texto no puede continuar leyendo.
—¿Este botarate nos ordena que nos situemos en Cavite?

Cámara asiente repetidas veces, como queriendo responder afirmativamente a todas las preguntas que sabe que Montojo se está formulando.

—¿Has informado al Capitán General de la situación existente en Subic?
—Este telegrama ha sido mi único contacto con él desde la junta de autoridades.
—Entonces ha tomado la decisión por las presiones de Jáudenes y el resto de la jauría.
—No creo que le hayan tenido que presionar mucho.
—Me encocora tanta necedad.
—Esta vez, y si podemos definirnos como tales, la decisión del necio y del sabio, aunque por distintos razonamientos, ha coincidido, para fortuna de la Patria.
—Entonces… si las órdenes son así… ¿para qué hemos debatido antes?
—Pensé que la moral de los hombres no decaería tanto si creían que éramos nosotros, y no el general Agustín, quienes tomaron la decisión.

Montojo se atusa el bigote y no puede evitar sonreír levemente ante la picardía de su amigo. Éste aprovecha para confiarle el plan de combate en su totalidad.

—De esta manera, el peso de la primera parte de la batalla va a recaer sobre la antigua escuadra del Pacífico.
—Cierto, es preciso que aguantéis. ¿Podréis?
—Lucharemos el tiempo necesario.
—La bahía de Manila se convertirá en una trampa mortal para los americanos. No debe escapar un solo buque. Acabaremos con ellos de un solo golpe.
—¿Y si Dewey no entra en la bahía?
—Lo hará. Necesita destruir nuestra escuadra, y es un temerario hambriento de gloria.
Se lo jugará todo en la tentativa. Hemos de conseguir que, cuando entienda al fin nuestra estrategia, sea demasiado tarde para él y su flota. No debe escapar.
—Me hundiré con el Cristina si es necesario.
—Espero que no lo sea.

Montojo se acaricia el bigote con el dedo índice y sonriendo dice:

—Yo tampoco, era sólo una frase hecha —concluye Montojo
Ambos almirantes romper a reír y sus carcajadas pueden oírse en la cubierta. La alegría de estos dos hombres, los comandantes de la escuadra, ayuda a calmar los nervios de los marineros. Cámara observa a su amigo reír y piensa en el sufrimiento que le espera. Su sonrisa se diluye y, compungido, devuelve a su rostro la gravedad que se impone.
—Patricio, ¿sabes que sudareis sangre para que yo me lleve la gloria?

Como marino viejo que es, Montojo se encoge de hombros ante la pregunta de su
colega.

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—No es una ninguna novedad en la Armada. Siempre han luchado y muerto muchos para que unos pocos se lleven la gloria. Hoy te toca a ti. Mañana quizá me toque a mí.
—¿Quieres que destine a tu hijo en algún puesto de mi propia escuadra o que sirva de enlace en tierra?

Montojo enarca las cejas, suelta un bufido y como escupiéndolo dice:

—Mi hijo combatirá junto con sus compañeros como buen marino que es. Ningún Montojo desprestigiará su apellido en la batalla que se avecina… Me lo has dicho tú, y sé que lo ofreces de corazón, y podría… no, no quiero tomarlo como un insulto.

Un triste silencio se adueña de la cámara. El humo del tabaco se expande y cubre a los dos almirantes. Durante unos pocos minutos sólo se oyen las suaves bocanadas y los lejanos gritos de la marinería. Montojo, taciturno, rompe el mutismo que se cierne sobre ellos y sus conciencias, originando pensamientos que todo soldado debe evitar antes de entrar en batalla.

—¿Recuerdas lo jóvenes que éramos en la guerra del Pacífico? Han pasado ya más de treinta años. Aquella fue una extraña guerra. Los dos bandos salimos victoriosos.
—Allí luchábamos por el honor del Imperio, en la batalla que se aproxima pelearemos por su supervivencia.
—Los tenía bien puestos Méndez Núñez. Nos criticaron por bombardear el indefenso puerto de Valparaíso, y él, desafiante, indicó al enemigo que, en el plazo de cuatro días, íbamos a bombardear El Callao, su base mejor defendida. ¡Qué gran marino y qué hombre tan intrépido!
—Patricio ¿sigues escribiendo? Deberías novelar aquellos días. Ya sabes… “Más vale honra sin barcos que barcos sin honra”. Aquí debemos aplicar esta máxima. Es la única salida que nos han dejado esos soldaditos de tierra. Por cierto, ya que hablamos de nuestro brillante Capitán General, ¿tienes a bordo tu uniforme de gala?
—¿Mi uniforme? ¿Para qué?
—Nos han invitado al baile en el Palacio de Santa Potenciana. El general Agustín se ha refugiado allí ante el inminente ataque, abandonando su residencia habitual intramuros.
—Bonito ejemplo. ¿Hemos de acudir a esa bufonada?
—Es una orden de Su Excelencia el Gobernador y Capitán General de Filipinas. Quiere dar apariencia de normalidad.
—¿Nos deparará nuestro hábil general alguna sorpresa más? Seguramente.

Cámara asiste con un leve cabeceo y prepara dos copas de Jerez. Ofrece una a su colega y levantando la suya brinda por las escuadra de Filipinas, por la Armada y por el Rey.

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Nuevo mensaje Re: Dos grandes hombres
Palacio de Santa Potenciana, 29 de abril de 1898

A pesar de que son sólo las cinco de la tarde, y aún faltan varias horas para que se esconda el sol, el palacio de Santa Potenciana, atestiguando la grandeza hispana, brilla iluminado por las novedosas luces eléctricas. En sus accesos se aprecia a la élite de la sociedad colonial. Todos han querido asistir al baile de gala organizado por el Gobernador General. A sus puertas se agolpan ricos hacendados vestidos de levita y sombrero con esplendorosos bigotes engomados o barbas cuidadosamente rasuradas; militares y marinos de alcurnia, luciendo charreteras, plumas, fajines y sables; damas que, enguantadas, desafían el calor reinante con sus largas faldas. Por la calle que confronta con el palacio se ve un viejo quile aproximándose lentamente. En él viajan el contralmirante Cámara y su ayudante, el alférez Villalba. Entre la algarabía de gente se alza una mano que se agita en el aire para reclamar la atención de uno de los viajeros.

—Ricardo, Ricardito, soy yo.
—¡Manuel! Disculpe señor almirante, es mi hermano Manuel. No nos vemos desde hace más de dos años.
—Eso explica su azoramiento, vaya a reunirse con él, alférez.

Ignorando el protocolo militar, salta del carruaje y corre hasta abrazarse con su hermano. Tras un breve pero afectuoso saludo, Manuel, fingiendo sorpresa, acaricia los galones de su hermano.

—¡Caray Ricardito! ¿Pero esto qué es? Te sienta como a un santo tres pistolas —ambos hermanos ríen—. ¿Quién me iba a decir que mi hermano pequeño iba a ser todo un señor oficial de la Armada? Con ese uniforme ya no pareces aquel mocoso que me incordiaba.

El marino sonríe sonrojado, va a devolver la broma a su hermano pero calla al notar que se aproxima su superior.

—Señor almirante, permítame que le presente a mi hermano. Manuel Villalba, recién nombrado por Su Majestad Gobernador Civil de la provincia de La Unión.

Ambos hombres se saludan con un fuerte apretón de manos y unas breves frases hechas.

—¿Lleva usted mucho tiempo en Manila, don Manuel?
—No, llegué el día 23 de este mismo mes en el Isla de Mindanao. Aún no he tomado posesión de mi cargo.
—¡Ah, qué envidia me da ese tiempo suyo de asueto! Yo, por el contrario, vivo en un mar de preocupaciones…

Desde el palacio resuenan los acordes amortiguados de la marcha de Cádiz. El almirante Cámara los oye y se interrumpe. Su rostro muestra una mueca que pretende ser una sonrisa pero no alcanza a serlo. Como si hablará consigo mismo, murmura entre dientes:

—Este loco va a celebrar ya el baile de la victoria. ¡Qué inconsciencia más peligrosa! Valiente mamarracho.

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20 Mar 2010 12:56
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Nuevo mensaje Re: Dos grandes hombres
Los dos hermanos cruzan una mirada de preocupación. La alegría huye y los ojos se inundan de temor. Ofuscado por la rabia que le ha constreñido durante días, Cámara prosigue su alocución ajeno a la desazón que causa.

—Los políticos, con su ineficacia en el gobierno de las colonias, nos han metido en este atolladero. Y ahora, para salvar el imperio, recurren una vez más a nosotros. Ha dicho el presidente Sagasta que hay que resistir hasta el último hombre y hasta la última peseta… ¡Qué fácil es decir eso desde Madrid!

Manuel Villalba, como antiguo diputado y actual gobernador provincial, se siente molesto por las acusaciones, pero, por deferencia hacia su hermano, decide hacer oídos sordos. El alférez, incómodo ante el grupo de personas que se forma a su alrededor, interviene:

—Señor almirante, hay que apresurarse, la recepción va a comenzar.
—Sí, vayamos pues, con la edad nos ocurre algo extraño, el cuerpo se vuelve pesado pero la lengua se torna ligera y vivaracha.

Al poco de entrar en la fiesta, el almirante esgrime una disculpa cualquiera. No se molesta en fingir congoja ni en disimular su desprecio. Se retira concediendo un par de horas libres al alférez Villalba y despidiéndose del hermano mayor con un cortés y sencillo “encantado de conocerle”. Los Villalba lo contemplan mientras se aleja en un pequeño carruaje que, esquivando las aglomeraciones, serpentea por la calle con rapidez.

—Cuánta responsabilidad soporta ese hombre. ¿Cómo anda la moral de los hombres de la escuadra?
—No muy alta después que tener que cambiar el plan tras el fallido intento de defenderse en Subic. Hemos perdido allí una buena oportunidad; la dejadez y la apatía nos la han estropeado. Sin las baterías instaladas y con las pocas minas existentes, ya no contábamos con la ventaja táctica.
—¿Cuándo pensáis que llegarán los yanquis?
—Según los informes recibidos, será mañana o al día siguiente.
—¿Y tú cómo te encuentras?
—¿Yo? —el alférez mira al suelo, se quita la gorra y tras pasarse una mano por el pelo, juguetea con la visera—. Estoy cansado de esta tensa espera. Hace dos días que apenas duermo. Tengo un nudo constante en el estómago. No sé lo que me ocurre. Es extraño, siempre he soñado con combatir por la patria. Alcanzar la gloria y el honor; y ahora que puedo hacer realidad mi sueño, ahora que lo tengo tan cerca… —Ricardo mira a su alrededor y, casi susurrando, continúa— tengo miedo. Sí, miedo, a ti te lo puedo confesar, Manuel. Miedo a la muerte, a lisiarme, miedo a no saber honrar el uniforme o a los compañeros, a ser un cobarde.
—No puedo saber lo que se siente al entrar en combate. Por fortuna nunca he estado en uno, pero sólo los locos irían contentos a la batalla. El miedo es normal, lo que tienes que hacer es controlarlo. Sé que no es lo mismo, de hecho no se parece en nada, ya que yo no podía morir en el Parlamento, pero cuando me eligieron diputado, tenía muchas dudas. Castelar me dijo que no lo pensara tanto. Que fuera paso a paso y que en cada una de mis actuaciones diera lo mejor de mí. Eso tienes que hacer tú. No sabe el hombre el valor que tiene hasta que se ve obligado a demostrarlo. Confía en Dios y en tu recta conciencia.

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20 Mar 2010 12:57
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Nuevo mensaje Re: Dos grandes hombres
Los dos hermanos se miran fijamente a los ojos. Durante un rato no dicen nada más, permanecen de pie, disfrutando de su mutua compañía. Un sirviente tagalo se aproxima hasta ellos, ofreciéndoles champaña en unas copas de cristal labrado.

—No le des más vueltas y bebamos esta estupenda bebida. Tenemos que celebrar nuestro reencuentro. Los hermanos Villalba en Filipinas, ojalá padre nos viera.

El alférez recuerda a su padre con nostalgia, muerto hace casi cinco años. Sabe lo orgulloso que estaba de sus hijos. Si los viera ahora… uno gobernador civil y el otro oficial de la Armada. Su mente rememora a su difunta madre, su familia, sus amigos, su pueblo.

—¿Sabes algo de nuestras hermanas? ¿Alguna novedad?
—Pues como siempre, dos bien casadas y dos vistiendo santos.
—Breve resumen de cuatro vidas, Manuel —dice sonriendo y alzando la copa—. Brindemos por la familia. Por los que se fueron y por los que están.
—Y por los que vendrán Ricardo —dice mientras guiña un ojo.

Acorazado Pelayo, buque insignia del almirante Cámara a 1 de mayo de 1898. Cerca de la desembocadura del río Talisay, en la parte norte de la bahía de Manila.

Un estruendo retumba en la lejanía. Todos los hombres que trabajan en cubierta levantan la cabeza. Un denso silencio cubre el buque. Los marineros, ansiosos, contienen la respiración y detienen todas sus tareas. Se miran unos a otros buscando respuestas que nadie tiene. Siguen unos pocos cañonazos más y luego todo cesa. Extrañados y desorientados, los hombres vuelven al trabajo, azuzados por los gritos de los contramaestres. La noche prosigue tranquila, la monotonía del servicio propicia toda clase de comentarios. Pasadas dos horas, el patrullero Giralda manda un mensaje con el telégrafo de luces. De inmediato un marinero se presenta ante el alférez Villalba.

—Mi alférez, el Giralda informa de que la escuadra enemiga se ha adentrado en la bahía.
—¡Magnífico! Avisaré al almirante personalmente.

En apenas unos minutos Cámara asume el mando y reparte órdenes por doquier.

—Repartan café y comida entre la tripulación. Aviven los fuegos de las calderas, carguen la artillería. Al alba combatiremos.

Crucero de primera clase Reina Cristina, buque insignia del almirante Montojo, en el apostadero de Cavite, al sur de la bahía de Manila. 3:00 a.m.

Desde donde se encuentra, el almirante contempla lo poco que la escasa luz de la luna le permite ver. Tras el trasiego inicial todo ha vuelto a calmarse pues aún falta un par de horas para avistar las naves enemigas. Su escuadra, silenciosa y estática, espera el inevitable castigo que en breve ha de llegar. A popa, Patricio puede contemplar al Castilla, su perfil se distingue bien por la cercanía y porque es el único buque de la flota que permanece pintado de blanco. Más allá, se encuentran los cruceros de segunda clase Don Juan de Austria y Don Antonio Ulloa, pomposo nombre para estos hermosos navíos de tres palos, pues en realidad son cañoneros grandes. El Ulloa, debido al penoso estado de sus máquinas, es incapaz de navegar. Además, toda su artillería de babor había sido desmontada para hacerla servir en tierra. Así pues, se halla acoderado con su costado al norte para poder hacer uso de los cañones de estribor. Delante de estos tres buques, para protegerles, hay amarrados una serie de lanchones cargados de arena. En proa y aunque Montojo no puede verlos desde donde está, se encuentran los cruceros gemelos Isla de Luzón e Isla de Cuba, dispuestos para apoyar a su buque insignia. Por la amura de estribor se encuentra el pequeño cañonero Marqués de Duero, cuya misión será socorrer a los buques mayores en los posibles rescates.

—Todo está dispuesto, ya sólo queda esperar la gloria, la muerte o lo que quiera Dios depararnos. Capitán Cadarso, diríjase a la torre de control y esté listo para asumir el mando si caigo en la batalla.

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Nuevo mensaje Re: Dos grandes hombres
Escuadra de Cámara 3:37 a.m.

El acorazado Pelayo abre la línea de batalla. Navega casi a dieciséis nudos para no forzar las máquinas. Le sigue en la formación el crucero acorazado Carlos V y los trasatlánticos Meteoro y Patriota reconvertidos en cruceros auxiliares. Los cuatro buques se dirigen, con las luces apagadas, hacia la entrada de la bahía para intentar acorralar a la escuadra americana en una trampa mortal. Presentan un aspecto más estilizado pues han quitado vergas, masteleros y maderas para prevenir incendios y heridas por astillas.

Crucero María Cristina 4:45 a.m.

Un marinero, corriendo, accede al puente. Se cuadra y efectúa el saludo militar en apenas un segundo; inmediatamente lanza el mensaje que trae:

—Señor almirante, el Austria pide permiso para abrir fuego.

Patricio Montojo, sin dejar de mirar con sus prismáticos, contesta:

—Dígale que puede hacerlo cuando lo crea conveniente.

Sin perder un segundo, el marinero vuelve a saludar y se retira raudo con su orden. El almirante sigue oteando el horizonte. La luz es ya suficiente, en cualquier momento se podrá ver a la escuadra americana sobrepasando el cabo de Punta Sangley. Los minutos se van sucediendo en una letanía interminable. Todos los hombres esperan preparados en sus puestos. Se han despojado de las camisas para intentar soportar el agobiante calor que ya sufren a horas tan tempranas. El silencio es total, los marineros apenas hablan, y cuando lo hacen, es en susurros. El capellán va de grupo en grupo, dando su bendición a los hombres. Todos ellos, hasta los menos creyentes, lo reciben con alegría. En aquellos momentos todos se acuerdan de Dios y a Él se encomiendan. Para los aguadores ha comenzado la batalla. Tienen que mantener a sus compañeros hidratados y ya han comenzado a repartir agua.

El almirante Montojo arruga el ceño al ver aparecer la proa de la primera nave enemiga. En unos minutos contempla toda la escuadra estadounidense. A la cabeza de la columna forma el Olimpia, buque insignia del comodoro Dewey, le siguen el Baltimore y el Raleigh, después, un poco más retrasados el Boston, el Condord, el Petrel y el McCuloch.

Un cañón ruge desde Punta Sangley, su proyectil levanta una columna de agua detrás del Baltimore. Enseguida le secunda uno de los fuertes de Manila.

—Por el ángulo desde donde nos atacan, ésa va a ser la única de las piezas que nos va a ayudar desde Cavite —el almirante respira hondo y se santigua—. Disparen cuando estén listos.

El Cristina tiembla cuando todas las piezas del costado de babor hacen fuego. El almirante vuelve a mirar con sus prismáticos para comprobar si sus disparos hacen blanco sobre el enemigo, que, de momento, no responde al fuego.

La escuadra americana recibe varios impactos leves sin sufrir apenas daños relevantes. Aumenta su velocidad y se prepara para disparar en cuanto la distancia se reduzca a unas dos millas. El comodoro Dewey ordena a los dos cruceros que le siguen más de cerca concentrar sus disparos sobre el buque insignia español. Al llegar a la distancia requerida, una avalancha de hierro se cierne sobre el Cristina. Los cañones de tiro rápido americanos envían una lluvia de metal incesante y mortal. Con los primeros disparos, la flota americana se sitúa en paralelo a la española. En el duelo artillero que sigue, ninguna de las dos escuadras cede, pero la infatigable tormenta de fuego desatada comienza a hacer mella en los barcos españoles. Tras una hora de desigual intercambio, los efectos de la batalla se hacen notar.

—Señor almirante, al Castilla le han reventado el trinquete, haciéndolo astillas e hiriendo con ellas a muchos hombres. Además, el capitán Morgado informa de que tiene fuego a bordo y no puede controlarlo.

Montojo suelta una maldición y sale del puente para comprobar el estado del barco situado a su popa.

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20 Mar 2010 13:00
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Nuevo mensaje Re: Dos grandes hombres
—Dígale al capitán Morgado que inunde el barco hasta vararlo en el fondo. Que siga haciendo fuego con las piezas útiles.
—Señor almirante, dice el médico que la enfermería está llena. Pide permiso para ocupar la cámara de oficiales.

Asiente y su mente, ante aquella horrible noticia, se evade durante unos segundos de la batalla hasta que un teniente que sirve en el puente le comenta más malas noticias:

—Los americanos han iniciado otra contramarcha, parece que esta vez van a pasar mucho más cerca.
—Informan desde el Isla de Cuba que antes de iniciar la contramarcha un bote ha partido desde el Olimpia dirigiéndose a Manila con bandera de parlamento. Indican además que sus banderas de señales exigen que cese el fuego de Manila o bombardearán la ciudad.

En ese momento el Cristina se sacude tras una fuerte explosión. Un denso humo se alza amenazador.

—¡Maldición! Teniente Roa, encárguese de controlar ese fuego. Por el amor de Dios, que alguien me dé agua. Este maldito calor nos va a sofocar a todos.

La batalla continúa pero inexplicablemente las baterías de Manila enmudecen. La indignación abruma a todo el puente.

—Ese cobarde de Agustín nos ha dejado solos. Maldito sea.
—El timón no responde, señor almirante. La última granada que nos ha impactado ha destrozado el servomotor.
—Engranen de inmediato la rueda de mano. Necesitamos recobrar el control del barco.
—¡Dios mío! Como no nos apoye pronto el almirante Cámara van a mandarnos a pique —dice un marinero que se encuentra junto a la escotilla.
—¡Silencio! —grita Montojo— Amonesten a ese hombre por insubordinación.

Acorazado Pelayo, cerca de la entrada de la bahía de Manila 6:27 a.m.

—Por la frecuencia de los cañonazos parece que Montojo mantiene el tipo— comenta el alférez Villalba.
—Estamos llegando a la isla de Corregidor. En cinco minutos viraremos hacia Manila y nos uniremos a la batalla. La trampa está cerrada —sentencia Manuel Cámara.

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20 Mar 2010 13:02
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Nuevo mensaje Re: Dos grandes hombres
Crucero Reina María Cristina 6:49 a.m.

El teniente Roa se presenta en el puente. El rojo de sus ojos, junto con su cara y uniforme ennegrecido por el humo, muestran el infierno que reina fuera. Con una leve tos se cuadra y se lleva los dedos de la mano a la sien para saludar.

—Señor almirante, hemos controlado el incendio. He podido comprobar el estado del barco. Por fortuna los yanquis no tienen muy buena puntería. Hemos recibido unos dieciocho impactos.
—Sí, pero están mejorando con la práctica. Ya van siendo demasiados.

Como si de una profecía se tratara, una nueva detonación sacude al Cristina. El barco se balancea por el impacto. Montojo manda de nuevo a Roa para inspeccionar los daños. Éste parte para una misión para la que no está preparado. La granada ha explosionado en la cámara de oficiales, improvisado hospital, destrozando literalmente a todos los que allí se encuentran. Aquella visión dantesca acompañaría a Roa durante el resto de su vida.

—Todos muertos, señor almirante—informa a su regreso con la cabeza gacha y sin atreverse a mirar a su superior para que no le vea llorar—, ha reventado la sala de oficiales. Los cadáveres mutilados... Apenas he podido reconocer al médico y al capellán por sus uniformes. Hay vísceras, sangre y miembros por todos lados. Es horrible… —el teniente no puede continuar y estalla en un llanto de impotencia. Las lágrimas resbalan entre el hollín que le cubre la cara, formando surcos que deforman su rostro.
—Cálmese Roa. Temple esos nervios. Ya tendremos tiempo mañana para duelos. Ahora le necesito sereno.
Un enorme pique se levanta a proa del Cristina, alzando una columna de agua de más de un metro de altura.
—Señor almirante, parece que la flota enemiga arrumba hacia el centro de la bahía… ¿Se retiran?


Acorazado Pelayo 7:37 a.m.

—Hagan fuego. Ha llegado la hora de ajustar cuentas. Viren diez grados a babor, así facilitaremos el disparo de la batería de popa.

Al momento, respondiendo a las órdenes de su almirante, las dotaciones de los enormes cañones Hontoria de 320 y 280 mm. abren fuego. El brutal estruendo puede oírse en kilómetros a la redonda.

La escuadra americana ha virado hacia el Norte para alejarse de las baterías costeras y de la antigua flota del Pacífico. A pesar de tener que enfrentarse a dos de los mejores buques españoles, que igualan en tonelaje a toda su escuadra, la moral de los americanos es alta pues aunque no han hundido ningún barco enemigo y todos ellos siguen combatiendo, han dejado la mitad en llamas. Además, los americanos apenas han sufrido bajas.

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20 Mar 2010 13:03
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Nuevo mensaje Re: Dos grandes hombres
Crucero Reina María Cristina 7:45 a.m.

—La rueda de mano está engranada, señor almirante.
—Perfecto. Teniente Roa, ¿tiene el informe del estado de la escuadra?
—Sí, el Isla de Cuba y el Isla de Luzón están en condiciones de navegar pero este último tiene tres cañones desmontados y pequeñas averías en el casco. El Ulloa ha perdido a su capitán y a la mitad de su tripulación, el Duero tiene inutilizada una de sus máquinas, el Austria, con las carboneras incendiadas, está auxiliando al Castilla, y éste aún no ha respondido a las señales. Aquí en el Cristina, hemos sofocado los fuegos. Nos han destrozado el pico del palo de mesana precipitándose con él la bandera y su gallardete, señor almirante. He dado orden de que lo reparen de inmediato.

Patricio Montojo contempla distante el horizonte, casi parece que no está escuchando al oficial, que cabizbajo espera órdenes.

—¿Ha visto el reflejo del sol en estas aguas tan verdes? A estas horas la espectacularidad es máxima. Es una tierra tan hermosa… —Patricio niega un par de veces con la cabeza y apunta con sus prismáticos a los buques enemigos—. ¿Así qué sólo tenemos tres barcos en condiciones de navegar? Señores, nuestras órdenes son de combatir hasta el último hombre y la última peseta. Indiquen al Cuba y al Luzón que sigan al insignia, si es que ésta ya ondea de nuevo. Timonel, rumbo noroeste, avante medio.

Acorazado Pelayo 8:03

—Ese Dewey es un insensato, un loco o un valiente, quizá las tres cosas. Están virando y enfilan hacia nuestra posición —exclama el alférez Villalba.
—Es su única salida, Ricardo. Por aquí pasa todo lo que pueda desear, la victoria o la huida. Ambas están en esta dirección. Vaya granizada nos están despachando esos malditos cañones de tiro rápido.

El furioso cañoneo prosigue, los estadounidenses cuentan con la superior velocidad de tiro de sus magníficas piezas de 203 mm. Mientras que los españoles disponen de las enormes bocas de fuego de 320 y 280 mm. además de un superior blindaje. Tanto la artillería enemiga como el calor barren las cubiertas. Éste se convierte en otro rival más que causa estragos entre las dotaciones. En aquellos momentos en los que se decide la batalla, un disparo afortunado penetra en la torre del cañón de proa de 320 mm. Una densa humareda lo cubre completamente.

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¡Yo no di más que un brazo a la Patria, si lo volviese a necesitar no le negaría vuestras vidas!. Cabo de cañón del Crucero Acorazado Vizcaya, Damián Niebla, a sus hijos, poco antes de morir.

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20 Mar 2010 13:05
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Nuevo mensaje Re: Dos grandes hombres
—¡Oh Dios mío! Han alcanzado la pieza de proa. Villalba, haga lo imposible si es necesario, pero quiero ese cañón disparando de inmediato.
—A la orden, señor almirante —dice el alférez mientras realiza un rápido saludo y se dirige hacia la puerta. Recorre la cubierta a paso ligero hasta la proa. A pesar de que ya es más tenue, un horrible humo negro continúa manando de la casamata. Agazapados tras la trasera de la batería, varios hombres jadean mientras gruesas gotas negras de sudor resbalan por su cuerpo. Ninguno se incorpora para saludar al oficial. Ricardo, sobrepasando al grupo de marineros exhaustos, se adentra en la torreta para comprobar su estado. Puede ver varios cuerpos esparcidos por el suelo. A pesar de la escasa visibilidad, distingue el cadáver de un oficial, se acerca al cuerpo e identifica en la bocamanga el grado de alférez. Armado de valor, da un paso más para ver si lo reconoce y, entre la humareda, vislumbra media cara destrozada y un enorme agujero abierto en la frente. De él brota masa gris gelatinosa. Villalba da un salto hacia atrás y resbala con la sangre que impregna el suelo. No puede evitar una arcada, se incorpora y saca la cabeza por el vano de la puerta, echando fuera lo poco que había logrado comer aquel día. Los hombres de la dotación de la batería lo miran fijamente. No hay ningún esbozo de sonrisa, ninguna burla, ninguna mirada cómplice entre ellos. Se limitan a mirarlo en silencio. El alférez, ajeno a ello, saca un pañuelo y limpia la boca y la sangre que se reseca en sus manos. Alza la cabeza y repara en los artilleros.
—¿Quién está al mando de la pieza?

Un marinero barbilampiño suspira y levanta levemente la mano al tiempo que contesta:

—Pues… supongo que yo, mi alférez.
—¿Cómo se llama usted?
—Soy el marinero de primera Carrión. El oficial de control de tiro, el cabo de cañón y dos compañeros mas han muerto en la explosión. Por suerte, la pieza está intacta.
—Estupendo, yo llevaré el control de tiro. Necesitaremos al menos dos hombres más… Prepare la batería, enseguida vuelvo con ellos.
El alférez sale corriendo hacia el puente, pero a mitad de camino tropieza con tres hombres cargados con una gruesa maroma.
—Ustedes dos —dijo señalando a los dos primeros— síganme a la pieza principal de proa.
—Pero mi alférez, nosotros somos marineros de maniobra y…
—¡Ni una palabra más! Ese cañón debe disparar ya. Acompáñenme.

Los tres hombres corren hacia proa y entran en la torre. La dotación ha retirado los cadáveres y tiene el arma preparada.

—Mi alférez, listos para disparar.
—¿Saben si tenían horquillado a algún buque enemigo?
—No sabría decirle.

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20 Mar 2010 13:06
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Nuevo mensaje Re: Dos grandes hombres
—Está bien, empezaremos de cero —Villalba se acerca al control de tiro y mira por el visor—. Probemos como está ahora. ¡Fuego!

Un pique se levanta lejos de la popa del Olimpia.

—Mierda, nos hemos ido mucho. Hay que bajar diez grados —ordena el alférez.

Crucero Reina María Cristina 8:37 a.m.

El almirante Montojo escruta la bahía con los prismáticos. Ve con satisfacción como la escuadra de Cámara está ganando la partida. Casi todos los barcos americanos están ardiendo. El Boston ha quedando rezagado, incapaz de seguir el ritmo del resto de su escuadra. Se encuentra ligeramente escorado a babor y pierde velocidad, pero más de la mitad de sus cañones continúa disparando.

—Pongan rumbo al Boston. Avante toda. Preparen los tubos lanzatorpedos. Dispararán a mi orden. No quiero que lo hagan demasiado pronto y los malgastemos.
—Señor almirante, nos informan de que dos de los tubos no están operativos.
—Bastará con los otros tres. Debe bastar.

Montojo espera a que la distancia se reduzca a un cuarto de milla. A pesar del estado del buque, la tripulación del Boston dispara andanadas desesperadas e incesantes de horror y muerte al Cristina que, imparable, se lanza a por su presa. Cuando llega a la distancia letal, maniobra para situarse en una mejor posición de tiro, y dispara los tres torpedos. El crucero protegido americano intenta virar para esquivarlos pero navega demasiado despacio para lograrlo. Dos de los proyectiles impactan con unos segundos de diferencia, sellando el destino del barco. Todos los hombres que aún quedan capaces de celebrar este éxito, lo hacen con efusión.

—Señor almirante, el pañol de municiones de popa está ardiendo. No podemos dominarlo.
—Inúndelo. Para nosotros esta batalla ha terminado. Timonel, ponga rumbo al apostadero de Cavite. Indique al Cuba y al Luzón que, si están en condiciones, sigan hostigando al enemigo. Avisen al transporte Cebú que venga a socorrer a los supervivientes yanquis.

Acorazado Pelayo 8:56 a.m.

A través de su visor, el alférez Villalba podría observar el humo levantado por las detonaciones de los torpedos. No hace mucho caso, pues sigue enfrascado en calibrar el cañón. Tiene la mano alzada con la palma abierta para, con un rápido manotazo, dar la señal de fuego, pero en el instante en que se dispone a hacerlo, una granada de grueso calibre impacta contra la torre. Ricardo cae al suelo de bruces y queda tendido en el suelo unos segundos sin entender qué ha pasado. Levanta un poco la cabeza y ve al marinero Carrión, que, sentado en el suelo y con la espalda recostada contra un mamparo, le habla, aunque apenas puede oírle. Apoya las manos para intentar incorporarse, pero al hacerlo aúlla de dolor. Levanta la mano derecha y contempla asustado que ha perdido el dedo corazón, también tiene una gran esquirla clavada en la mano. Con un rápido tirón se saca el hierro. La visión de la sangre brotando a raudales y el dolor inaguantable acrecientan su mareo, casi hasta desmayarse. Intenta arrancarse un trozo de la camisa para tapar la herida, pero es incapaz de hacerlo con una mano. Se gira para pedir ayuda a Carrión y ve que éste no se mueve. El marinero yace sentado, con la cabeza ladeada. Unas pequeñas cuentas oscuras, de un rosario, sobresalen entre los dedos de su puño cerrado. Ricardo consigue levantarse ayudándose con la otra mano. El humo producido por aquella maldita pólvora negra americana lo vuelve a inundar todo. A través de él puede ver varios hombres. Se acerca a uno y le ayuda a incorporarse. Asfixiado por el humo, ordena a los marineros que salgan a respirar aire puro. Tres hombres yacen inmóviles dentro de la torreta. Mientras los supervivientes salen, se presenta a la carrera un teniente.

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20 Mar 2010 13:08
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Nuevo mensaje Re: Dos grandes hombres
—Alférez, el almirante Cámara quiere saber por qué no está disparando esta batería.

Villalba, intentando controlar la tos, se lleva el puño a la boca. Tras unos segundos de ahogo, consigue respirar con normalidad. Mira al teniente que espera ansioso una respuesta. Villalba señala los cadáveres que permanecen en la torreta y dice:

—La dotación es insuficiente, señor. Necesito tres hombres más.


Crucero Reina Maria Cristina 9:13 a.m.

Desde la proa, el almirante puede contemplar la desecha escuadra que ha estado bajo su mando directo. Todos los barcos fondeados en Cavite están ardiendo. Gira la cabeza y observa su propia nave. Ha perdido todos los palos menos uno. Allí han enarbolado su bandera y su insignia, que lucen orgullosas. El barco, con un pañol inundado, navega dando ligeras bordadas. El teniente Roa, con la cara tiznada, se aproxima a él y le tiende el solicitado recuento de bajas. El balance es desolador. Han perdido, entre muertos y heridos, más de la mitad de la dotación. Montojo aprieta en su puño la hoja fatídica y la estrecha contra su corazón. Luego, inclina la cabeza y murmura una breve oración.

Acorazado Pelayo 9:36 a.m.

Un cabo y dos marineros, provenientes de otras baterías, entran en la torreta. Mientras se presenta a su superior, el cabo Lopez se cruza con el cadáver del marinero Carrión, transportado por dos hombres al exterior. No puede evitar mirarlo. El alférez, sin dejar de dar órdenes, avanza un paso para cerrar los ojos de Carrión.

—¡Malditos yanquis! —grita el cabo— ¡Vamos a mandarlos al infierno!
—Les enseñaremos a los tocineros de que casta estamos hechos. A mala leche no nos gana nadie —exclama Villalba indignado.

El alférez, ya en su lugar, baja la mano, vendada con un sucio harapo, en señal de fuego. Enseguida un pique se alza a escasos metros del Olimpia.

—Carguen. Ya los tenemos horquillados.

Los marinos, espoleados por la noticia, ávidos de venganza, cargan la pieza con rapidez.

—¡Fuego!

El enorme proyectil de más de cuatrocientos kilos, envuelto en una nube de humo, sale disparado, sobrevuela el mar e impacta, con una devastadora explosión, contra la proa del Olimpia.



Acorazado Pelayo 9:55 a.m.

Desde el buque insignia se escuchan los gritos de los aterrados marineros enemigos. Varios transportes españoles han zarpado en su auxilio. Desde el puente, Manuel Cámara sonríe satisfecho al ver a través de sus prismáticos cómo los estadounidenses abandonan el último de sus barcos. Con la escuadra enemiga derrotada, da orden a la marinería de subir a las jarcias y dar los tres vivas de ordenanza al rey.

Crucero Almirante Cámara, 9 de diciembre de 1941

—El resto es historia. Después de esta victoria, vino la derrota de Cerveza en Santiago. Esta vez los acorazados los tenían ellos. Perdimos Cuba y Puerto Rico. En las negociaciones de París pudimos salvar las Filipinas gracias a los almirantes Cámara y Montojo. Pero los tiempos convulsos nos asediaron. La segunda revolución tagala concluyó con la paz de Manila y la concesión de la autonomía al archipiélago. Después, la guerra del Rif, la dictadura de Primo de Rivera y, finalmente, el advenimiento de la Segunda República. Desde entonces el ruido de sables ha sido incesante. El gobierno destinó a estas islas a los militares que consideró más peligrosos como Sanjurjo, Franco o Mola. Aún así tuvo que abortar el intento de golpe de estado del 36. Y ahora, cinco años después, estamos en guerra contra el imperio japonés. El general Franco está empeñado en resistir, pero sin apoyo naval o aéreo lo va a tener muy difícil. En España se cierne la amenaza de la Alemania nazi, que, aunque tiene a sus mejores divisiones empeñadas en la conquista de la URSS, no va a descuidar su flanco. Su potencial es terrible y muy superior al nuestro. Nuestra única esperanza es que los aliados nos ayuden pronto.

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Nuevo mensaje Re: Dos grandes hombres
—Señor almirante, volviendo a la batalla de Cavite ¿fue así cómo consiguió su primera Cruz al Mérito Naval con Distintivo Rojo?
El almirante Villalba observa su mano y acaricia el muñón del dedo, con un tono apenas audible dice:
—Más que conseguirla, la cambié. Otros con menos fortuna pagaron más que yo.
—Patricio Montojo, Manuel Cámara, sirvió usted con grandes hombres.
—Esa clase de hombres no existen. Tan sólo los hombres normales, como usted, como yo. Son personas que se limitan a realizar lo que se espera de ellos. Hacen lo que tienen que hacer —se levanta de la silla y se acerca a un estante de donde coge un viejo libro—. Como veo que le fascina, no sé si sabrá que el almirante Montojo, además de un gran marino, fue un notable hombre de letras. Escribió en varios periódicos, tradujo varias obras y escribió una novela —le tiende el libro al teniente, una vieja encuadernación en piel negra donde, en grandes letras doradas, se puede leer León Aldao por Patricio Montojo—. Después de la batalla de Cavite, Montojo regaló este libro al almirante Cámara, pero don Manuel no quiso aceptarlo, insistiendo en que me lo cediera a mí. Lea usted la dedicatoria —el teniente de navío Huertas abre el libro, en tinta negra, escrita con pluma sobre la blanca hoja, Huertas puede leer la siguiente frase manuscrita:

“Amable lector: tráteme con benevolencia, pues mi único afán ha sido entretenerle”.

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Nuevo mensaje Re: Dos grandes hombres
Enhorabuena al autor.

Tengo que escribir uno parecido, en el que la Escuadra de Operaciones de las Antillas, y su comandante, D. Pascual Cervera, salgan victoriosos.

Espero que os haya gustado.

Un saludo. Ban-era

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20 Mar 2010 13:13
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Nuevo mensaje Re: Dos grandes hombres
Maravilloso relato, me pareció estar en medio del combate.

Gracias vicealmirante s¡!i

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Insignia en el crucero acorazado: Infanta María Teresa R. O. del 28 de febrero de 2011.
...AL FUEGO !!! Brigadier don Cayetano Valdés


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Traducción al español por Huan Manwë para phpbb-es.com