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 Relato: De la arribada de la Flota de Indias a Cádiz en 1626 
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Capitán de Corbeta
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Nuevo mensaje Relato: De la arribada de la Flota de Indias a Cádiz en 1626
Noticia de la arribada a las costas de Andalucía, del galeón Nuestra Srª de Alharilla, navío de su Majestad Feliphe IV, conocido como “El Virgen de Alharilla”[/i] y lo que le aconteció en las aguas de la mar Caribe, formando parte de la Flota de Indias, a su partida y durante la travesía toda de la Mar Océana con rumbo a Cádiz y su posterior desvío, fondeo y estancia en el puerto de Sanlúcar de Barramed[/b]a.

La mirada de Diego de Ahumada, el contramaestre, se adivina petrificada por las marcas que roción tras roción, va dejando el salitre en su rostro impasible y abstraído. Mirar sereno, que fijo en el horizonte, parece perforar la bruma ahora que la costa de Cádiz se intuye por la proa.

Su silueta de marino viejo y cansado como nuestro honroso bajel, se confunde entre las sombras de la jarcia en contraste con la bóveda celeste, donde en ausencia de toda Luna, Saturno, comienza a desperezarse por el Este, mientras sus nudillos encallecidos, retuercen el cáñamo asidos a un flechaste del palo de trinquete.

Me reconforta su huesuda estampa, esa que he visto mil veces aparecer, y que otras tantas, ha sido garantía y salvoconducto de los marineros a su cargo, tanto en los lances de mar como en los de tierra, estos últimos, si cabe más peligrosos, que no solo a olas y tempestades sucumbe el marinero, que también a los vapores del vino y a los incontables arrecifes escondidos en las tabernas y prostíbulos de esos puertos de Dios, o del diablo, que según se mire.

Un grumete somnoliento sostiene la linterna que nos alumbra, al tiempo que terminamos de adujar el cabo de la braza de barlovento de la mayor; ya concluida la enésima bordada. Entre la tenue luz, miro el rostro taciturno de los más cercanos y pienso que hace demasiados días que dejé de hacer cuentas sobre las jornadas que dura esta singladura, desde que El Virgen de Alharilla se uniera en la Habana a la flota de indias procedente de Veracruz, de regreso a España.

El buque, cabecea lenta y pesadamente como en toda la travesía y pardiez que le cuesta la ayuda divina y la del brazo de dos timoneles, levantar el tajamar tras cada cabezada. El capitán y sus allegados dicen que es por la falta de carena. Las habladurías, cuando los oficiales no están cerca, susurran que todo se debe al apresurado embarque de doscientos pesados cofres, traídos a última hora hasta el cantil del muelle, por ocho carros de seis mulas cada uno. El contramaestre, calla como de oficio, y nos encara levantando el mentón, lanzando fija la mirada, que, ni desafiante ni temerosa disuelve a los corrillos cuando percibe tan embarazosa conversación. Curiosamente, el embarque de tan pesada carga se realizó por un centenar de lacayos del Duque de Naveros, y todo ello, durante el tiempo en que la tripulación gozaba de jarana de franco con vino pagado a costa del capitán o del duque, que a buen seguro, viene a ser lo mismo.

Mucha carga es esa en la bodega, tan arriba de la flotación y tan cerca de los baos, y mucho mal andar al que por dicha causa se ha visto obligado en esta jornada El Virgen de Alharilla, este viejo y glorioso navío que ya no está para excesos ni malas componendas en la estiba. A los veteranos, no nos hace falta hacer comentarios sobre un hecho otras veces repetido y es que, dejado el Caribe por la popa, toda la flota nos ha esperado una y otra vez en formación cerrada, haciendo que fuéramos en vanguardia a pesar de no ser nuestro navío ni almiranta ni capitana, y mientras ellos tomaban rizos en las gavias o soltaban escotas sujetando su andar, nosotros, largábamos todo el trapo bien aferrado, a pesar de lo cual, no alcanzábamos la mayor de las veces los tres nudos de corredera, y de esta guisa, nuestra proa se mostraba cada vez más perezosa y las cabezadas, eternas, ponían los vellos de punta a los más hechos y templados.

Algunos, los más bisoños hacen conjeturas sobre la naturaleza del apresurado embarque la noche antes de la llegada de la flota a La Habana, otros, más por veteranos que por avisados, guardamos silencio y compostura y, a lo sordo, sin poder evitar una media sonrisa, pensamos en las malas componendas de las aduanas, allá por donde el Guadalquivir se entrega a la mar océana y en el inmenso valor que a buen seguro y en buena plata, tendrá el dichoso cargamento del duque. Tanto, como para poner en mayor riesgo la suerte del navío, y si hilamos fino, aún de la flota misma, por no hablar de las tripulaciones, que esto último no es negocio de cuentas.

Acabo de salir de guardia y me dispongo a aliviarme en el jardín del tajamar. Antes, miro a proa, allí al horizonte, donde estarán a punto de aparecer los contornos de la Sierra de Grazalema y al elevar la mirada, por la aleta de estribor, aparece ante mis ojos el carro de las siete hermanas, las estrellas de color azulado que el contramaestre dice que se llaman Pléyades o algo así, y que según cuenta, toman ese nombre de las siete hijas de un tal titán Atlas que al parecer hubo por la vieja Grecia, que así se lo confió a él, el bachiller Serafín Tinoco, al término de una noche de jarana a la salida de la taberna del cojo, en el barrio de Santa María, mientras rebajaban el sopor del vino y llenaban los pulmones con brisa fresca, junto a los acantilados del campo del sur.

Gracias a que he podido doblar la guardia como ayudante de mi buen amigo El Acituno, primer timonel, que lleva varias campañas enrolado en El Virgen de Alharilla, según dice por tener el navío el nombre de la patrona de su pueblo, Porcuna; he podido permanecer en cubierta y comprobar cómo empiezan a distinguirse por la amura de estribor, las nítidas figuras de las Sierras de Las Cabras y El Endrinal, en las que nací hace más de treinta años y por donde va desperezando el sol, que ya lanza sus primeras luces encarnando las nubes que por allí aparecen.

Por nada del mundo quería haberme perdido este espectáculo y echarle la vista desde el mar, a las serranías donde aún viven mi madre, mis hermanas y la media docena de sobrinos, que a buen seguro habrá aumentado ya a estas alturas, pues hace más de dos años que ando mareando al servicio del Rey y no he podido encarar el camino de Ronda ni aún en pascuas. Andaba yo en estos menesteres cuando El Acituno me sacó del ensimismamiento, dándome por bajini con el codo e indicándome con el rabillo del ojo hacia la popa, donde, allí, junto al espejo en la toldilla, reinaba silenciosa la figura del capitán Álvaro Pendás acompañado de su inseparable segundo, Don Gonzalo Arcos-Almudena un joven pisaverde con ínfulas de marino, que según dicen, tiene el favor del Duque de Naveros.

Ahora caigo en la cuenta que el contramaestre hace más de media ampolleta de reloj que les ganó de mano y desde entonces, lleva trajinando en silencio entre la jarcia del trinquete junto a tres marineros de la guardia de alba, como si su olfato de marino algo le barruntara y quisiera estar bien dispuesto para el sarao antes del cambio de guardia al despuntar el sol, que al producirse, revela las tempraneras intenciones de nuestro capitán, ahora rodeado en la toldilla por toda la corte de oficiales, ataviados como para un banquete en el castillo del mismísimo Duque de Medina Sidonia, a la suerte, también Capital General de estas costas de Andalucía a más de tener los beneficios que le proporcionan los derechos de aduana de estas aguas, cosa que también me contara Diego de Ahumada al término de una noche, en la que los naipes le jugaron una mala pasada y tuvieron la virtud de soltarle la lengua algo más que de costumbre, que siempre es poco.

La voz del capitán resonó menos firme que pretenciosa, a pesar de lo cual, pudo escucharse con fortaleza desde la mesana al bauprés. Ordenando dos rizos en las gavias y aferrar velacho de trinquete y bonetes.

La orden, que suponía desplegar a toda la tripulación, incluidos los que salían de guardia, no cogió por sorpresa a Diego de Ahumada, que auxiliado por sus ayudantes supo dar prioridad al rosario de faenas que implicaba lo demandado desde la toldilla, y pasada una ampolleta de media hora, los rizos estaban cazados, los bonetes de mayor y trinquete aferrados y los gavieros trabajaban con buena disposición sobre la verga del velacho, mientras la flota, toda, nos engullía adelantándonos por los costados de barlovento y sotavento, cosa que pude comprobar sin perder detalle al estar relevado de faena por saliente de doble guardia y quedar en reserva a lo que mandase el contramaestre.

Nos estábamos retrasando por primera vez en toda la singladura y precisamente en el momento más inoportuno, justo ahora cuando a buen seguro podían distinguirse desde la cofa, los detalles de los caseríos de Rota y de Cádiz. Me parecía imposible que después de forzar la retirada de la flota Holandesa de Piet Heyn en el Caribe y de sortear no sin precio de vidas y navíos las durísimas tempestades cerca de Bermudas, y con Cádiz al alcance de la mano, nos ordenaran detener nuestra viada quedando rezagados y desamparados de escolta.

Así, mientras la sorpresa se hacía dueña de los muchos y la rabia contenida de los menos, trascurrió un tiempo impreciso y cuando el sol ya campeaba por entre la jarcia, Álvaro Pendás ordenó nuevamente largar todo el trapo, y ajustar el nuevo rumbo: noroeste cuarta al norte, lo que supuso poner a toda la tripulación de nuevo a trepar por los obenques y a navegar paralelos a la costa, hacia Sanlúcar de Barrameda, que no a Cádiz.

Por entonces ya no quedaba más rastro de la Flota de Indias que la minúscula blancura de las velas de los buques más retrasados que escoltaban a la almiranta. Estábamos solos.

Aunque, a decir verdad, no solos del todo, ya que desde hacía un buen rato, por la amura de babor en el horizonte, se distinguían cuatro velas que permanecían como al acecho formando en facha, y que ahora, entrada la flota en la bocana de la bahía, se apresuraban en nuestra demanda.

Así, navegando de bolina, con la costa a sotavento y el sol casi a la popa, transcurrió un buen rato en el que no faltaron entre la marinería todo tipo de susurros, maldiciones y comentarios y durante el cual, los vigías y los oficiales apuntaban a los cuatro navíos con sus anteojos de larga vista, con la no disimulada zozobra de los segundos, que de los primeros nada puedo decir, ya que al estar en el tope y las cofas, no se les distinguía el semblante. No en vano, todos sabíamos del peligro de la arribada a Cádiz, ya que a Ingleses y Holandeses les gustaba rondar por estas aguas y ahora que la flota ya estaba entrando en el resguardo de la bahía, la suerte no estaría de nuestra parte si las velas que nos demandaban eran velas enemigas.

Una señal de inteligencia fue ordenada por el contramaestre, que después de haber platicado en la toldilla con Álvaro Pendás, ordenó se izaran dos gallardetes a cuadros amarillos y negros, que raudo, treparon hasta lo más alto en el penol de barlovento del bonete del palo trinquete. No hubo respuesta alguna por parte de los cuatro veleros, que por momentos, se hacían más y más grandes a nuestra vista.

Pendás, ordenó disparar una salva por el costado de babor y arriar e izar los gallardetes dos veces. Nada. Los buques, impasibles seguían acercándose con determinación a todo trapo por nuestro costado de babor, hasta que Pendas, decidió ordenar zafarrancho de combate al comprobar que la pequeña armada, que se nos venía encima, se desplegaba abriéndose en abanico con el barlovento a su favor.

Desde mi puesto en el castillo de proa pude escuchar una sorda maldición, rápidamente reprimida por la mirada de Diego de Ahumada atento a las drizas de señales, y que salía de lo más hondo del alma de uno de los marineros que servían uno de cañones cercanos al castillo de proa junto al trinquete.

Entonces, al completar la viraba a estribor uno de los buques, pudimos ver como dicho navío descubrió sus hechuras, corriendo ahora como estaba paralelo a nosotros de vuelta encontrada con la clara intención de ganarnos la popa y cortarnos la retirada hacia Cádiz. Era un galeón con dos gruesas filas de tracas prominentes que corrían de proa a popa y de arrufo muy pronunciado, se distinguían claramente por estar pintadas de rojo y quedaban situadas bajo las mesas de guarnición. Era un galeón de menor porte que el nuestro, y portaba el palo de trinquete muy a proa. Tenía un tajamar airoso que apuntaba más alto que el de nuestro navío, y de bolina, se pavoneaba marinero y bien gobernado. No estaba pintado de vivos colores como algunos de los españoles y bajo su castillo de popa, pude comprobar cómo sobresalía una estrecha balconada cerrada de formas redondeadas que me resultaban familiares y me daban mal presagio.

¡Es Holandés!, maldita sea, es un galeón Holandés, -se escuchó a lo lejos-.
Silencio, profirió uno de los oficiales.

Una de las otras tres naves, gobernó a babor con intenciones de cortarnos la proa mostrándonos sus estilizadas formas de galera y su inmensa vela triangular precedida de una cuadra de menor porte. Era rápida y su proa cortaba el mar como un cuchillo de carnicero. Sin duda nuestros visitantes sabían lo que se hacían y a pesar de tratarse de una escuadra variopinta, estaba bien claro que actuaban con determinación y oficio, y no parecían dispuestos a dejarnos llegar bate hasta el estuario del Guadalquivir sin que mediara combate.

El Nani, desde el tope del palo mayor gritó fuerza identificando a los otros dos navíos: una galeaza y otra galera que, seguían firmes buscando nuestro través como con intenciones de abordaje.

Las mechas humeantes llenaban de humareda blanca la cubierta y la tensión, palpable en el rostro de todos nosotros, eran sin duda el preludio del combate, que tendría que producirse casi a la vista de nuestros paisanos frente a las playas de Chipiona. ¡Es que nadie iba a venir a ayudarnos!, pensé mientras me sudaban las manos y empuñaba con fuerza la pica de abordaje que me correspondía.

En ese momento, desde la cofa, resonó otra vez clara la voz del El Nani, indicando que en navío de más porte, que se acercaba por el centro de la formación, ondeaba ahora un gallardete triangular azul sobre otro encarnado.

Nuestro navío de nuevo disparó dos salvas a barlovento que fueron correspondidas por el izado de gallardetes amarillos desde la galeaza y las dos galeras. Esa era la señal convenida, los cuatro navíos eran nuestra escolta hasta Sanlúcar.

Al encontrase los navíos del centro a menos de media legua, pude distinguir que se trataban efectivamente de navíos bien armados y de buen porte. Ahora, se nos acercaban despacio con las escotas sueltas por el través de babor y fue al poco, a distancia de la voz, cuando Pendás voceó la contraseña que el capitán de la galeaza contestó de la forma convenida, lo que produjo el alivio primero de los oficiales y después de todo el buque, momento en el cual, todos los navíos, enarbolaron en sus mesanas gallardetes con el escudo de la casa del Duque de Naveros. Todos excepto el galeón, que situado por nuestra aleta de babor, permanecía sin enarbolar bandera alguna a distancia de disparo de cañón.

De formar parte de la flota de Su Majestad el Rey Don Felipe IV procedente de las Indias, nos habíamos convertido como por arte de magia, en la flota del duque. Pueden creerme si les digo que no duró mucho la perplejidad entre la marinería y así, seguimos navegando, escoltados a nuestro rumbo, hasta que a eso de media legua al oeste del bajo de Salmedina, donde las aguas del río Guadalquivir y las del mar se confunden y enturbian, se dio la orden de fondeo desde la galeaza, quedando claro desde entonces quien era el que daba las órdenes en la formación. El otro galeón, que recibía ahora el viento por la popa, me pareció desde este ángulo un expendido y airoso navío, que aprovechando la marea entrante y el viento del océano, se alejaba de nosotros adentrándose en el estuario como a su aire, sin saludos ni protocolos.

De esta forma, quedamos los cuatro navíos fondeados, permaneciendo El Virgen de Alharilla situado a barlovento de las galeras que se habían situado por nuestro costado de estribor, interponiéndose entre nuestro galeón y tierra firme, mientras que la galeaza se quedaba a babor por la parte de la mar océana.

A pesar de la poca mar y de reinar un viento suave del suroeste, la confluencia de las corrientes del río y del océano, hacían que el fondeo resultara más bien tormentoso, procurando al navío cortos e impredecibles movimientos a buen seguro provocados por los remolinos que nos rodeaban de uno y otro lado.

Diego de Ahumada, al ver las lanchas cargadas con gente armada que se estaban botando desde las galeras y la galeaza, se me acercó como con disimulo y me confió que más bien le parecía que en este punto acabase nuestra singladura y que confiaba en que siendo así, lo fuera de buena guisa y sin jarana de pelea, mientras entre los demás miembros de la tripulación volvía a correr la confusión mezclada con el ansia de poder poner por fin el pie en tierra, aunque esa tierra fuera la de Chipiona que no la de Cádiz, como durante el todo viaje veníamos teniendo en mente.

Fue entonces cuando el capitán ordenó que se formara a todos en cubierta, hecho lo cual, con mucha parsimonia se dirigió a todos desde la toldilla anunciándonos que como era propio de cristianos de buena crianza ser agradecidos y él lo era de sobrado en ambas cosas. En atención al buen término del viaje y al ejemplar comportamiento que había tenido la tripulación toda hasta este punto. Estaba dispuesto a satisfacer nuestras soldadas, en el acto, antes del desembarco, igualando por bien nacido, el duque de Naveros lo que correspondiera a su majestad y que por tanto, cada cual recibiría el doble de lo acordado al enrolarse en el navío y en buenos reales de vellón y que por añadidura, y especial deferencia de Don Gonzalo Arcos-Almudena, plenipotenciario del Duque de Naveros, estábamos convidados a una ración del vino que llevaba embarcado para su propio uso.

Ambas cosas: la cobranza del doble de reales aunque fueran de vellón y el vino, tuvieron la virtud de despertar una salva de vítores y una sonora algarabía que terminó en vivas a Don Diego y Don Gonzalo, coreados con no menos entusiasmo por la mayoría y el escepticismo de los menos, entre los que me hallaba.

-Pocos días después, al desembarcar en Cádiz, por entre los mentideros de la ciudad, pude acceder al rumor al parecer bien extendido entre aquellos que andaban con negocios de mercaderías con las Indias, acerca de las intenciones que albergaba el Conde Duque de Olivares, privado de su majestad Felipe IV, respecto a la devaluación del vellón. Según parece, como consecuencia a la crisis monetaria que me contaron asolaba a toda Castilla, cosa que a buen seguro conocían de sobra Don Álvaro y Don Gonzalo el día que desembarcamos en Sanlúcar y decidieron doblarnos la paga en vellón precisamente. Decirles a vuesas mercedes que gracias a Dios, antes de la subida de precios, pude invertir mis ahorros de dos años de marear, en hacerle componendas a mi casa y procurarme una licencia para ejercer la venta de pescado en la ciudad -.

Pero volvamos a El Virgen de Alharilla, en el preciso momento de terminar Don Diego su discurso en el que la euforia se adueño de la mayor parte de la gente. Entonces, con mucha pompa y boato aparecieron ante todos el contador y varios ayudantes que transportaban tras él, una mesa y tres sillas, dirigiéndose desde la toldilla a la zona de babor del combes, mientras detrás de ellos, escoltados por tres soldados bien armados, caminaban dificultosamente dos soldados ayudados por dos criados de Don Gonzalo, que transportaban el pesado cofre de los caudales, seguidos por otros cuatro lacayos que llevaban en andas una inmensa bota de vino que olía a gloria bendita.

El contador, leyó a pleno pulmón como había de desarrollarse el pago de los caudales, amen de otorgar la ración de vino a cada uno, todo, a condición de que nadie abandonara la formación hasta haber sido satisfecho el pago de todos, so pena de suspender el acto y arrestar sin desembarco y confiscación de la cobranza a los indisciplinados.

Todo el mundo asumió impaciente y con un murmullo sordo las órdenes dadas, permaneciendo perfectamente alineados y formados en la crujía hacia babor, que era por donde entraba el sol que ya lucía poderoso con el navío arrumbado al suroeste, mientras por el otro costado, el de estribor, de forma silenciosa y profesional, embarcaban lo que me pareció ser más de un ciento de soldados del Duque de Naveros, armados como para ganar Flandes entero de una maldita vez, más de una docena de veces.

Al corresponderme en la formación uno de los laterales, en tercera fila casi a proa, pude ver el movimiento envolvente de la tropa que estaba haciéndose con el navío, entre las carcajadas y risas de los que se hallaban en la toldilla, el soniquete monótono de la voz del contador que empezaba a nombrar con lentitud a los primeros, la perplejidad de los más avispados y el ansia difícilmente contenida de la mayoría, que solo pensaba en hacerse con los reales de vellón anunciados y en remojar por añadidura el gaznate con el vino del protegido del duque.

Fue como coser y cantar. Si la marinería hubiese querido darse cuenta, ya habría sido tarde. Más de doscientos hombres bien armados rodeaban la cubierta y se habían infiltrado por todas las dependencias del barco y todo ello con la anuencia de los soldados del Rey embarcados en El Virgen de Alharilla, que parecían no darle importancia al hecho, que más lo consentían y aprobaban si atendemos a su actitud pasiva y colaboradora.

Lo que pasó después, ustedes lo podrán adivinar: toda la tripulación incluido Diego de Ahumada que no gozaba de la confianza del capitán para lo que habría de venir, fuimos desembarcados de El Virgen de Alharilla y trasladados a las galeras y galeaza en las lanchas en las que habían llegado los lacayos del duque.

Desembarqué y fui a parar a una de las galeras y allí fuimos recibidos con música de dulzainas y panderetas por una corte bien nutrida de mozas de buenas carnes, dispuestas a aligerar nuestros bolsillos de la moneda recién cobrada y pardiez que allí mismo sucumbieron no pocos de nosotros. Por mi parte, decir que tengo las mismas necesidades que cualquiera y si bien después de más de un mes por el océano, las apetencias y necesidades del cuerpo son muchas ante una buena moza, decir que tengo mujer e hijos que me esperan en Cádiz y mis ansias, más consisten en procurarme viaje seguro hasta aquella ciudad, que quedarme por estos pagos en los que a buen seguro, acecharan rufianes y espadachines, diestros en aligerar de plata a los marineros incautos, a los que bien conocen y están acostumbrados.

Dos días después de llegar a tierra, las diligencias de Diego de Ahumada nos llevaron al Acituno y a mí, hasta el falucho de un pescador pariente de la mujer de Diego, que ese mismo día, se dirigía hacia Rota buscando las aguas cercanas al bajío Las Puercas, que tienen fama de surtir de buena pesca a los que se atreven a marearlas.

El Acituno y yo, seguimos al buen criterio del contramaestre, que nos aconsejó el viaje por mar, más seguro que por tierra, al menos -nos dijo- nos libraríamos de malandrines y salteadores que a cientos pueblan estas campiñas. Llegados a Rota podríamos coger un bote de los que van y vienen a Cádiz con frutas y legumbres y entrar en la ciudad con suerte en menos de una jornada.

Al embarcar en las ciénagas al norte de la playa de Bonanza, pudimos ver por fin los famosos cofres que traía El Virgen de Alharilla en sus bodegas, amarrado como estaba ahora a la popa del galeón que nos había recibido en la arribada y que visto de cerca, efectivamente tenía el aspecto de líneas típico de los galeones holandeses y que ocultaba sobrepintada en su espejo de popa la figura esculpida de una media luna y que sin embargo, ahora sí, arbolaba orgulloso, un inmenso estandarte rojo con un castillo blanco que bien conozco, representa a la ciudad de Hamburgo.

Ambos buques, estaban amarrados en el embarcadero que el duque solía usar para su uso exclusivo, especialmente cuando de ocultar a la Hacienda Real y a su propia aduana, la mercancía se trataba, esto último lo supimos allí mismo por los comentarios hechos por el pariente de Diego y dueño del falucho con el que nos disponíamos a navegar hasta Rota.

No hizo falta más. Todos supimos de inmediato lo que estaba ocurriendo allí entre los dos galeones. El Virgen de Alharilla se encontraba muy alto de bordo y mostraba por su costado una ancha franja llena de incrustaciones marinas. Sus bodegas estaban vacías. El otro galeón, el holandés o hamburgués lo que de eso anduvimos discutiendo largo rato mientras cruzábamos por el río a su altura como de forma distraída, presentaba el bordo mucho más bajo y se diría que sus bodegas estaban repletas.

Pareciera que desde El Virgen de Alharilla al galeón hamburgués se había producido un trasiego de mercancía, y como imaginan vuesas mercedes, la mercancía que traíamos de las Indias además de los cofres del duque, no era otra que buena plata bien acuñada por la Hacienda Real y que en este caso, no había pasado por la aduana. Y lo peor, es que todos sabíamos que el destino de esos galeones que arribaban de tapadillo a estas costas, enarbolando una u otra bandera neutral, no era otro que el de los puertos de los enemigos de Rey de las Españas. Los puertos de Las Provincias Unidas o cualquier otro aliado de aquellas, que no solo se derramaba sangre española en Flandes, que también se derramaba la plata del Rey para costear la guerra en la que se empecinaba España, a nuestros propios enemigos. ¡Malditos traidores! masculló el Acituno, ante la sonrisa entre paternal y sarcástica del contramaestre y el asentimiento de todos.

Un poco más al sur, pasado Bonanza pudimos ver al mismísimo duque que procesionaba en dirección a la senda del castillo. Lo hacía a la cabeza de una impresionante retahíla de carros tirados por un ejército mulas y rodeados a lomos de caballo, por no menos de doscientos lacayos armados como solían. Los mismos que asaltaron cómodamente nuestro navío y que en esta ocasión, cabalgaban como ausentes entre aplausos y vítores de los numerosos congregados, mientras grupos de sirvientes, entre carro y carro, lanzaban al aire golosinas y abalorios que con avidez y riñas de rapiña recogía el populacho, mezclándose en tal afán, los más jóvenes y los más viejos. Y es que desde el día anterior, por todo Sanlúcar corrió la noticia de voz en voz, que el duque traía en un galeón de su propiedad, -cosa que no era cierta, al ser El Virgen de Alharilla propiedad de Rey-, el mayor tesoro que jamás se viera en la cristiandad y todo, según decían, a beneficio de la ciudad que no de la Hacienda Real ni del propio Rey, ajeno o disimulado ante los negocios de uno de sus más principales cortesanos.

Todo esto último lo pude ver con detalle, al tener que permanecer largo rato junto a El Virgen de Alharilla, situado nuestro falucho en el centro del cauce del Guadalquivir y después, en espera que el repunte de marea, nos empujara de nuevo al mar en busca de Rota y de mi mujer e hijos, que a buen seguro estaban ya impacientes de mi llegada, con seguridad sabedores del desvío de nuestro galeón desde los dominios del Rey de las Españas a los del duque en Sanlúcar de Barrameda.

Lo cual aquí escribo para conocimiento y mejor provecho de vuesas mercedes
y el aviso y recuerdo de postreres, desde El Puerto de Santa María.
Siendo arribada en el diez y ocho de noviembre del A. N.S. 1626
la flota de indias a pesar de las tempestades y a despecho
de los enemigos encontrados en la mar océana
y los desafueros de los de siempre.
Por Adviento –Navidad-, transcurridos
385 años del A. N.S. de 1626
Manuel Bellido y Milla
Algo de Escribano.
Marinero.


Fotografías del autor tomadas a la reconstrucción de un Galeón español S. XVII “El Andalucía, y realizadas durante su estancia en el puerto de Cádiz, en Mayo de 2011.


No tiene los permisos requeridos para ver los archivos adjuntos a este mensaje.

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Segundo comandante de la corbeta: Descubierta R. O. del 15 de Julio de 2014.


16 Sep 2012 10:36
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Nuevo mensaje Re: Relato: De la arribada de la flota de Indias a Cádiz en
Estimado Manuel, no salieron las imágenes; le pido por favor que las edite.

Un saludo

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Secretario Construcciones del Foro.
Insignia en el crucero acorazado: Infanta María Teresa R. O. del 28 de febrero de 2011.
...AL FUEGO !!! Brigadier don Cayetano Valdés


16 Sep 2012 14:08
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Mensajes: 539
Nuevo mensaje Re: Relato: De la arribada de la Flota de Indias a Cádiz en
V-B-1 espero que consiguiera resolver el problema que al parecer está en la foto.

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Segundo comandante de la corbeta: Descubierta R. O. del 15 de Julio de 2014.


11 Ago 2013 10:41
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Nuevo mensaje Re: Relato: De la arribada de la Flota de Indias a Cádiz en
Amigo Manuel, me temo que no.

La foto sigue sin salir. Y es que cuando la informática, se pone farruca .....

En cuanto al texto, ¿qué decir? Y sabes que me gusta tu estilo, y cada vez que compartes algo, sólo me queda esto:

ap-s1 ap-s1 ap-s1 ap-s1

Un abrazo,

Juan de Carranza

_________________
Jefe 3ª Sección del Estado Mayor. Material.
Comandante de la división de cañoneros surta en el puerto de Cienfuegos, con insignia en el cañonero: Diego Velázquez R. O. del 19 de febrero de 2015.
Educad a vuestros hijos en sentimientos de devoción al deber, fe ciega en la disciplina y amor entusiasta por la Patria.-
Ni se dará cuartel, ni se pedirá


11 Ago 2013 13:11
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Nuevo mensaje Re: Relato: De la arribada de la Flota de Indias a Cádiz en
'

Manuel escribió:
V-B-1 espero que consiguiera resolver el problema que al parecer está en la foto.



Efectivamente, el problema es que la extensión (las letras que van detrás del . (punto)) deben de ser jpg o png, de lo contrario el sistema no las admite, por ser estos de menor "peso" (menos k por ppp (punto por pulgada)) que el resto.


Un abrazo.
.

_________________
Si ignoras lo que pasó antes de que nacieras, siempre serás un niño. Marco Tulio Cicerón.


Hay criterios cerrados, de ásperas molleras, con los cuales es inútil argumentar. Miguel de Cervantes Saavedra.


Cuando soplan vientos de cambio, unos construyen muros, otros, molinos.

Sorpresa y Concentración.


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Traducción al español por Huan Manwë para phpbb-es.com