andreu_wargames
Guardia Marina 1º
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 Re: Pedro de Garaycoechea - As de corsarios
Costa de Marfil, comienzos de abril de 1743 El Swallow se mecía con parsimonia frente a la playa africana. Sobre la cubierta, varios jóvenes marineros baldeaban con vinagre, cuyo penetrante olor impregnaba el aire salobre. Proveniente de Liverpool, el navío había traído consigo telas inglesas y quincallería, que se habían intercambiado por marfil, maderas preciosas y el producto por el que realmente estaba allí: ciento cuarenta y siete esclavos. Pronto, el barco levantaría una peste insoportable, pues a los negreros se los olía antes de verlos. Apoyado en la baranda de babor, el primer oficial Mathews escupió al mar. Con gesto nervioso, acarició la culata de la pistola que llevaba enfundada en el pantalón, sin apartar la vista de la orilla. Allí, John Hughs el capitán seguía enfrascado en una interminable ceremonia de despedida con un reyezuelo akyem. Los pocos marineros que lo acompañaban estaban claramente superados en número por la comitiva africana; si algo se torcía, no tendrían la menor oportunidad. —¿Cree, señor, que habrá problemas? —preguntó una vocecilla aguda a su espalda. Mathews se volvió. El joven marinero no tendría más de trece años. Sostenía el mango del cepillo con el que fregaba la cubierta, con un aire marcial que contrastaba con su edad. —No lo creo, chico. Pero con estos salvajes nunca se sabe —respondió, volviendo la vista hacia la playa mientras se rascaba la barba con inquietud—. Saben que traemos buen género: telas inglesas que revenden, mosquetes que les sirven para cazar a los de su propia raza... pero nunca se sabe. Nunca. — Sí, y nosotros nos llevamos sus colmillos, su oro... y su gente —añadió el chico con una sonrisa entre estúpida e inocente, que incomodó al oficial más por lo segundo que por lo primero. — Deja de holgazanear y sigue con el cepillo. Quiero zarpar en cuanto el capitán embarque —gruñó, dando un par de pasos con intención de espabilar a la tripulación, aunque alguien se le adelantó. — ¡Una vela! ¡Por la aleta de estribor, pasando el cabo Montes! – grito un marinero de una de las vergas. El oficial subió al alcázar a grandes zancadas, seguido por el muchacho, que empuñaba el cepillo como si fuera un mosquete. Oculto tras el cabo Montes, a popa del Swallow, un bergantín avanzaba a toda vela. Su aspecto era deplorable: velas sucias, bordas ennegrecidas. Estaba pintado de negro, y aún se distinguían restos de antiguas líneas amarillas que alguna vez debieron lucir con orgullo. Ahora eran apenas manchones. A pesar del peligro de la costa próxima, navegaba con decisión, cazando el viento que soplaba de través desde tierra firme. El bergantín viró levemente, dirigiéndose hacia ellos. La tripulación se movía con rapidez sobre la cubierta, y al oficial le pareció escuchar un lejano batir de tambores que le heló la sangre. — ¡Aligera, chico! ¡Despierta a todos y que suban a cubierta! —ordenó. El joven abrió la boca para preguntar algo, pero un firme empujón hacia la escalera borró cualquier duda. El Swallow despertó. En pocos minutos, la tripulación ocupaba sus puestos. Un piloto, medio vestido, se acercó al oficial con un chafarote envainado en la mano. — ¿Salvajes? — Más o menos —respondió el oficial, señalando al bergantín. Como para acentuar, sus palabras, una explosión resonó desde la proa del navío enemigo, seguida de una nube de humo blanco. En su mástil ascendía velozmente una bandera blanca con la cruz de San Andrés, emblema de los corsarios españoles. — ¡Españoles! —exclamó el artillero —. Lo siento por el capitán, pero hay que levar anclas. — ¡Adelante! ¡Levad anclas! —vociferó el oficial. La tripulación se movió con profesionalidad, pero el barco aceleraba perezoso, lastrado por toneladas de madera, marfil y humanidad. Hubo un nuevo estruendo, y esta vez una bola de hierro se estrelló en el mar a pocos metros de la popa del negrero. El nerviosismo se contagió a la carga, y una decena de manos y dedos surgieron por la reja que conducía a la bodega, acompañados de gritos y sollozos. Mathews pisó sin compasión alguno de los dedos, aún a riesgo de dañar la mercancía, mientras gritaba: — ¡Silencio ahí abajo! Las manos se retiraron, pero no así los gritos que siguieron. — ¡Preparad la artillería! —ordenó Mathews. El Swallow no iba indefenso. Contaba con dieciséis cañones montados, más que la mayoría de corsarios que podía encontrar. Así, mientras unos montaban mamparos en las bordas, el resto manipuló las piezas que asomaron, una tras otra, por los portones. El Santísima Trinidad, que así se llamaba el barco corsario español, pareció entender la superioridad del inglés —pues contaba con doce cañones montados— y mantuvo una prudente distancia. A esos alcances, los disparos de ambos fallaban invariablemente. — ¡Eso, perro papista, aléjate! —gritó exultante el oficial artillero—. ¿Lo ves tú también, Mathews? ¡Se retira! Pero Mathews enfrió los ánimos de su colega. — No se retira. Nos está encerrando como un lobo a un cordero. Si seguimos este rumbo, nos cortará la proa cuando intentemos pasar el cabo Palmas. — Confiemos en que podamos batirle con nuestra artillería y se marche a buscar algo de su tamaño... o que se hunda, tal vez —dijo el artillero, con tono de plegaria. Pero el diablo parecía complacido en minarles la esperanza poco a poco. — ¡Otra vela, a popa del español! —se volvió a oír desde las vergas. Por un momento, Mathews pensó en tener suerte y que fuera uno de los buques de guerra ingleses que patrullaban la costa. Tal vez uno de los que vio hacía tres días y que navegó hacia el este a toda velocidad... Pero no. El nuevo navío, un bergantín algo mayor, también lucía una bandera blanca con la cruz de San Andrés. Como el primero, estaba sucio, pero se distinguía una ancha banda amarilla —más ancha que los portones— recorriendo toda la borda banda de proa a popa. De forma regular, un portón negro la interrumpía. Contó siete por banda: era un bergantín de catorce cañones. Veintiséis contra dieciséis. La balanza se inclinaba hacia los españoles, pero Mathews no estaba dispuesto a cejar tan rápidamente. El Swallow intentó retrasar la llegada del nuevo enemigo —El Diligente se llamaba— pero tras dos horas, ambos enemigos ya batían al Swallow, que iba quedando encerrado entre la costa, el cabo Palmas y los corsarios. Esto pinta mal —dijo el artillero. Y como si el diablo quisiera reafirmarlo, una bala de palanqueta pasó rotando y silbando levemente por su lado, tan cerca que hasta pudo afirmar que era de fabricación española, con las dos bolas unidas por una barra de acero. La palanqueta golpeó la borda a su espalda, lanzando esquirlas que, afortunadamente, en su mayoría fueron al mar. Una polea, atada a dicha borda, quedó libre y se paseó como una enorme maza arriba y abajo de la cubierta sin golpear a nadie. En la verga, la tensión liberada la sacudió como una catapulta, y uno de los marineros, un moreno portugués, cayó. Su cabeza evitó por muy poco la cubierta, y el mar se lo tragó en un enorme chapuzón. — Hay que virar —afirmó Mathews. — No pasaremos —dijo el artillero—. Nos cortarán el paso. Nos barrerán desde proa. Nos aniquilarán —remarcó esta última frase lentamente, con el miedo dibujado en sus ojos. — No pretendo virar hacia ellos —repitió Mathews con sequedad, mientras se dirigía al timón. Apartó al piloto y, ante la mirada atónita del artillero y del propio timonel, giró la rueda… hacia la costa. El Swallow se encabritó ante el súbito cambio de rumbo. Uno de los cañones que estaba siendo colocado en posición saltó hacia adelante, quedando mal encajado en su portón. Un cajón con balas se desparramó, y las esferas de hierro rodaron por la cubierta, chocando entre sí y separándose como si tuvieran voluntad propia. En las vergas, los marineros se aferraron con desesperación mientras las jarcias se agitaban salvajemente. El viraje desconcertó también a los corsarios. El fuego de mosquetería disminuyó mientras intentaban comprender la maniobra. Pero cuando vieron que la intención del inglés era embarrancar el buque, el frenesí y la ira pareció embargarlos, y el fuego se reanudó con aún mayor furia. Sin embargo, todo el estruendo del paqueo y la artillería quedó en nada. El negrero comenzó primero a vibrar, luego a saltar, cuando tocó fondo. Las manos negras volvieron a aparecer más numerosas que nunca, intentando con desesperación levantar la reja que los separaba del mundo exterior. Finalmente, con un remate de arena y espuma, la proa del Swallow se hincó y ladeó. Mathews fue lanzado hacia la borda y, sin darse cuenta, pasó a un estado de ingravidez. Le pareció una eternidad. Recordó ver al joven pregun¬tón saltar por los aires con los ojos cerrados. Cayó al mar, y pudo ver cómo a su alrededor descendían objetos, vergas, y un mástil que había llegado al fin de su resistencia. Se lanzó hacia la superficie con desesperación. Gritó. Gritó hasta que se dio cuenta de que hacía pie. Emergió entre la espuma, jadeando como un animal acorralado. El agua le llegaba al pecho, cálida y turbia, cargada de arena y astillas. A su alrededor, el caos se desplegaba como una pintura infernal: fragmentos del Swallow flotaban entre barriles, sogas y tablones. El mástil mayor, partido como un hueso seco, se hundía lentamente, arrastrando consigo la vela rasgada que ondeaba como un sudario. Un pandemónium coral surgía de las profundidades del buque. Gritos. Lloros. Ira y miedo. — ¡A tierra! ¡A tierra, maldita sea! —bramó, sin saber si alguien lo oía. El joven marinero, aquel de la vocecilla aguda, apareció a unos metros, braceando con torpeza. Tenía sangre en la frente y los ojos desorbitados pero él ver al oficial lo convenció de que aún estaba vivo y no en el purgatorio. Se abrazaron y avanzaron hacia la orilla entre risas nerviosas. Se tambalearon, y Mathews se frotó los ojos, llenos de agua y sal. De pronto, se quedó congelado. A una treintena de metros, un gigante negro los observaba con una lanza en las manos. Vestía una especie de camisa larga, a cuadros en tonos verdes, y una cinta recogía su abundante cabello, apartándolo de los ojos. Los señaló con la lanza y gritó: —K'an bɛɛ taa! Decenas — ¿o eran centenares?— de indígenas surgieron de su espalda, corriendo hacia ellos entre gritos que se mezclaban con el rugido del oleaje. Mathews desplazó la vista por la orilla, buscando una espada, un trozo de madera, cualquier cosa con la que defenderse. Pero no había nada útil. Se palpó el cuerpo y entonces recordó la pistola que aún permanecía enfundada en su pantalón. No era mucho, pero al menos se llevaría a uno de esos salvajes por delante antes de morir. La extrajo, amartilló y apuntó al más cercano. Tiró del gatillo, y el martillo golpeó la cazoleta con un sonoro clic, pero nada ocurrió. Volvió a amartillarla, y esta vez, gotas de agua brotaron de todos los huecos del armazón. El nativo estaba ya muy cerca. Mathews la cogió por el cañón, dispuesto a usarla como una porra. Se preparó para el impacto y alzó la improvisada arma. A su lado, el jovencito seguía congelado por el terror, con los ojos muy abiertos y el cuerpo rígido como una estatua. Pero el indígena pasó por su lado sin siquiera mirarlo y comenzó a nadar hacia el pecio del negrero. Tras él, uno, diez, veinte más. Mathews se giró para observar cómo una marabunta humana inundaba su barco, trepando por una enredadera de jarcias que ahora cubría el buque ladeado como una telaraña viva. A lo lejos, los dos bergantines corsarios se movían lentamente, sin atreverse a reducir las distancias. En uno de ellos comenzaban a bajar un lanchón. Mathews alcanzó a ver a su comandante, bocina en mano, dando órdenes, y hasta podía imaginar sus gritos, distorsionados por el viento y la espuma. En el Swallow, el mar burbujeaba con los nadadores, y los que ya estaban en la cubierta comenzaron a lanzar cajones, maderas, cuernos de marfil… todo lo que no estaba sujeto (y alguna cosa que sí lo estaba). Muchos nativos ya regresaban con algún cuerno o caja. Otros se peleaban por llevarse algo, y Mathews jamás había presenciado una descarga tan rápida de un buque. Entonces empezaron a surgir los esclavos. Eran golpeados y dirigidos como ovejas. Caían y rodaban, arrastrando consigo a quienes estaban encadenados, pero eso no los libraba de los golpes que los aturdían. Fueron arrojados al agua sin la menor conmiseración, como si fuesen un paquete más. Se hundían, pero al poco los sacaban, arrastrándolos hacia la orilla, semi-ahogados y chorreantes. Oyó una voz inglesa a su espalda y vio al capitán Hughs corriendo hacia él. Los últimos nativos regresaban ya, peleándose por un cajón. Sin verlo, tropezaron con Mathews, pero no se detuvieron: se dirigieron hacia la espesura, aferrados a la caja y dando tumbos como una peonza descontrolada. Los tres ingleses se quedaron en silencio, contemplando su barco y el lanchón español que se acercaba. Mathews no pudo evitar apreciar la profesionalidad con la que se movían los hombres del enemigo —una disciplina que ya quisieran muchas tripulaciones de la Royal Navy—, pero lo que realmente le inquietaba era otra cosa. Pensaba que un comandante capaz de llegar desde el otro lado del mundo, atravesar todos los piquetes y flotas del país que rige las olas, y aparecer en medio de un enclave mercantil donde podía robar y saquear sin oposición, no solo debía ser un gran estratega… sino contar con una tripulación experimentada y letal. La voz aguda y temblorosa del chico interrumpió sus pensamientos: —¿Quiénes son? —¿Quiénes son? ¡Pues los corsarios de La Habana, de los que nos advirtieron los portugueses de Madeira! Pareces estúpido, chico —le espetó el capitán Hughs. —¡Deja al chaval, John! —le escupió Mathews al sorprendido capitán—. Solo ha equivocado la pregunta. No debía haber dicho “quiénes”, sino “qué”. El chico, aún más desconcertado, lo miró sin comprender y balbuceó: —¿Qué son? Mathews fijó la vista en el lanchón español que se acercaba al Swallow, con una gran y limpia bandera ondeando en su popa. Y entonces, con voz grave y resignada, respondió: —Eso, chico… son problemas. Muchos problemas.
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