Pedro Peral y Caballero, la verdad sobre el Maine

Caboartillero · 06 Sep 2011 13:09

Oficial brillante y muy dotado para los estudios científicos, como su hermano Isaac, el inventor del submarino. Había obtenido la consideración de Benemérito de la Patria, por su defensa del arsenal de La Carraca en la revolución de 1873 y estaba en posesión de una Cruz de Mérito Militar y otra Cruz de Mérito Naval con distintivo rojo por sus servicios en Cuba. Fue profesor en el Colegio Naval y escribió un Tratado de Álgebra en 1884, que fue texto oficial de la asignatura durante años. Además, complementó sus estudios con los de la Escuela de Ampliación y los de Ingeniería Hidrográfica, convirtiéndose en uno de los oficiales más competentes en materia científica.

Se encontraba destinado en Cuba, en calidad de Jefe de la Comisión Hidrográfica de las Antillas, y debido a su prestigio científico y técnico, fue nombrado por del contralmirante Vicente Manterola Taxonera, Comandante General del Apostadero y Escuadra de las Antillas, responsable de la comisión técnica que debía aclarar e informar al Gobierno español sobre las verdaderas causas de la explosión del Maine, que como ya sabemos, sirvió de excusa para iniciar la Guerra del 98: el casus belli que venían buscando, afanosamente, los jingoes (imperialistas yanquis) para atacar a España y arrebatarle sus últimas posesiones ultramarinas.

Elaboró su informe con solvencia impecable, a pesar de las dificultades que pusieron los oficiales americanos, tras un minucioso análisis del barco, al que se dirigió a inspeccionarlo en cuanto lo autorizaron para ello, con un excelente equipo de buzos de la Marina; también recabó el testimonio de todos los que presenciaron la explosión y se basó, así mismo, en el estudio concienzudo de los planos del acorazado y de todas las pruebas que pudo obtener. Sus conclusiones fueron inapelables: la explosión se originó, exclusivamente, en el interior de la nave y en ningún caso pudo deberse a agente externo al buque, ya sea por efecto de un torpedo o de una mina, como falazmente expuso la comisión norteamericana. La forma en quedó el casco destrozado por el efecto de la explosión ponía en evidencia que sólo una explosión interna podía haber producido esos daños; de haberse producido por un agente externo, su efecto habría sido completamente diferente sobre el casco.

El origen de la misma, según su informe, se debía a “una explosión de los pañoles de proa del barco, que contenían pólvora y granadas... Que por los planos se comprueba que dichos pañoles estaban rodeados a babor, estribor y parte de popa por carboneras que contenían carbón bituminoso, y se encontraban en compartimentos inmediatos a los referidos pañoles... sólo cabe honradamente asegurar que a causas interiores se debe la catástrofe.” Estas fueron las conclusiones definitivas de Pedro del Peral. Sólo muchos años después le dieron la razón las autoridades norteamericanas.

En 1975, una Comisión dirigida por el almirante Hyman Rickover, director de la División de Energía Nuclear de los Estados Unidos, llevó a cabo un estudio más completo y sistemático de fuentes, informes y restos, con la utilización de técnicas de análisis muy sofisticadas. Las conclusiones fueron sorprendentes e implacables: “la explosión del depósito de municiones A-14-M provocó todos los daños en el Maine”. La causa era por tanto de naturaleza interna y se debía a una única deflagración. Su origen: el incendio de la carbonera A-16, situada junto al pañol de municiones, cargada de carbón bituminoso que por llevar más de tres meses y medio almacenado era susceptible de una combustión espontánea, de lo que existían antecedentes en otros barcos de la Armada estadounidense. Como vemos coincidió, al cien por cien con las conclusiones del honrado oficial español.

En 2002, el prestigioso ingeniero naval americano Otto Jons, efectuó un “examen forense” del Maine, utilizando las técnicas del siglo XXI y basándose en los planos y todo el material fotográfico que se conserva del barco, incluido el que se realizó en 1911, tras reflotarlo del sitió donde de hundió y antes de “enterrarlo” definitivamente en alta mar. Sus conclusiones fueron las mismas que las de Pedro Peral.

Sin embargo, ni los sucesivos estudios americanos, ni nadie en general, ha reconocido el mérito de este marino español que, con muchos menos medios y a pesar de los obstáculos y de las obstrucciones que padeció, consiguió averiguar la verdad muchos años antes que ellos. Se ha preferido ignorarlo y postergarlo, supongo, que para no dejar en evidencia la pésima labor de la Comisión americana presidida por Sampson, integrada por personas imperitas y que no fue capaz de resistir las presiones políticas a la que fue sometida. Sin embargo, es hora de que se reconozca el gran trabajo de la Comisión de la Armada española.

Una vez finalizado el Informe y remitido al contralmirante Manterola, Comandante del Apostadero, éste, consciente de la importancia del mismo, lo envió a través de su ayudante, el teniente de Navío Francisco Núñez Quijano, para cerciorarse de que fuera entregado en mano al Ministro de Marina. Como así fue. Pero un Gobierno abúlico y fuera de sitio, no supo o no quiso sacar partido del Informe; que, de haberse servido de él como debía, hubiera espoleado a la opinión pública internacional, y, lo que hubiera sido de más provecho, al importante sector político que, dentro de los propios Estados Unidos, se oponía a los afanes imperialistas de los jingoes. Pero, por desgracia para España, la Masonería había infiltrado a importantes cabecillas en el propio gobierno español; sin ir más lejos, su presidente y el ministro de Ultramar, lo eran.

Durante los preparativos de la contienda, los superiores de Pedro Peral, le encargaron el mando y de la puesta en marcha de un gran dique flotante adquirido para La Habana, que, por desgracia, no sería de gran utilidad. Finalizada la misma, en calidad de comandante de dicho dique, y debido a la confianza en su celo y probidad, las autoridades españolas le confiaron la liquidación de los bienes del Arsenal y la entrega del propio dique a las autoridades americanas, como consecuencia de su venta al gobierno de los EE.UU., tras el armisticio. Y por todo ello fue nuevamente condecorado con otra Cruz del Mérito Naval. En 1901, el gobierno de los EE.UU., agradeció oficialmente al entonces capitán de fragata Peral sus servicios en las gestiones de entrega, explicación del funcionamiento y disposición del material, según los acuerdos de paz.

El año siguiente, en 1902, falleció a la edad de cincuenta y tres años, igual que otros muchos oficiales que no sobrevivieron a la impresión que les produjo la inexplicable rendición del gobierno español, cuando todavía estaba el Ejército expedicionario español, prácticamente intacto y en disposición de hacer frente al invasor, que daba grandes muestras de fatiga y baja moral de combate.

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